OTRA NUEVA DÉCADA

por Denes Martos  -  www.denesmartos.com.ar

 

Como todos los años, termina otro año. Pero con este año se va también una década que, al menos para la Argentina, no sé si algún día va a ser catalogada de otra Década Infame pero estoy bastante cerca de pensar que muy probablemente merecería serlo. De cualquier manera, por favor no se asusten: no voy a hacer ahora un listado exhaustivo de los acontecimientos. Con todas las cosas que sucedieron del 2000 hasta hoy, la verdad es que no tengo deseos de entrar a hacer un prolijo racconto de todo lo que ocurrió. Sinceramente, no tengo ganas. Incluso ateniéndome a tan sólo lo más destacado, sería demasiado largo. Y además, demasiado complicado, enmarañado. Incluso hasta casi increíble para quienes no lo han sufrido en carne propia.

En la Argentina comenzamos la década con un neoliberalismo casi capitalista heredado del inefable Carlitos y de la mano del no menos inefable Mingo Cavallo. Terminamos la década en la vereda de enfrente, con el neopopulismo casi socialista del absolutamente inefable matrimonio Kirchner. Cualquiera en el mundo diría que empezamos con un partido político y terminamos con otro. Pues no. No es así como funcionan las cosas en la Argentina. En ambos casos se trata del mismo partido político y en ambos casos las personas involucradas no sólo se proclaman vehementemente peronistas sino que hasta se pelean por dilucidar la casi metafísica cuestión de quién es más peronista que el otro. O la otra.

De hecho, en estos diez largos años, un partido político diferente del peronismo gobernó durante apenas dos años y diez días. Y lo de “gobernó” no deja de ser una especie de metáfora. Así, la década ha demostrado, entre otras cosas, que el partido político ya no es lo que solía ser. Ya no es el receptor de una forma de concebir a la cosa pública; ya no es el receptáculo de un proyecto político basado sobre una filosofía política más o menos coherente. Sigue siendo un receptáculo pero ahora ya admite cualquier cosa con tal de poder llenar su canasta con los votos de una campaña electoral. Cualquier idea, cualquier proyecto, si no espanta votos, es bueno. Si es fácilmente mediatizable y seduce votos, es mucho mejor. Y si la suma de esos votos seducidos permite escalar en las encuestas, lograr una mayoría electoral y, dado el caso, llegar a disponer discrecionalmente de la caja del Estado – es decir: del dinero aportado por todos nosotros –, pues entonces es perfecto y más no se puede pedir.

De modo que la discusión política ya no pasa por los partidos políticos. Antes discutían peronistas y radicales. Ahora discuten liberales y socialistas, keynesianos y trotzkistas; o tradicionalistas y gramscianos; o, genéricamente hablando, derechistas e izquierdistas. O bien, para ponerlo en académicos y precisos términos técnicos: fachos y zurdos, desparramados y diseminados por todos los partidos y todas las sectas políticas. 

El partido político ya no demarca una línea divisoria. Es que en eso que antes se llamaba “plataforma electoral” ya no se trata de proyectos, propuestas y declaraciones de principios. Ahora, para decirlo de algún modo, se trata de ideologías. O más bien de lo que queda de ellas.

Hace algunas décadas atrás, en el ámbito político solíamos definir a una ideología como la versión simplificada y emocional de una doctrina. A su vez, definíamos a la doctrina como un cuerpo filosófico de ideas, compuesto por proposiciones interrelacionadas y coherentes entre si. Como muchas otras cosas, esto también ha cambiado. Hoy – al menos en el ámbito político – ya no existen doctrinas. Y no existen porque ya ningún político se preocupa por ser coherente. Ni hablemos de tener ideas. Menos todavía de interrelacionarlas.

Eso sí, existen dogmas. Pero los dogmas no son sino las versiones petrificadas de una doctrina. Las doctrinas todavía se discuten, o por lo menos se pueden debatir. Los dogmas ya no. Las doctrinas pueden evolucionar, perfeccionarse, enriquecerse. Los dogmas son intocables. Los doctrinarios, cuando discuten y se apasionan, pueden agarrarse de los pelos y, dado el caso, hasta terminar a las trompadas. Los dogmáticos simplemente se matan entre ellos. En una discusión doctrinaria, el de la vereda de enfrente está equivocado; afirma, sostiene o propone un error. En una discusión dogmática, el de la vereda de enfrente es un hereje; un sacrílego; un corruptor peligroso al que hay que sacar de en medio lo antes posible porque su sola presencia, su sola existencia, amenaza la plena vigencia de la Verdad, así, con mayúscula.

