EL CULEBRÓN DEL VERANO

por Denes Marcos

Palos si bogas, palos si no bogas. . .

Había que dejar pasar el verano. Con todo el culebrón que se armó con el avance de la oposición en Diputados, luego con la cuestión del Banco Central y luego con lo del Senado y la “ausencia” del Carlitos que imposibilitó el quórum, era evidente que había que esperar con el análisis porque faltaba el último – o el antepenúltimo – capítulo del sainete. Y no digo que ya terminó. Es más: sigue y seguirá. Hasta es posible que alguien pueda decir con algún conocimiento de causa que esto todavía no es nada, que todavía falta lo mejor – o lo peor. Pero, de cualquier manera que sea, de algún modo el juego está planteado y, si bien nadie puede predecir cómo se desarrollará hasta el 2011, al menos tenemos la apertura a la vista.

En la Argentina el problema no es tanto la inseguridad jurídica propiamente dicha. El problema es la aleatoriedad política que produce esa inseguridad jurídica. En todo el planeta no hay un sólo ser humano que pueda prever con un aceptable margen de error las posibles decisiones políticas de la Argentina. No puede hacerlo por la sencilla razón de que la política (y no sólo la del gobierno), se rige a su vez por la irracionalidad. Y, por definición, la irracionalidad es impredecible. ¿No me lo creen? Vayamos a un ejemplo: A “golden boy” Martín Redrado lo echaron por no querer poner la plata. A la pobre Mercedes Marcó del Pont ahora la quieren echar por ponerla. ¿Me puede alguien decir qué es lo que hay que hacer en la Argentina para que a uno no lo echen?

Por supuesto, las circunstancias son algo diferentes. Redrado, que no quería soltar la plata, calculó mal y cayó bajo la presión de los buitres acreedores a quienes lo único que les interesa es cobrar. Marcó del Pont, que sí la soltó y en tiempo récord, cayó bajo la presión de los políticos argentinos a quienes lo único que les interesa son los votos y la caja, y no les importa dejar de pagar. Pero, aun así y explicaciones aparte, algo tiene que estar muy mal en la política Argentina para que, en tan sólo un par de días, tengamos que tratar de explicar la irracionalidad de que a un funcionario lo echan por no hacer y al otro lo quieren echar por hacer lo mismo.

Y hay unas cuantas cosas que están mal, muy mal, en la Argentina.

Adversarios y enemigos

Por de pronto el criterio básico que orienta al matrimonio presidencial. Porque buena parte del culebrón de este verano se debe a simple y supina ignorancia política. Se le echa en cara a los Kirchner – especialmente al Néstor – su constante actitud de enfrentamiento, su perpetua apuesta a “todo o nada” y su reiterada táctica de redoblar la apuesta cuando algo sale mal. ¿Es eso realmente un error? ¿La política tiene que ser, realmente, una negociación y un regateo constantes? La política de todo un país, tanto interna como exterior, ¿tiene realmente que ser el resultado de negociaciones entre partes con intereses contrapuestos del mismo modo en que una operación comercial es el resultado de negociaciones entre vendedores y compradores?

Las preguntas son, por supuesto, retóricas. La respuesta es: no. Para nada. El criterio de la negociación permanente e inevitable no es más que el – bastante transparente – intento de llevar a la política las prácticas usuales de la actividad económica; o bien, dicho en otras palabras, significa tratar de interpretar la política con un criterio económico. Ése sería el criterio de, por ejemplo, un contador que se mete a querer hacer política. O el de un abogado devenido en político que cree que se puede hacer política de la misma manera en que se arregla un acuerdo extrajudicial en materia civil. Y el criterio está errado porque la política no funciona así. Tratar de hacer funcionar a la política con criterios económicos es más o menos lo mismo que tratar de hacer funcionar un automóvil con criterios biológicos. Cada ámbito específico de la actividad humana requiere – en última instancia y más allá de ciertas similitudes superficiales – un criterio propio.

La política es un ámbito de confrontaciones. El demoliberalismo, con sus criterios economicistas y racionalistas, podrá deplorar esto todo lo que quiera pero el hecho concreto es que, en sus más de 150 años de vigencia, no ha conseguido cambiarlo. Y no lo conseguirá por la misma razón por la que la medicina no puede dejar de ser una lucha contra la enfermedad, el derecho no puede dejar de ser una lucha contra la injusticia, la verdad no puede dejar de ser una lucha contra la mentira, el orden no puede dejar de ser una lucha contra el desorden y la seguridad no puede dejar de ser una lucha contra la inseguridad.

