LA ATORRANTOCRACIA

por Denes Martos   -   www.denesmartos.com.ar

 

Clases de gobierno y clases de personas

A lo largo de la Historia y de las Ciencias Políticas, las distintas formas de gobierno o regímenes políticos han adquirido también diferentes nombres. Así, el gobierno de los dueños del dinero se llama plutocracia; el de los nobles, aristocracia; el de un hombre solo y sin restricciones, autocracia; el de las masas, democracia.

Lo que sucede es que, si bien todas estas denominaciones apuntan a determinado sector de la sociedad – lo cual quizás permita inferir algo acerca de la personalidad de los individuos que terminarán constituyendo el gobierno – las distintas denominaciones fallan con estrépito a la hora de expresar algo inteligible sobre la envergadura humana de dichas personas. Y esto es algo que salta a la vista con sólo pensar un poco más allá de las etiquetas.

Tomemos, por ejemplo, el – en teoría – menos simpático de todos los regímenes arriba apuntados: la autocracia. A primera vista suena a dictadura y a tiranía. Pero, pensándolo un poco, ¿en qué libro está escrito que un autócrata es, necesariamente, una mala persona, un corrupto o un ser despreciable? ¿Y si resulta que el autócrata es un buen sujeto? ¿Por qué un autócrata no puede ser, al mismo tiempo, un tipo sensacional? Y, si es una buena persona, ¿por qué su gobierno habría de ser forzosamente malo?

¡Ponga un ejemplo histórico que demuestre su teoría! – me gritarán de seguro los hiperdemócratas en clave de desafío. Pues eso es justamente lo que no pienso hacer. Y no lo pienso hacer porque no sirve para nada. Porque si se me ocurriese mencionar a algún personaje histórico que no se ajusta perfectamente a la ideología de mi ocasional interlocutor, inmediatamente nos sumergiremos en una tan larga como inútil disquisición pseudohistórica sobre leyendas negras, falsificaciones, interpretaciones más o menos caprichosas de hechos y cosas por el estilo. Repasen ustedes la muy larga lista de todos los grandes reyes autocráticos que tuvo Occidente, agréguenle a más de un emperador romano – resten, si les parece, a Nerón, a Claudio y a Calígula – , sumen a alguno de los múltiples “tyrannoi” que tuvo la supuestamente archidemocrática Grecia y ya pueden ustedes elegir libremente al autócrata que más les guste. O que menos les disguste.

Y también podríamos hacer el ejercicio a la inversa. Hoy la democracia está de moda y lo políticamente correcto es considerarla, el mejor de los regímenes políticos inventados por el Hombre. Pero, aplicando el mismo criterio que en el ejemplo anterior, tampoco hay por allí ningún libro en el que esté escrito que un gobernante demócrata, constitucionalmente elegido por el Pueblo en pulcras e inimpugnables elecciones, será necesariamente una buena persona; un sujeto capaz, incorruptible o admirable. Tampoco aquí pienso meterme en dar una larga lista de ejemplos históricos. Pero cualquiera de ustedes puede muy fácilmente hacer su propio listado de los gobernantes muy democráticamente elegidos, que terminaron siendo cualquier cosa menos ejemplos de integridad, honestidad o incluso decencia común. Hasta en la Argentina, aún con relativamente pocos años de verdadera democracia en el haber histórico, ese listado me temo que se haría considerablemente largo.

En todo caso, la cuestión de fondo no es si ideológicamente nos place o nos displace el régimen de gobierno de una persona o de cierta clase de personas. La cuestión es si la sociedad, en su conjunto, se benefició o se perjudicó durante el gobierno que esas personas ejercieron. Si la gente, en general, estuvo bien o mal conducida y gobernada. Si las actividades productivas y positivas de todo el organismo social florecieron o si fueron ahogadas y coartadas. Si se cultivó la cultura y se desarrollaron las artes o si durante ese período hubo una involución hacia el primitivismo y la chabacanería. De última, esas cosas importan un poquitín más que una inconmovible adherencia dogmática a cierta forma de gobierno, cualquiera que sea.

Lo que este tipo de ejercicios revela es que – si uno pone a un lado la cuestión de la arquitectura interna y la adecuación funcional de los diversos regímenes políticos a determinadas condiciones socioculturales, demográficas, geopolíticas, históricas y económicas – lo que sigue siendo esencial en cualquier sistema o régimen político es el criterio de selección aplicado a quienes habrán de gobernar.

Dadas ciertas condiciones, algunos pueblos se adaptarán mejor a la monarquía que a la república. Y dentro de un sistema republicano, para algunos funcionará mejor una democracia parlamentarista al estilo europeo y para otros será más adecuada una democracia presidencialista como la norteamericana. Pero en cualquiera de todos estos casos – y todos los intermedios que se podrían llegar a citar – lo que en última instancia decidirá la cuestión es como son, humana, profesional y moralmente, las personas que ejercerán en forma efectiva el poder del Estado.

En otras palabras y en lo que a nuestros gobernantes respecta, no importa tanto en qué régimen o sistema los metemos. Importa mucho más saber qué clase de personas son. Importa mucho más el criterio con el cual los seleccionamos.

La democrática atorrantocracia

En todo sistema y en todo régimen político existe una suposición tácitamente aristocrática. Siempre se ha pensado que, sea cual fuere la forma de gobierno, deberían gobernar los mejores y no los peores. Lo que sucede es que hay estructuras políticas que tienden a garantizar esto mejor que otras. Y, desgraciadamente, la democracia contemporánea ha demostrado ser un fracaso colosal en esta materia.

