COLAPSO

por Dénes Martos

Un nuevo término se ha infiltrado, casi diría subrepticiamente, en el léxico cotidiano de los argentinos: es la palabra “colapso”. No es una palabra nueva, por supuesto. Pero ha adquirido algo así como el don de la ubicuidad. Parecería ser que está en todas partes.

El sistema jurídico, con juicios que duran añares y se sentencian tarde y mal, se halla “colapsado”. El sistema de tránsito, con demoras de más de una hora para trayectos que normalmente no deberían demandar más que un par de minutos, “colapsa” consuetudinariamente en las horas-pico. El transporte público durante las mismas horas no da abasto, hace viajar a los usuarios como sardinas, y con suma frecuencia interrumpe el servicio, y también “colapsa”. Los sistemas telefónicos, pasada cierta cantidad crítica de usuarios, se saturan y “colapsan”. El sistema aeronáutico pierde un radar y el tránsito aéreo “colapsa”. Si unos cuantos miles de usuarios encienden unos cuantos miles de equipos de aire acondicionado de más, la distribución eléctrica entra en “colapso”.

Cuando uno se pone a investigar un poco las causas de todos estos colapsos, aparecen recurrentemente los mismos temas: falta de previsión, falta de planificación, falta de inversiones, desinterés, desidia e incompetencia.

Por ejemplo, en el Estado es notoria y evidente la ausencia de las hoy llamadas “políticas de Estado” y que, en rigor, no constituyen sino las políticas (a secas) a las que el Estado debería dedicarse. Sucede simplemente que el Estado está en otra cosa. En lugar de dedicarse a la Política se dedica a hacer demagogia electoral. Y no solamente ahora que hay elecciones sobre el horizonte sino desde siempre. La mayor preocupación – y con frecuencia la única – del político argentino son los votos y las combinaciones electorales. Si hay alguna obra con su cintita para cortar ello será porque el corte de cintitas y las inauguraciones prometen votos. Por lo menos en teoría. Obras que no prometen votos, o bien se torpedean para que la máquina de impedir pueda ser destrabada con el “aceitamiento” adecuado, o bien ni siquiera se consideran. Y de cualquier manera que sea, todo político tiene meridianamente en claro que “hacer caja” es muchísimo más importante que gobernar.

En este contexto no es ningún milagro que la politiquería habitual discuta lo que no vale la pena discutir y rehúya horrorizada a hablar de lo que debería hacerse. Se nos trata de explica la situación imperante buscando a quien echarle el fardo, siguiendo el principio inveterado de la democracia argentina en la cual hallar a un culpable es siempre muchísimo más importante que plantear una solución. Con lo cual a renglón seguido pasamos a discutir la importancia de la memoria en la comprensión de los hechos históricos; hacemos largos análisis sobre qué es y qué no es un delito de lesa humanidad; discurrimos sobre si debe – o no – haber una ley para instituir la Fiesta Nacional del Poncho; sobre si, para disimular la inflación, hay que aplicar – o no – un control de precios que no ha funcionado jamás desde la época de los fenicios, y – ¡por supuesto! – comentamos en todos los tonos posibles las últimas alternativas de “Gran Hermano” que, como se sabe, es lo más importante que existe en el universo del argentino promedio actual.

Y en medio de todo esto, de pronto a la Argentina se le incendia un barco. Y ¿saben qué? Pues su capitán no lo abandona. Un hombre con un sueldo de 2.800 pesos al mes está a cargo de un equipamiento de cientos de millones de Euros y de 200 seres humanos. Y se queda en el barco, coordinando la operación de salvamento, hasta asegurarse de que incluso la última de esas personas se halle a salvo. Y después de eso tampoco abandona la nave y se queda para salvar lo material. Y lo consigue. No sólo no pierde una sola vida humana sino que consigue rescatar el 85% del barco y llevarlo a puerto.

Después de eso (sólo por unos días, claro) todo el mundo quiere entrevistarlo. Todo el mundo aplaude, y la verdad es que el capitán se lo tiene más que merecido. Pero casi nadie se da cuenta de que ese capitán, además de sus indudables condiciones personales, simplemente puso en práctica una regla. Una norma basada en una escala de valores que muchos parecen haber olvidado o perdido:

Prioridad Uno:  Vidas humanas.
Prioridad Dos:   Bienes Materiales
Prioridad Tres: Restablecimiento de la actividad normal.

¿Se dan cuenta? ¡Sería tan sencillo si nuestros insignes gobernantes aplicaran el mismo criterio con al menos cierto grado de idoneidad!

Personalmente estoy convencido de que, en el fondo, bastaría aplicar reglas sencillas como ésa para evitar los “colapsos”. El Almirante Irízar no “colapsó”. Y no lo hizo por la simple y sencilla razón de que un hombre llamado Guillermo Tarapow hizo algo que en el mundo de hoy se ha convertido en un acontecimiento extraordinario: cumplió con su deber. Tuvo el coraje y la integridad de hacer lo que tenía que hacer.

Es, por supuesto, una cosa encomiable y digna de elogio

Lo que no tendría que ser es algo tan infrecuente.

De todos modos, el hecho me hace creer – quizás me hace querer creer – que no todo está perdido. Estoy empezando a pensar en que un montón de cosas en este bendito mundo se arreglarían si más de uno hiciese suyas las palabras que Tarapow le dirigió al capitán de navío Alejandro Losada cuando éste quiso bajarlo del barco a la fuerza:

— “¡Váyase, señor, y no me hinche más las pelotas!"

¡Tengo unas ganas de enviarle ese mismo mensaje a más de uno de nuestros gobernantes!