La política, para seguir en esto a Carl Schmitt, divide al mundo en amigos y enemigos. Dicho así, crudamente, concedo que suena muy duro y puede generar más de una – justificada – resistencia. La política, entendida como una inevitable batalla de todos contra todos es, por supuesto, inaceptable, aunque más no sea porque contradeciría una de las funciones esenciales del Estado que es el logro de armonías internas en una sociedad sometida siempre al peligro del desgarramiento producido por los intereses contrapuestos. Y en este sentido, la actitud de los Kirchner es, por cierto, criticable porque, si hay algo que el matrimonio presidencial no ha logrado eso es, precisamente, una armonía de los intereses contrapuestos que luchan por posiciones de poder en la Argentina.

Lo que sucede es que los Kirchner, a su Carl Schmitt lo han leído mal. O lo tienen sólo de oídas. De todos modos es obvio que no lo entendieron. Porque Schmitt matiza – y matiza mucho – su enfoque básico {1}. Por de pronto, establece una enorme diferencia entre el “enemigo” político (el hostis) y el enemigo privado (el inmicus). Dentro de este marco, el “enemigo” político es casi siempre y normalmente un enemigo EXTERNO, vale decir: alguien que tiene posiciones o intereses opuestos a los de TODO el organismo político representado por el Estado. El oponente político INTERNO, no es – ni siquiera aplicando el criterio de Schmitt – un “enemigo político” propiamente dicho sino un adversario al cual se aplican reglas de enfrentamiento y tratamiento completamente diferentes. Y la diferenciación es de extrema importancia precisamente porque la tensión máxima posible entre enemigos reales es la guerra. Justo por eso, lo que Schmitt señala es que, cuando al adversario interno se lo exaspera y se lo arrincona dejándolo sin opciones – es decir: cuando se empuja a este adversario a una situación en la que se convierte en un enemigo político real – el peligro de un enfrentamiento sangriento aumenta en forma considerable. En otras palabras, así como un conflicto fuera de control con un enemigo político externo real conduce a la guerra internacional, el conflicto mal manejado con un adversario interno convierte a éste en un verdadero enemigo político y el resultado de ello es la guerra civil.

Por favor, no se asusten. Con lo dicho no quiero decir que estamos al borde de una guerra civil ni mucho menos. En absoluto. Bajo las condiciones actuales, aun con todos los conflictos que tenemos, una guerra civil está absolutamente fuera de cuestión. Por más desbarajustes que armen nuestros bienamados políticos estamos todavía muy lejos – ¡gracias a Dios! – de una guerra civil. Pero el conflicto está planteado por el kirchnerismo en esos equivocados términos y lo dicho explica, estimo que bastante bien, el milagro logrado por la propia Cristina con su último discurso ante la Asamblea Legislativa.

Porque lo que Cristina logró con ese discurso es algo muy parecido a un milagro.

Aunque, en realidad, haya sido un tiro por la culata.

El milagro de Cristina

Hasta entonces, lo que teníamos era a un gobierno con un apoyo real cada vez más minoritario y una aceptación general cada vez menor, frente a una oposición completamente fragmentada, con criterios y aspiraciones prácticamente incompatibles, con un discurso muy poco coherente y un prestigio solamente fogoneado por los intereses de quienes se oponen a los Kirchner. Poniéndolo en términos simples y pedestres: de un lado teníamos un gobierno férreamente disciplinado, aunque progresivamente desprestigiado, y del otro lado teníamos una bolsa de gatos.