En el ámbito religioso esto es bastante comprensible. Los dogmas religiosos están relacionados con la Verdad Absoluta – esta vez con mayúsculas legítimas – y siendo que, por definición, la Verdad Absoluta es esencialmente inmutable, el dogma relacionado con ella debe serlo también por necesidad intrínseca. Pero en el ámbito político los dogmas resultan ser una transposición ilícita de lo religioso; del mismo modo en que la idea de que todo es negociable constituye una transposición ilícita de prácticas válidas para el ámbito económico. No hay verdades absolutas en política; pero hay cuestiones no negociables por más que lo nieguen quienes han perdido hasta el sentido del honor.

La cuestión es que en la política actual, aún habiendo prácticamente desaparecido las doctrinas, tenemos un fenómeno curioso: siguen existiendo y operando las ideologías. Uno podría preguntarse cómo es posible que una ideología – originalmente relacionada con una doctrina – puede llegar a sobrevivir una vez que la doctrina ha muerto. Pues sucede que puede. Lo demuestra la realidad. Y, en mi muy humilde opinión, en esto pueden estar pasando dos cosas. O bien las ideologías – probablemente por su fuerte componente emocional – tienen una inercia histórica mayor que sus doctrinas de origen. O bien lo que ha sucedido es que las ideologías actuales, al quedar huérfanas del tutelaje doctrinario, han quedado bajo el padrinazgo de los dogmas otrora generados por las doctrinas obsoletas. O bien ambas cosas a la vez. Porque, naturalmente, los dogmas no mueren. Son estructuras anquilosadas y petrificadas como las pirámides egipcias. A lo sumo se desgastan con el correr de los siglos y quizás, finalmente, se olvidan.

Sea como fuere, seguimos teniendo ideologías. Pero ya no operan como las transcripciones simplificadas y emotivas de una construcción doctrinaria. Ahora funcionan como compendios de dogmas cargados de irracionalidad pasional. Se han convertido en condicionamientos culturales que determinan una forma de considerar, ver y sentir al mundo. Ya no determinan una cierta forma de pensar y de actuar en consecuencia. Ahora determinan una cierta forma de percibir y de ejecutar. Esto último, a veces hasta literalmente. Pero siempre sin pensar demasiado. Es que ya no se trata de argumentos. Se trata de motivaciones y de impulsos. La emotividad irracional ha invadido y ocupado el escenario político.

Ya no es la dialéctica de la lucha de clases y el materialismo histórico lo que importa. Hay que acabar con los ricos y punto. Porque son ricos y porque no se lo merecen. Ya no es el delicado equilibrio entre la oferta y la demanda en un mercado sin interferencias espurias lo que importa. Lo que hay que hacer es sacar al Estado del medio y punto. Porque molesta y es mal administrador. Lo que importa ya no es un sistema sustentado por valores, con una estructura coherente, racional y justa de premios y castigos. Ahora somos todos iguales y punto. Y todos merecemos lo mismo por el sólo hecho de existir. Y el que señale una desigualdad inocultable es un enano fascista. En consecuencia, lo que hay que hacer es aniquilar a los ricos, destruir al Estado y decapitar a cualquiera que sobresalga. Ésa es la tendencia de las ideologías actuales. Con mayor o menor énfasis sobre alguno de los objetivos, dependiendo del dogma que lo apadrine.

Uno de los problemas es que todo esto resulta importante sólo para el relativamente reducido mundillo particular de los políticos. Porque las personas – que constituyen eso que antes llamábamos el Pueblo – están completamente en otra cosa. La gente, en términos generales, ya no participa de la discusión política. El entusiasmo político ha muerto. La pasión por la militancia de los años 70 del siglo pasado es una llama que, a los efectos prácticos, se ha extinguido. Quedan, por supuesto, algunos ruidosos revoltosos. Y quedan también algunos nostálgicos del pasado quienes todavía creen que haciendo lo mismo de siempre podrán, de algún modo, lograr un resultado diferente. Así, la gran masa de la población del planeta se limita a asistir al espectáculo y a sacudir la cabeza. Porque el hábito de hacer siempre lo mismo esperando obtener un resultado distinto es precisamente lo que, según dicen, constituye el síntoma más evidente de la locura.