Por de pronto, todas nuestras democracias descansan sobre el sufragio universal y este mecanismo es uno de los que menos garantiza el acceso al poder de los mejores. El inefable George Bernard Shaw supo decir alguna vez que “el sufragio universal tendría sentido si la mente inferior pudiera medir a la superior del mismo modo en que con una regla de treinta centímetros se puede medir a una pirámide. Tal como están las cosas, el problema político continúa sin solución”. Pero, aparte de ello, no sólo la selección por sufragio universal entre los candidatos que se presentan a una elección democrática no garantiza la selección del mejor de ellos sino que, además, tampoco hay garantía alguna de que en la selección de los candidatos mismos se elijan a los mejores y a los más aptos para gobernar.

El régimen democrático contemporáneo se maneja con dinero y  depende del dinero. Técnicamente hablando, es más una plutocracia que una democracia. O bien, para ser más precisos, las democracias actuales están digitadas y controladas por estructuras plutocráticas y por medios plutocráticos. En estas democracias, para ser candidato en absoluto, lo primero que hay que tener es el dinero suficiente para pagar una buena campaña. Y en esto caben tan sólo dos opciones: o bien, como en los EE.UU. y en Europa, el dinero proviene directamente del establishment plutocrático – que, por supuesto jamás apoya a determinado candidato por puro altruismo político – o bien, como sucede en nuestro país, el dinero es aportado por quienes se dedican a hacer caja, ya sea robándole la plata directamente al propio Estado, ya sea recaudando fondos a través del complicado circuito de la corrupción política.

De esta forma, en la democracia contemporánea son candidatos quienes consiguieron suficiente dinero como para pagar una campaña y resulta ganador, por regla general, aquél candidato que más dinero puso en su campaña.

En la práctica y en los EE.UU. o en Europa esto significa que sólo pueden ser candidatos quienes se ponen servilmente al servicio del establishment plutocrático y el ganador es casi garantizadamente el más servil de todos ellos.

En la práctica y en la Argentina, esto significa que sólo pueden ser candidatos los atorrantes y el ganador es casi garantizadamente el mayor atorrante de todos ellos.

Con lo cual, desengáñense: el verdadero régimen que nos gobierna y en el que vivimos es una atorrantocracia. Aunque el régimen, como tal, no figure en ningún Manual de Ciencias Políticas. Todavía.

Y los buenos ¿dónde quedaron?

Lo que nunca pude explicarme y lo que me he preguntado siempre es ¿por qué lo permitimos? ¿Por qué nos prestamos al juego? ¿Por qué cada cierta cantidad de años todo el mundo concurre bovinamente a meter un papelucho en una urna para elegir un atorrante? ¿Por qué seguimos tragándonos la estupidez ésa que, de cualquier manera, tenemos que elegir aunque más no sea al que parezca ser el menos malo de todos los atorrantes, mentirosos e inútiles que se presentan a una elección?

¿Y saben qué es lo peor de todo? Lo peor de todo es que este problema no es de ahora. Nos viene del fondo de la Historia. Las personas honradas, capaces y decentes muchas veces le han cedido el paso a los atorrantes. No sé que es, pero hay algo que muchas veces paraliza a las buenas personas cuando surge la necesidad de interesarse por la cosa pública. Ya Platón advertía que “el precio que las buenas personas pagan por su indiferencia ante a los asuntos públicos es el ser gobernados por malas personas”. Como pueden ver, el problema ya existía hace dos mil quinientos años atrás.

Le regalamos la calle a los delincuentes. Le cedemos el poder de decisión a los egoístas y a los ambiciosos. Consentimos un comercio en manos de acaparadores, monopolistas y mercaderes. Aceptamos que el dinero se convierta en una mercancía más y su valor sea establecido por estafadores legalmente protegidos. Nos sometemos a una Justicia manejada por garantistas sensibleros y lacrimógenos que siempre disculpan al que ataca y jamás al que se defiende. Y encima de todo eso admitimos ser gobernados por atorrantes. ¿Por qué somos tan idiotas?

¿Por qué todas las patotas son de mafiosos y delincuentes? ¿Por qué no hay patotas de tipos decentes? ¿Por qué los partidos políticos se llenan inmediatamente de inútiles, corruptos, charlatanes y mentirosos? ¿Por qué no hay ni siquiera un partido político formado por gente seria, capaz, honrada y con verdaderas ganas de hacer las cosas bien?

Alguna vez, hace ya una buena pila de años atrás, en uno de esos delirios noctámbulos que duraban en rueda de amigos hasta altas horas de la madrugada, a algún eterno contestatario se le ocurrió proponer la formación del Movimiento Organizado Contra Otros (el MOCO). Jorobaron con eso un buen rato, provocando más de una situación rocambolesca, no pocas carcajadas a mandíbula batiente y hasta alguna que otra irritación entre los fatuos que se enojaban cuando les resultaba imposible lograr que se los tomase en serio. La cosa duró unas cuantas semanas hasta que uno de la vereda de enfrente tuvo el suficiente sentido del ridículo como para fundar el Movimiento de oposición. Lo bautizaron con el nombre de El Pañuelito (el Movimiento que hizo sonar al MOCO). Y ahí se terminó la cosa.

En ese mismo tren, a mí por ahí se me ocurrió que se podría fundar el PGD, el Partido de la Gente Decente. Nunca tuve mucho éxito con mi iniciativa. En parte porque – debo concederlo – lo del MOCO resultaba muchísimo más divertido; pero en parte también porque la sigla realmente no daba para mucho. Nadie puede imaginarse el pegedismo como ideología. Como que tampoco habrían muchos que se entusiasmarían con ser militantes pegedistas. No sé por qué, pero suena medio cacofónico.

Así que el PGD nunca se constituyó.

Lástima.

Porque así como resultaron las cosas, siempre me quedé con la duda de cuantos hubieran sido los que, reuniendo las condiciones requeridas, se hubieran animado a afiliarse.