Pues, Cristina logró el milagro: convirtió la bolsa de gatos en una oposición compacta. Una oposición vengativa, es cierto, pero – al menos transitoriamente - cohesionada. Lo del país real frente al país virtual todavía podría haber pasado con un volumen mayor o menor de disquisiciones abstractas. Todo el mundo sabe que los medios masivos de difusión – todos ellos y no sólo los que constantemente nombra la presidente – son cualquier cosa menos inocentes. Todos ellos distorsionan la realidad de acuerdo, en primer lugar a la subjetividad de sus redactores y, en segundo lugar, de acuerdo a los intereses que representan y que los financian. Un medio masivo de difusión es un negocio. O bien es un negocio económico, o bien es un negocio político, o bien ambas cosas a la vez. Y un negocio defiende sus intereses. Incluso por encima de la verdad objetiva si es necesario. Tanto para el gobierno como para los medios, “la realidad es la única verdad”, como decía el General. Pero hay que ser muy miope para no darse cuenta de que estamos hablando de “realidades” diferentes. Para el gobierno, la “realidad” son sus logros. Para los medios, la “realidad” son sus opiniones y, sobre todo, sus intereses. No hay un país real y otro virtual. Los medios y la distorsión de los medios, son también parte de la realidad.

De cualquier modo, la disquisición filosófica sobre la virtualidad de la realidad podría haber pasado sin más vendavales que una larga discusión académica sobre la exactitud o inexactitud de los números mencionados y el ominoso silencio presidencial sobre temas tales como el INDEC, la inflación, la inseguridad y otras yerbas. Pero esa discusión hubiera pasado. Lo que la bolsa de gatos sintió que no podía dejar pasar fueron dos cosas: 1)- La chicana por la repartija de los cargos en las comisiones parlamentarias con el retiro del quórum a último momento y 2)- la trampa de pegarle el manotazo a los U$S 6.500 millones del Banco Central casi justo mientras Cristina estaba entreteniendo a los legisladores con el discurso de marras. La chicana obligó a la oposición a hacerle un lugarcito (en realidad: varios lugarcitos) al casi olvidado Carlos Menem y produjo un gran disgusto. La trampa produjo enojo en serio. En la jerga política vigente el curro es sagrado, pero la guita es lo más sacrosanto que hay. Ni el curro se entrega sin contraprestación, ni la guita se concede sin un previo esquema de reparto. Ésa fue la “tradición” que los Kirchner quisieron pasar por alto. Pues no pudieron. Al menos hasta ahora.

Políticas de Estado

¿Cómo sigue el culebrón? Es difícil decirlo. El río está demasiado revuelto todavía para saber cómo se va a encauzar. De cualquier manera que sea, la bombástica declaración de Cristina en cuanto a que “vamos a pagar, vamos a hacer honor a las deudas que otros contrajeron” suena desagradablemente similar a la que otrora hiciera Nicolás Avellaneda cuando no se le ocurrió nada mejor que decir: “si es necesario, pagaremos la deuda con la sangre, el sudor y las lágrimas de los argentinos… pero pagaremos.” Con todo, no creo que los Kirchner lleguen realmente a ese extremo ( la pérdida de votos sería tan catastrófica como definitiva e irreversible – y lo saben), pero es evidente que se encuentran en una situación muy complicada de la cual no tienen la más pálida idea de cómo salir de otra forma que no sea pegando manotazos.

Como que se metieron en ella por pegar manotazos.

Y lo peor de todo es que el reproche no les cabe a los Kirchner en forma exclusiva. Todos los politicastros de la totalidad del espectro político argentino se manejan así: a los manotazos. El político argentino tiene, en el mejor de los casos, alguna nebulosa idea sobre el fin que pretende lograr. De lo que no tiene ni noción es de cómo hará para lograrlo. A más de uno le he escuchado decir que “bueno, eso es cosa de los técnicos” en la granítica convicción de que es completamente natural y normal que así sea. Según esta concepción, el político está para fijar los “grandes lineamientos” – o “bajar línea” como se dice en la jerga. Para todo lo demás – es decir: para ensuciarse las manos, para sudar trabajando en serio y para resolver la multitud de problemas que se presentan a diario – para eso, están “los técnicos” que se compran o, en el peor de los casos, se alquilan y listo el pollo.

Y no es así. Podrá haber sido así – y hasta cierto punto – antaño, cuando el político podía contar con funcionarios de carrera profesionales muy idóneos que sobrevivían a los vaivenes de la política partidaria. Pero hoy ya hace rato que no es así. Menos aún en la Argentina en dónde la carrera de funcionario público es poco menos que una ficción y el cuerpo de funcionarios públicos está completamente prostituido por las “capas geológicas” de los amigotes del politicastro de turno. Con su muy cómodo criterio de limitarse a los “grandes lineamientos”, los políticos argentinos quedan condenados a hacer lo que se puede, porque se puede, cuando se puede y si conviene. Y eso no es gobernar. Eso es navegar a la deriva de oportunidad fortuita en oportunidad casual, o bien de crisis en crisis, con mayor o menor éxito en la improvisación.