Seamos sinceros: a la enorme mayoría de la gente le importa un rábano la interpretación ideológica o intelectual de los problemas que padecemos. Lo que le importa es cómo los resolvemos. Padecemos de una sobresaturación de diagnósticos que, para colmo, resultan completamente contradictorios. Y nuestros intelectuales, con el argumento de que un diagnóstico equivocado conduce a un remedio incorrecto, insisten en seguir discutiendo diagnósticos. Con lo cual los políticos tienen el pretexto servido en bandeja para enroscarse en diatribas interminables en lugar de ensayar alguna solución. ¿Es que se pueden ensayar soluciones a partir de un diagnóstico dudoso o discutible? ¡Por supuesto que se puede! Pregúntenle a cualquier médico. En la práctica médica, en infinidad de casos, el diagnóstico es tan sólo presunto y no por eso el cuerpo médico se queda discutiendo la posible terapia mientras el paciente se muere. Eso, técnicamente y en forma generalizada, se llama tomar decisiones bajo condiciones de riesgo. En la enorme mayoría de los casos de la vida real, si esperamos a tener un diagnóstico infalible para tomar una determinación, lo que sucederá es que nos quedaremos en el debate y no llegaremos jamás a la acción. Y nuestros políticos son extremadamente alérgicos al riesgo. Huyen despavoridos de cualquier situación riesgosa, no sólo porque no les gusta asumir riesgos sino porque la verdad es que tampoco sabrían cómo manejarlos.

Esto explica, creo que bastante bien, buena parte de esa fuerte sospecha que todo el mundo tiene en cuanto a que los gobiernos y los políticos que los integran viven en otro planeta. A las personas comunes les preocupan las cuestiones concretas. A los intelectuales y a los políticos les preocupan las cuestiones abstractas. Intentar la solución de un problema concreto es exponerse a la equivocación y al riesgo de cometer un error. Discutir las causas teóricas del problema es mucho menos riesgoso. Lo peor que puede pasar es tener que cambiar de opinión. Aunque, por lo general, ni siquiera hay que llegar a tanto. Basta con revolver un poco en el arcón de los argumentos y encontrar alguno más difícil de rebatir.

A las personas que han sido asaltadas, y eventualmente les han asesinado a algún familiar, amigo o conocido, lo que les preocupa es cómo sacar a los criminales de la calle. A los políticos y a los intelectuales lo que les preocupa es establecer por qué hay tantos criminales en la calle. Es casi increíble, pero parece que a nadie se le ha ocurrido que se podría sacar primero a los criminales de la calle y luego atacar las causas por las cuales hay tantos de ellos. O hacer ambas cosas en simultáneo.

Y ya que hemos mencionado lo de los diagnósticos, podríamos comentar de paso que, en esto, nuestros sesudos políticos hasta al diagnóstico le han errado. Porque insisten en sostener que el problema de la criminalidad es un problema de pobreza y de policías. Pues, tenemos un problema de pobreza y de policías; eso es cierto. Pero ése no es el problema de la criminalidad. Porque el problema real de la criminalidad que estamos sufriendo es, en primer lugar, un problema de cómo concebimos, entendemos y evaluamos a la criminalidad en absoluto. Es un problema de valores. Es la calificación moral que el ideologismo de moda le está dando al crimen y al criminal. Los está justificando y olvida olímpicamente que el crimen no es justificable. Dado el caso y las circunstancias, el crimen puede ser humanamente comprensible, entendible, atendible, atenuable y – en un caso realmente muy particular – jurídicamente amnistiable. Pero nunca justificable.

Lo que nos está pasando es que, para la escala de valores que hemos terminado aceptando, el Mal ya no es tan malo. Robar no es tan terrible; apenas si es algo más que una picardía. De última el idiota que se dejó robar tendría que haberse cuidado mejor. Asesinar es grave (todavía), pero es más un accidente que una maldad intencional. Al fin y al cabo el pobre asesino estaba dado vuelta por la droga. O desesperado por la falta de ella. O en el barrio a los asesinos los consideran héroes. El Mal terminó siendo aceptable. Ahora todo depende de las motivaciones. Si el delito lo comete alguien cuyos motivos nos resultan simpáticos, o si lo comete alguien que por alguna razón nos resulta simpático, todos se apresuran a declarar que no hay que “criminalizarlo” – tanto como para utilizar el imbecilismo de moda.

