Yo lo 
      llamo el efecto Alicia en el País de las Maravillas. Cada vez que estoy de 
      gira por Estados Unidos, miro a través del espejo a una región lejana en 
      la que vivo y trabajo para The Independent el Medio Oriente y veo un 
      paisaje que no reconozco; una tragedia distante que, aquí en Estados 
      Unidos, se convierte en una farsa de hipocresía, banalidad y mentiras 
      descaradas. ¿Soy el gato de Cheshire? ¿O el sombrero loco?
      
      Compré el nuevo libro de Jimmy Carter titulado Palestina: Paz, no 
      Apartheid, en el aeropuerto de San Francisco y lo leí en un día. Es una 
      obra satisfactoria y sólida elaborada por el único presidente 
      estadunidense cercano a la santidad. Carter describe el atroz trato que se 
      ha dado palestinos, la ocupación israelí, la apropiación de las tierras 
      palestinas por parte de los israelíes, la brutalidad con que se trata a 
      esta población sometida y despojada, y habla de lo que él llama "un 
      sistema de apartheid, con dos pueblos ocupando la misma tierra pero 
      completamente separadas una de otra, donde los israelíes imponen su 
      dominación y violencia mientras niegan a los palestinos los derechos 
      humanos básicos".
      
      Carter cita a un israelí que le dijo: "Temo que nos estemos trasladando 
      hacia un gobierno como el de Sudáfrica, con una sociedad dual de 
      gobernantes judíos y súbditos árabes con escasos derechos de ciudadanía...". 
      Una modificación a esta fórmula que se ha propuesto, pero que Carter 
      considera inaceptable es que "amplias partes del territorio ocupado, y los 
      palestinos, sean completamente rodeados de muros, rejas y puestos de 
      control, viviendo como prisioneros en las pequeñas áreas que se les 
      dejaron".
      
      Huelga decir que la prensa y televisión estadunidenses ignoraron la 
      aparición de este libro eminentemente razonable, hasta que los ya 
      conocidos cabildos israelíes comenzaron a gritar insultos contra el pobre 
      y viejo Jimmy Carter, a pesar de que él es el arquitecto del más duradero 
      tratado de paz entre Israel y un vecino árabe Egipto y que se logró 
      gracias a los famosos acuerdos de Campo David de 1978.
      
      El diario The New York Times ("Todas las noticias que caben" jo, jo) se 
      sintió en la libertad de decir a sus lectores que Carter despertó "furor 
      entre los judíos" por usar la palabra apartheid. El ex mandatario 
      respondió de manera mesurada (y correcta), que el lobby israelí ha 
      producido, en todas las redacciones de medios de Estados Unidos, una "reticencia 
      a criticar al gobierno de Israel".
      
      Un ejemplo del lodo que se arrojó contra Carter fue el comentario de 
      Michael Kinsley, del New York Times (desde luego), quien señaló que el ex 
      presidente "está comparando a Israel con antiguo gobierno blanco racista 
      de Sudáfrica". Esto fue seguido por un malintencionado comentario de Abe 
      Foxman, de la Liga Antidifamación, quien afirmó que la razón que por la 
      que Carter escribió este libro "es esa cínica y vergonzosa mentira de que 
      los judíos controlan el debate en este país, principalmente en los medios. 
      Lo que hace que esto sea tan serio es que no lo escribió cualquier experto 
      o un analista más. El es un ex presidente de Estados Unidos".
      
      Bueno, es claro, precisamente ese es el punto ¿no? Esto no es un estudio 
      hecho por profesor de Harvard sobre el poder de un lobby. Es la 
      apreciación de un hombre honesto y honorable que ha sido amigo tanto de 
      Israel como de los árabes y que además resulta ser un muy buen estadista. 
      Por esto el libro de Carter es ahora un best seller y aquí quiero 
      aplaudir, de paso, al gran público estadunidese que compró el libro en vez 
      de creerle a Foxman.
      
      Y en este contexto, me pregunto por qué el New York Times y los otros 
      cobardes periódicos del mainstream en Estados Unidos olvidaron mencionar 
      la cálida relación que tenía Israel con el muy racista régimen del 
      apartheid en Sudáfrica y que se supone que Carter no debe mencionar en el 
      libro. ¿No tenía Israel un lucrativo comercio de diamantes con la 
      sancionada y racista Sudáfrica? ¿No tenía Israel una fructífera y profunda 
      relación militar con el régimen racista? ¿Acaso estoy soñando, como si 
      estuviera ante el espejo de Alicia, cuando recuerdo que en abril de 1976, 
      el primer ministro John Vorster de Sudáfrica, uno de lo arquitectos de 
      este vil y nazista sistema de apartheid, visitó Israel y fue honrado con 
      una recepción oficial por el primer ministro israelí Menachem Begin, el 
      héroe de guerra, Moshe Dayan, y el futuro premio Nobel de la Paz, Yitzhak 
      Rabin?
      
      Todo esto, desde luego, no fue parte del Gran Debate Americano en torno al 
      libro de Carter.
      
      En el aeropuerto de Detroit adquirí un libro aún más breve, El Reporte del 
      Grupo de Estudios Baker Hamilton sobre Irak, que en realidad no estudia 
      para nada la situación en la nación árabe, sino que ofrece varias formas 
      desalentadoras para que George W. Bush pueda huir del desastre manchándose 
      la camisa de sangre lo menos posible. Tras conversar con los iraquíes de 
      la zona verde de Bagdad la zona de los sueños sería un nombre más 
      adecuado se obtuvieron algunas sugerencias valiosas (que, como era de 
      esperar, fueron rechazadas por los israelíes): la reanudación de 
      conversaciones de paz serias entre israelíes y palestinos, una retirada 
      israelí de la meseta del Golan, etcétera. Pero todo está escrito en la 
      misma tesitura fastidiada de los think-tanks de derecha. De hecho, se usa 
      en el mismo lenguaje de la desacreditada Institución Brookings y de mi 
      viejo amigo, el mesiánico columnista del New York Times, Tom Friedman: 
      todo el discurso está lleno de agujeros y profecías de que "el tiempo se 
      está acabando".
      
      Descubrí que la clave de toda esta tontería viene al final del reporte 
      donde hay una lista de "expertos" consultados por Baker y Hamilton. Muchos 
      de ellos son pilares de la Institución Brookings y figura también Thomas 
      Friedman, del New York Times.
      
      Pero para absurdos, nada supera al debate posterior a la difusión del 
      informe Baker que se suscitó entre los personajes grandiosos y magnánimos 
      que arrastraron a Estados Unidos a esta catástrofe. El general Peter Pace, 
      el muy peculiar presidente de los jefes de staff, aseguró que en la guerra 
      de Estados Unidos en Irak, "no estamos ganando pero no estamos perdiendo". 
      El nuevo secretario de Defensa de Bush, Robert Gates, dijo coincidir con 
      Pace en el sentido de que "no estamos ganando pero no estamos perdiendo". 
      El mismo Baker saltó a la piscina del sin sentido al aseverar: "No creo 
      que pueda decirse que estamos perdiendo. Pero por la misma razón (sic) no 
      estoy seguro de que estemos ganando". Llegado a este punto, Bush proclamó 
      sí "no estamos ganando, no estamos perdiendo". Qué pena por los iraquíes.
      
      Sopesé esta locura mientras mi avión atravesaba turbulencias cuando volaba 
      por encima de Colorado. Entonces repentinamente comprendí que el marcador 
      final de este round único de la guerra en Irak entre Estados Unidos y las 
      fuerzas del mal ¡es un empate!
      
      
      Traducción: Gabriela Fonseca