TOMÁ   P´AZÚCAR!

Investigación histórica de Enrique Oliva, alias Françoise Lepot

(Gentileza de Agenda de Reflexión)

 

Hoy se cumple un aniversario de la sangrienta e importante Batalla de Chacabuco, librada el 12 de febrero de 1817, que llevó a la independencia de Chile.

Cuando la fuerza expedicionaria se organizaba en el paraje del Plumerillo, hoy llamado Campo de la Gloria, en las afueras de la ciudad de Mendoza, el general San Martín atrajo, convocó y reclutó a muchos negros esclavos. La Asamblea del Año 13 sólo había dispuesto la libertad de vientres, que no alcanzaba a los esclavos entonces existentes.

San Martín, por las suyas, en su carácter de Gobernador Militar de Cuyo, difundió e hizo difundir en todo el país que cuantos se incorporaran a sus fuerzas inmediatamente serían reconocidos libres. Ante sus numerosos soldados negros, los arengó en la víspera de Chacabuco diciéndoles: “ustedes saben que los godos explotan la esclavitud de los negros y cuando los capturan los llevan al Caribe para cambiarlos por azúcar”.

Con el coraje estimulado por la defensa de su libertad, los ex esclavos entraron al combate con singular bravura. Y cuando sableaban a un realista gritaban “¡tomá p’azucar!”. Luego, en otras acciones, iban a seguir la misma costumbre.

El Libertador no sólo independizó a los negros, sino que los dignificó acordándoles muchos beneficios y honores. La caballería, en esos tiempos, era la fuerza donde servían los “caballeros”, que se presentaban con su propia cabalgadura, mientras los negros y la plebe eran destinados a la infantería y otros servicios. El arma de los montados conservó esa característica de elite hasta no hace muchos años, como una fuerza donde la oficialidad provenía mayoritariamente de familias patricias. Cuando en el arte de la guerra se incorporaron los tanques como instrumentos predominantes en cualquier conflicto terrestre, a sus batallones se los llamó –y se lo sigue haciendo hasta ahora- “caballería motorizada”.

El historiador José Maria Rosa cuenta del cabildo de una ciudad (que no nombraremos) donde los “caballeros” decidieron no cooperar con el ejército Libertador que se organizaba en Mendoza, por “no estar dispuestos a cabalgar junto a negros”. Es verdad, el Libertador montó a caballo a los esclavos por él redimidos, resultándole excelentes soldados. Haciéndoles justicia, quizás un negro al frente de una carga de caballería sería un símbolo más adecuado de la libertad que el representado por una mujer de torso desnudo mostrando en sus brazos en alto cadenas rotas.

San Martín también introdujo en su ejército innovaciones hasta entonces no conocidas en las fuerzas militares. Sirviéndose de los negros, formó un fanfarria que interpretaba no sólo marchas militares, sino también música variada, hasta bailable. El conjunto también tocaba los domingos en una glorieta mandada a construir por él, instalada en el entonces principal paseo mendocino, La Alameda. Como la gente elegante (llamémosla así) no sabía admirar la música de los soldados de color, no asistía a tales retretas. Pero el propio general, con uniforme de gala y del brazo de su esposa, concurría habitualmente a escuchar a su banda. Así, los hasta entonces indiferentes chupamedias cambiaron de opinión, imitándolo. Y las retretas se hicieron populares, tradición que se mantiene hasta hoy.

En el ejército de San Martín no hubo limitación alguna de ascensos a grados de jerarquía por razones étnicas ni posición social. Uno de los tantos ejemplos históricos fue el de un gauchito mendocino de 16 años, analfabeto, llamado Jerónimo Espejo, que se le presentó como voluntario y en los campos de batalla llegó al grado de capitán. Luego, ya de viejo se alfabetizaría y escribiría la fantástica obra El cruce de los Andes. Lorenzo Barcala (1795-1835), un negro hijo de esclavos que lo acompañó en sus campañas guerreras, luciéndose por su bravura y capacidad de mando, alcanzó por sus hazañas el grado de coronel y luego llegó a general. Siempre al grito de “¡Tomá p’azucar!”.