Con lo cual el Mal, el crimen, la salvajada, la arbitrariedad y hasta el simple capricho egoísta traducido en chantaje, han sacado carta de ciudadanía en nuestras sociedades. Y lo peor es que parecería ser que todo el mundo está dispuesto a aceptar esto con resignación bovina. No hablemos ya de los funcionarios cuya cobardía llega al extremo de no atreverse a imponer un órden mínimo con tal de no arriesgar votos y cuya estupidez les impide ver que los pierden de todos modos. Hasta la Iglesia ha dejado de estar a la altura de las circunstancias. Está naufragando en una estrechez de argumentos casi increíble si tenemos en cuenta sus dos mil años de desarrollo intelectual, filosófico y teológico. Mientras quienes dicen ser tradicionalistas discuten doctrinas y ritos, los que dicen ser progresistas discuten la pobreza, el divorcio y el aborto. No digo que no sean temas importantes. Pero ya sería hora de que alguien, más allá de esas cuestiones puntuales, formule en forma clara y concisa la cuestión ética de base. Lo que las generaciones del Siglo XXI necesitan no es una larga y machacona pontificación ex-cátedra sobre qué está bien y qué está mal. Lo que necesitan es que alguien les explique de manera comprensible y creíble por qué está mal lo que no debe hacerse y por qué está bien lo que es nuestra obligación moral hacer. Y no tan sólo en relación con cuatro o cinco cuestiones puntuales. Sino siempre y en todo momento. Como un estilo de vida integral.

Pero, aparte y además de la cuestión moral, básicamente todo podría plantearse también hasta como una simple cuestión de prioridades. ¿Qué es más importante? ¿La vida de las personas o la estructura ideal de una sociedad? Pues los hechos demuestran que, para los políticos y los intelectuales, la estructura ideal de la sociedad está por encima de la vida y la seguridad de las personas.

Nadie lo admite así, por supuesto, porque eso espantaría votos. Pero ése es el dogma: el criminal es una víctima, la culpa de su actitud la tiene la marginación, la marginación es producto de la injusticia social, la injusticia social es consecuencia de la inadecuación de las estructuras sociales, y la inadecuación de las estructuras sociales responde a una desigual distribución de la riqueza. Por lo tanto, lo que hay que hacer es defender al criminal y atacar a la estructura social. Si se acaban los ricos se acaba la desigualdad, acabada la desigualdad no hay injusticia, sin injusticia no hay marginación y sin marginación no habrá criminales. Es así de simple.

¿Realmente?

Para nada. En primer lugar, en toda la tierra y a lo largo y ancho de toda nuestra Historia, jamás existió una sociedad sin crímenes y sin criminales. Desde Caín y Abel, hasta las sociedades más tolerantes y equitativas han tenido los suyos. En segundo lugar, una distribución realmente igualitaria de la riqueza es una de las cosas más injustas que se pueden imaginar. Es que el igualitarismo sencillamente no tiene en cuenta el mérito. Una cosa es que toda persona que realiza un trabajo honesto y productivo tenga garantizada tanto la existencia de su familia como sus propias necesidades y oportunidades de progresar. Eso es justicia social. Pero que todas las personas obtengan el mismo resultado por su trabajo, eso no es justicia. Eso es un disparate. ¿Quién sería tan idiota como para quemarse las pestañas durante años estudiando y completando la carrera de ingeniero, para colmo asumiendo luego las responsabilidades de un ingeniero, tan sólo para terminar al final en la misma situación que el peón? Conozco a unos cuantos tipos poco brillantes pero uno tan estúpido no se me ha cruzado jamás por mi camino.