Los Kirchner ostensiblemente sienten que es injusto que no les reconozcan las cosas buenas que han hecho. Al margen ahora de que la cantidad de esas cosas buenas no es tanta como lo pregonan los impulsivos discursos de la presidente, es cierto que el no reconocimiento de méritos es, en sí, algo injusto. Pero, por un lado, el reconocimiento y la política no siempre caminan por el mismo sendero y, por el otro lado, los logros aislados no constituyen nunca un verdadero y legítimo capital político. Un político podrá hacer unas cuantas cosas bien. Pero si esas cosas constituyen éxitos más o menos aislados, si esos logros no forman parte de un conjunto coherente y consistente de medidas razonables, el reconocimiento y el aplauso genuino serán siempre y necesariamente muy mezquinos. Se pueden meter algunos goles y ganar un partido jugando mal. Pero difícilmente lluevan las felicitaciones después de un partido así.

El problema fundamental de la política argentina es que se trata de una política improvisada a los ponchazos, sin planes ni rumbos o, lo que es peor, una política de objetivos aleatorios y rumbos eternamente cambiantes. Por más que algunos políticos se llenen la boca hablando de la necesidad de establecer “políticas de Estado”, el sólo hecho de que las conciban como “cinco o seis cosas fundamentales a acordar entre todos” ya revela que no tienen ni idea de lo que es una política de Estado en serio. La Argentina no necesita “cinco o seis” – ni diez ni quince – propuestas aceptadas por todos. Si vamos a detallar puntualmente las propuestas, dudo mucho que lleguemos a un número menor de cien. Lo que la Argentina necesita es, en primer lugar, una verdadera planificación estratégica que cubra realmente el espectro de sus posibilidades y necesidades. Y en segundo lugar, necesita una arquitectura política más adecuada que la obsoleta partidocracia demoliberal heredada – y a los porrazos – del siglo pasado.

No me voy a meter ahora con el cambio necesario en la estructura política. En alguna próxima oportunidad podemos tratar ese tema también. Por más que el sistema político es lo importante, una buena planificación es lo urgente y, si bien no se trata de sacrificar lo importante a lo urgente – que es otra de las malas costumbres que tenemos en la Argentina – lo cierto es que no tiene mucho sentido hablar de cambios estructurales profundos si primero no tenemos en claro para qué los queremos en absoluto.

Sobre “modelos” y Planes

En materia de planificación estratégica, la Argentina está prácticamente huérfana. El último plan estratégico digno de tal nombre que tuvo el país fue el Segundo Plan Quinquenal elaborado por el gobierno peronista hace más de medio siglo atrás.

Sí, ya sé. No me lo digan. Cada vez que señalo esto, unos cuantos me caen encima y me dicen de todo, pero entendámonos: no estoy haciendo el panegírico de nadie aquí, ni tampoco – y mucho menos – la apología de un partido político que le ha traído a la Nación más de un dolor de cabeza, por decirlo suavemente. Ni siquiera pretendo reivindicar los objetivos contenidos en aquél Plan, de modo que no interesa aquí toda la discusión acerca de si fueron convenientes o inconvenientes, modestos o exagerados, óptimos o mejorables. No se trata de eso. Se trata de la estructura del proyecto; con sus objetivos, sus metas, sus cuantificaciones, sus posibilidades de validación, verificación y comprobación; su distribución de recursos y su adjudicación de responsabilidades. De lo que se trata es de que no era un “modelo”, sin más definición que una serie de postulados teóricos más o menos utópicos, sino un plan concreto, con sus objetivos, sus metas y sus recursos. Cualquiera que se tome el trabajo de estudiar en profundidad el Segundo Plan Quinquenal de 1952, no tiene más remedio que reconocer – más allá de simpatías y antipatías, acuerdos y disensos – que representa un proyecto bien armado. Sea cual fuere el grado de adhesión emocional o intelectual que ese Plan genere, no hay más remedio que rendirse ante la evidencia: Perón, como buen militar, no improvisaba más de lo indispensable.

El hombre sabía lo que quería y no sólo sabía lo que quería lograr sino que se tomaba el trabajo de dejar bien documentado cómo quería lograrlo. Si después lo logró o no lo logró, si lo sabotearon o no, si tuvo – o no – la gente adecuada para hacerlo, si su proyecto era “democrático”, o no; todo eso es otra historia. El hecho es que se sentó, se tomó el trabajo, se reunió con su gente, estableció los objetivos, puso gente a trabajar sobre las metas, revisó la documentación, eliminó las incoherencias, compatibilizó las discordancias, firmó el proyecto y lo mandó publicar. Eso fue hace 58 años. Nunca más se volvió a publicar algo similar. Vino la Revolución Libertadora, tiró todo a la basura, y empezamos de nuevo. Después, ante cada golpe militar y ante cada “retorno a la democracia” volvimos a tirar todo a la basura y a empezar de nuevo. Ahora tiramos todo a la basura y empezamos de nuevo con cada cambio de gobierno, alternancias maritales excluidas. Hace más de medio siglo que la República Argentina es un barco a la deriva en manos de un timonel que improvisa el curso y abandona el barco ante la primer tormenta.

El problema es que a nuestro alrededor, quien más quien menos, todos están abandonando progresivamente esta forma amateur de hacer política. Con planificación explícita o no tan explícita, varios de nuestros vecinos se han empezado a convencer de que las cosas en el mundo actual no responden a la mera declamatoria sino a la previsión, al trabajo serio y a la continuidad del esfuerzo. En la Argentina estamos empezando a perder el tren. Y, si seguimos como vamos, terminaremos desalojados de la estación de la misma forma en que ya nos están desalojando del Atlántico Sur. Y si ante este desalojo lo único que tenemos para ofrecer es una protesta más o menos histérica y visceral, la verdad es que el futuro no pinta muy bien que digamos.

Las propuestas posibles

La Argentina tiene muchas oportunidades para crecer y fortalecerse. Pero, para lograrlo, deberá decidirse a poner en blanco sobre negro qué es lo que quiere, cómo lo quiere, para cuando lo quiere, quién lo va a hacer, cuanto está dispuesta a pagar para conseguirlo y cómo se distribuirán tanto los gastos como los beneficios. Hasta que eso no quede meridianamente claro seguiremos en el guitarreo libre de la politiquería de barrio y en la pelea, casi obscena ya, por los cargos y por la caja después de cada elección.

Argentina tiene oportunidades, posibilidades y capacidades. Por de pronto, hay como 40.000 millones de dólares (y probablemente muchísimo más) dando vuelta por los bancos del mundo, depositados por argentinos que – por razones bastante concretas – decidieron no arriesgar más en el país. Es fácil acusar a toda esta gente de traición a la Patria. Sobre todo cuando, al acusador ya no le queda en el bolsillo ni un peso partido al medio a fin de mes. Un poco más difícil sería responder, sincera y honestamente a la pregunta: Si Usted tuviera, ahora y en la Argentina, 50 millones de dólares en el bolsillo ¿qué haría? ¿Los dejaría al alcance de la mano de los Kirchner, los Cobos, los Pichetto, los de Narvaez, los Duhalde o los Menem? ¿Se los prestaría a Capitanich, a Morales, a Lilita, a Scioli o a Solá? No hace falta que me contesten. Si alguno respondería que “sí”, me permitiría sugerirle respetuosamente que acuda con urgencia a un buen psiquiatra. Las tendencias al suicidio hay que tratarlas.

Y, sin embargo, podría mencionar al menos una docena de rubros en los que valdría la pena invertir esos dólares en la Argentina si las circunstancias políticas fuesen otras.

Por de pronto en el área de energía necesitamos inversiones desesperadamente. Ya sea producción de energía eléctrica o explotación petrolífera, la demanda previsible y las posibilidades de exportación justificarían proyectos de gran envergadura y muy buenas perspectivas de beneficios. En tren de proyectos audaces, podríamos por ejemplo sembrar la Patagonia de generadores eólicos. Pero aún dentro de lo convencional podíamos generar una petroquímica importante y aprovechar nuestro gas de un modo mucho mejor y más diversificado como, por ejemplo, para la producción de urea granulada que es un fertilizante con fuerte demanda. Eso, de paso, contribuiría, por ejemplo, a la agricultura y, entre otras cosas, nos permitiría ampliar nuestra industria alimentaria que está a años luz de tener el desarrollo que puede lograr.