La estructura de toda sociedad es jerárquica. Siempre. En los 45.000 años de la historia de nuestra especie no hemos creado una sola sociedad que no lo haya sido. Desde las sociedades tribales con su cacique, su brujo y su consejo de ancianos, hasta los imperios con sus emperadores, gobernadores, cónsules y centuriones. Desde las democracias directas como la suiza con sus alcaldes, sus cantones y su Consejo Federal, hasta las representativas como la norteamericana, con sus alcaldes, sus gobernadores, su presidente y sus ministros o secretarios de Estado. Desde sistemas de partido único como el soviético, con sus autoridades partidarias, su Soviet Supremo, su Presidente del Presidium, sus comisarios, su Consejo de Ministros y toda la escalera jerárquica de la burocracia estatal; hasta monarquías tradicionales como la de Arabia Saudita o la de los emiratos del Golfo Pérsico, con sus soberanos, sus ministros, sus nobles y sus funcionarios públicos. Y esto tan sólo para mencionar muy superficialmente algunas jerarquías políticas haciendo omisión de las legislativas, las jurídicas, las militares, las religiosas, las profesionales y varias otras más. No hubo ni hay sociedad carente de jerarquías. Y lo más probable es que jamás la habrá. Sencillamente porque 45.000 años de trayectoria sobre el planeta demuestran que los seres humanos no sabemos ni podemos vivir de otra manera.

El problema para algunos actualmente es que, así como la estructura de las sociedades humanas se expresa en jerarquías, la jerarquía se expresa en la autoridad. Y eso es lo que muchas personas no quieren aceptar. Algunas rechazan la idea basándose en ciertas malas experiencias pasadas. Otros rechazan la autoridad por simple ignorancia; porque no saben ni qué es en realidad ni cómo se ejerce, pero aún así les parece inaceptable. Y finalmente están los que se oponen al concepto de autoridad sólo porque la imaginan ejercida por otros ya que, en realidad, no les parecería tan objetable si la ejercieran ellos mismos.

Y este aspecto del ideologismo dogmático es el que se ha contagiado a toda nuestra sociedad. El igualitarismo antiautoritario comenzó siendo un recurso demagógico y ahora se ha convertido en epidemia. ¿A quién no le gustaría ser libre para hacer siempre y tan sólo lo que le gusta, o lo que se le da la gana? Nada más fácil, pues, que disparar contra la autoridad, cualquier autoridad, con el argumento fácil de que es ésta la que nos impide ser libres y felices.

¡Acabemos con la autoridad! ¡Terminemos con los que siempre nos dicen lo que tenemos que hacer! Ésa es la fantasía anarquista. Y debo confesar que en esto me comprenden las generales de la ley porque, si hay una cosa que me saca de las casillas, es que un energúmeno sin más títulos que la presunta majestad de la magnificencia de su cargo o posición me venga a dictar lo que tengo que hacer. O los imbéciles que, por el sólo hecho de estar del otro lado del mostrador, ejercen su inapelable poder burocrático de decidir qué puedo, qué no puedo hacer y en qué ventanilla debo presentar el formulario de petición del permiso para hacerlo. Pero, así y todo, hay un pequeño detalle que de alguna forma, para bien o para mal, me ha impedido ser un anarquista absoluto hecho y derecho.

El pequeño detalle es el de haber comprendido que la autoridad no está para dictar el comportamiento de cualquiera y de todos; ni tampoco para determinar qué es lo que cada uno tiene que hacer en cualquier caso y en todo momento. En la vida real y en el ejercicio de cualquier actividad, primero uno elige el área en la que quiere desempeñarse y sólo después la autoridad le indica cómo debe hacerlo para que su acción se coordine en forma eficaz y eficiente con la de todos los demás. Es cierto que en un hospital, el director determina las normas y los procedimientos que deben respetar todos los médicos. Pero a ninguno le han puesto una pistola en la cabeza para obligarlo a ser médico. La autoridad del director está para que la institución funcione bien, como es debido, y cumpla adecuadamente con su misión que es la de curar a las personas enfermas. No está para decidir quién va a ser médico y quién no. Pero si Usted, amigo mío, eligió ser médico, no pretenda después operar cuando se le dé la gana, como se le dé la gana y al enfermo que se le dé la gana. O, en su defecto, hacer una asamblea popular para decidir por democrático voto mayoritario si mañana atendemos a los pacientes o los mantenemos esperando por los pasillos hasta que consigamos llegar a un acuerdo al respecto. Y el mismo ejemplo se lo podría poner con el chofer del ómnibus, el bombero, el fresador, el policía o el barrendero. Incluso con la autoridad política.