En la industria informática tenemos excelentes recursos humanos y materiales que están poco aprovechados y que, además, podrían expandirse con relativa rapidez, sobre todo hoy en día en que la ubicación física de los centros de procesamiento de datos, desarrollo de software y diseño gráfico no tiene ni por lejos la importancia que tiene para, por ejemplo, la industria manufacturera. Los bancos de Nueva York procesan sus datos en la India, aprovechando la diferencia de husos horarios: mientras los muchachos de Wall Street duermen, los hindúes les procesan los datos y mientras la gente en la India duerme, en Wall Street se generan los datos que los hindúes procesarán al día siguiente. Nosotros podríamos hacer exactamente lo mismo con, pongo por caso, Australia. Incluso con China. Claro que, para ello, nuestra presidente no debería renunciar a viajar por miedo a que el Cleto le birle el sillón en su ausencia.

Nuestros automóviles no son malos en absoluto y podrían ser mucho mejores si acordáramos un joint-venture serio y técnicamente bien diseñado con los brasileños. Nuestra industria textil está destruida y no hay ningún justificativo en absoluto para su estado actual, en un país que puede producir tanto fibras naturales como sintéticas por toneladas.

Podríamos descomprimir nuestras ciudades y mejorar drásticamente el medioambiente de las mismas mediante un bien diseñado y progresivo plan de creación de centros y parques industriales, con buenos medios de transporte y eficientes plantas de disposición de residuos y tratamiento de efluentes. Tendríamos que colocar esos centros industriales en ubicaciones estratégicamente bien seleccionadas, con lo cual haría falta construir caminos, puentes, rutas y hasta escuelas, viviendas y hospitales.

Podríamos revitalizar la fábrica de aviones de Córdoba, y deberíamos hacerlo rápido antes que se nos mueran las personas que trabajaron allí en tiempos mejores y perdamos la experiencia que esta gente logró obtener. La minería en la Argentina está apenas explotada. Necesitamos silos, molinos de cereal, plantas procesadoras de carne, plantas procesadoras de pescados y mariscos. Con el litoral marítimo que tenemos es casi increíble que no seamos una potencia pesquera de primer nivel. Si seguimos así, los ingleses se van a quedar no sólo con las Malvinas, sino hasta con nuestras sardinas.

¿Hace falta que siga?

Créanme: podría hacerlo; pero mi objetivo no es aburrirlos más de la cuenta sino simplemente mencionar algunas propuestas concretas para dar una noción de la enorme magnitud del trabajo que tenemos por delante para lograr un país en serio; realmente en serio y no sólo financieramente “serio” tanto como para cosechar el aplauso del Banco Mundial y del FMI mientras pagamos y seguimos ignorando olímpicamente el fallo del juez Ballesteros y nos negamos a investigar esa colosal estafa que fue – y sigue siendo – la deuda externa. 

Rumbo al 2011

Pero, desgraciadamente, tanto los 40.000 millones de dólares que los argentinos tienen en el exterior como un buen montón de plata que anda buscando inversiones interesantes luego de la debacle norteamericana, seguirán allí, en el amplio y ancho mundo, fuera de la Argentina, rindiéndole beneficios a los suizos, a los banqueros de las Bahamas, a los de la Isla de Man y sólo Dios sabe a cuantas cuevas financieras y paraísos fiscales más.

Porque, mientras tanto, en la Argentina la gran discusión girará alrededor de cómo coparticipar el impuesto al cheque, o sobre cómo tapar el agujero en un presupuesto nacional mal calculado, mal votado y peor gastado.

No sé cómo piensan continuar con el culebrón del verano tanto en Olivos como en la oposición. Lo que sí sé, y a lo que sí me animaría a apostar, es a que todos nuestros políticos – tanto oficialistas como opositores – se van a dedicar a cualquier cosa menos a alguno de los proyectos que harían realidad la Argentina posible.

Y sí, muy probablemente sea cierto: esto todavía no ha sido nada. Apenas hemos asistido a la primer escena del último acto del sainete.

Todavía falta la pelea por el 2011 y el aquelarre final para ver quien se queda con lo que dejarán los Kirchner.

Si es que dejan algo y si es que a alguien de la actual oposición se le ocurre por casualidad alguna idea sobre qué hacer con lo que quede.