Porque tampoco la autoridad política está para imponernos siempre, en todo momento y para cualquier cosa, una conducta determinada. Ni siquiera una determinada norma de conducta válida siempre y para todo. Si pretende hacerlo ya no es autoridad sino tiranía. En realidad, la autoridad política está para tan sólo tres cosas fundamentales: para evitar que nos matemos entre nosotros por las cuestiones por las que siempre nos peleamos, para garantizar nuestro futuro en los mejores términos posibles, y para coordinar nuestros esfuerzos individuales a fin de que el resultado final sea el mejor que se pueda obtener dadas nuestras capacidades y las circunstancias existentes. La autoridad política, tal como la concebía Federico el Grande de Prusia, es un servicio. Un servicio puesto a disposición de la armonía, la planificación y la conducción de la sociedad. Y para posibilitar ese servicio necesita herramientas. Una de ellas es la coerción, aplicable allí en dónde sea necesario para que el servicio pueda ser prestado en absoluto.

Lo que sucede es que la democracia liberal de este nuevo Siglo XXI no puede garantizar ninguna de las tres cosas que acabamos de ver. No evita que nos matemos mutuamente porque – sea por los criminales que andan sueltos por la calle, sea por las guerras que arman otros criminales que andan sueltos por el mundo – la cuestión es que seguimos matándonos todos los días. No garantiza nuestro futuro porque, incluso dejando de lado el manoseado tema del calentamiento global y el cambio climático, es obvio y evidente que estamos depredando el planeta de un modo tal que las futuras generaciones heredarán un fenomenal problema que, con cada día que pasa, será más difícil de resolver. Y, finalmente, no sólo no coordina nuestros esfuerzos individuales sino que los desperdicia generando masas enormes de millones de desocupados cuyos esfuerzos potenciales sencillamente se desechan y se pierden en el asistencialismo estéril o en la desidia criminal.

No es ningún milagro que, así, la coerción proveniente de este régimen sea percibida como algo arbitrario, caprichoso e ilegítimo. Bajo el tan vilipendiado feudalismo existió un principio fundamental que decía: “protego ergo obligo” y según el cual sólo el que protegía tenía derecho a obligar. Un Estado que no brinda los servicios esenciales para los cuales está constituido y que sólo protege amigos, parientes y amanuenses, carece de autoridad. No es que la tenga pero no puede o no se anima a ejercerla. Es que no la tiene. La autoridad no es algo que una Constitución pueda garantizar. Lo único que la Constitución puede garantizar es el monopolio del ejercicio de la fuerza; es decir: el monopolio de la coerción. Pero una coerción ejercida sin la autoridad legítima otorgada por el acabado cumplimiento de la función que la justifica no es más que la herramienta tradicional de la tiranía. El Estado democrático que tenemos no cumple con sus funciones y por consiguiente carece de autoridad. Y, al menos en la Argentina, no se anima a ejercer la coerción porque tiene miedo de asumir la condición de tiranía. Con lo que ni tiene autoridad, ni es tirano y se conforma con ser mediocremente anárquico. 

La próxima década hereda, así, por lo menos tres grandes problemas. El problema de lograr armonías y equilibrios, tanto dentro de las sociedades como de las sociedades entre si. El problema de prever y planificar en función de un futuro realmente positivo. Y el problema de organizar y dirigir el trabajo en la construcción de ese futuro.

Ningunos de estos problemas puede hoy ser resuelto tan sólo a nivel local. Los tres tienen un aspecto internacional imposible de ignorar. Pero por algún lado hay que empezar y ya realmente sería hora de abandonar esa perversa costumbre de no hacer lo particular porque lo general todavía está por hacerse. Es cierto que muchas soluciones deben ser integrales o no son soluciones. Pero una Nación es un espacio lo suficientemente autárquico y sostenible como para que intentemos al menos solucionar aquellas cosas que constituyen problemas domésticos perfectamente manejables y que pueden ser resueltos sin forzosamente tener que ir y pedirle permiso al imbécil o al atorrante que está del otro lado del mostrador imperial.

Pero, por sobre todas las cosas, sería bueno dedicar esta nueva década a enterrar de una maldita vez por todas los dogmas que venimos arrastrando desde el Siglo XIX. Después de más de 150 años de experiencia lo único realmente positivo que nos han dejado es un gran avance científico y tecnológico. En lo económico algo hemos avanzado, más a pesar de ellos y no tanto gracias a ellos. En lo cultural nos han llevado a una decadencia y a una esterilidad cada vez más manifiesta. Y en lo político sólo han servido para conducirnos al actual callejón sin salida.

Porque estamos en un callejón sin salida.

Que, a pesar de ello, consigamos salir de él es mi mejor deseo para el nuevo año y la nueva década.

Feliz Navidad y un buen año para todos.