LA EUROPA DE LAS ÉTNIAS, NUESTRO ÚNICO FUTURO POSIBLE

por Olegario de las Eras

por Area Identitaria  -  
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 Es un hecho. Carl Schmitt lo constataba hace ya muchos decenios: «La época del estatismo está terminando ahora, no vale la pena discutirlo». La era de los «Estados-Nación» en Europa concluyó hace ya tiempo, a pesar de que sus espectros, muertos que todavía no se han percatado que los son, den la impresión de continuar su existencia. Y esta muerte es constatable en todo ámbito de su actuación al que dirijamos nuestra atención, a pesar de que todavía es relativamente alto el número de sus ciudadanos que creen sinceramente sus arsenales institucionales, legislativos, militares o administrativos podrían constituir un último bastión frente al asalto de la globalización. Vana esperanza.

Estructuras nacidas con la muerte de la idea Imperial y la crisis de la legitimidad sagrada, los Estados-Nación llevan en sus propios fundamentos ideológicos los gérmenes de su inevitable implosión. Inviables como entidades políticas soberanas en la actual era de tensión geopolítica planetaria, estos Estados han sufrido en su interior una fragmentación en subsistemas políticos, financieros, económicos, ideológicos etc., que han nacido férreamente vinculados a organizaciones y poderes supranacionales, fragmentación que ha anulado cualquier posibilidad de formulación orgánica de su espacio político propio, lo que los ha dejado reducidos a meras macroestructuras administrativas, cuyo único objeto consiste en gestionar presupuestos, y que han perdido toda capacidad de decisión en términos verdaderamente políticos. En definitiva, las condiciones geopolíticas, ideológicas y económicas mundiales de prevalencia absoluta de las estructuras transnacionales han impuesto que los Estados-Nación europeos hayan quedado limitados a entes administrativos del tipo, por dar unos ejemplos, de las Comunidades Autónomas del Estado español o los Länder alemanes, demarcaciones meramente administrativas surgidas de los Estados y que en ellos encuentran su legitimación.

Por otro lado, hace ya mucho, generaciones, que estos Estados perdieron su capacidad como mitos movilizadores de sus respectivos pueblos, siendo en la actualidad fuertemente contestados por amplios sectores de sus ciudadanos que no se reconocen en ellos por motivos de índole étnica o social y, lo que es incluso peor, son vistos con absoluta indiferencia por buena parte del resto de sus habitantes.

Igualmente, en el ámbito de la política exterior, tras la desaparición subsiguiente al fin de la Segunda Guerra Mundial del «pluriverso» político y desvanecido el duopolio de la segunda mitad del siglo XX, el paisaje político global soñado por los estrategas norteamericanos parece hacerse realidad: un mundo unido para un amo único. La alteridad ha sido laminada y sobre sus despojos se levanta una unidad totalitaria global. Sin embargo, como escribe Luis María Bandieri: «La quiebra del Estado Nación centralizado y de raíz europea, no debe ser el camino para la hegemonía de un amo del mundo. Si recurrimos una vez más a la sociología de los conceptos jurídicos schmitiana, observaremos que en la pretensión totalitaria de los poderes hegemónicos, en su monodoxia, hay un subsuelo monoteísta, donde el monos corresponde a un dios que ha superado a todos los demás y no al Uno donde no existe absolutamente ningún número. En la idea del equilibrio, en cambio, subyace un concepto politeísta, que así como reconoce que en este mundo pueden darse múltiples epifanías de Dios, reconoce también la diversidad, polifonía y policentrismo político de ese mismo mundo». En efecto, la analogía metafísica que emplea Bandieri permite descubrir también el carácter utópico de la pretensión globalizadora. Escribía Schmitt: «La unidad política presupone la posibilidad real del enemigo y, por consiguiente, otra unidad política coexistente. De ahí que mientras haya un Estado, habrá en la tierra varios Estados y jamás podrá darse un Estado mundial que abarque a la humanidad entera, El mundo político es un Pluriversum no un Universum». Y en efecto, como la experiencia diaria nos muestra, la construcción de ese sueño monoteísta choca constantemente con la naturaleza de la realidad. La Geopolítica es tozuda. Así, la desaparición tanto del Estado-Nación como del duopolio debe dar paso necesariamente a una situación de equilibrio de grandes espacios en cuyo contexto sólo un horizonte de soberanía, y por tanto de unidad, política puede garantizar a los pueblos europeos, al pueblo europeo, su supervivencia y la conquista de un destino.

Ante la disolución definitiva de los corsés estatales de tiempos periclitados se abre ante los europeos un tiempo de reformulación de su realidad política. Para el ya citado Luis María Bandieri: «El tránsito del Estado Nación centralizado al equilibrio de grandes espacios requiere un nuevo tipo de distribución funcional y articulación territorial del poder: la federación hacia dentro, la confederación hacia fuera. En el proceso de federación interior cobra fuerza el pensamiento organicista que uno de sus más grandes expositores modernos Othmar Spann, filiaba en el romanticismo alemán. En el proceso confederativo habrá que recordar los orígenes históricos en la Lotaringia y el Sacro Imperio Romano Germánico (...) A esos grandes espacios confederales articulados orgánicamente en comunas, provincias, regiones y naciones les conviene la definición realista del soberano que da Schmitt, más que aquella vieja definición bodiniana, con los atributos del absoluto, que es Estado nación centralizado mantiene cada vez más de un modo meramente nominal y formulario. Será esa reformulación de la soberanía o la hegemonía de un poder mundial». En este sentido Alain de Benoist y Guillaume Faye sostienen: «Lo más fundamental en el momento presente es aplicarse a redefinir una ideología de la soberanía. El fundamento de esta ideología es claro: más allá de la designación del amigo y del enemigo, más allá del establecimiento del consenso interior y de la seguridad exterior, por encima incluso de esos objetivos hay que perseguir el devenir-ser del pueblo, es decir, en otros términos, poner la nación en movimiento, formularle y asegurarle una unidad de destino». Y debemos ser conscientes de que hoy sólo un pueblo y sólo una nación están en condiciones de protagonizar este proceso: el Pueblo y la Nación Europeos.

La identidad étnica: un hecho natural

La pervivencia de las identidades étnicas a pesar de los esfuerzos uniformizadores de los poderes centrales, intensificados en la segunda mitad del siglo pasado, es un factor decisivo en la invertebración de los Estados-Nación europeos. La constatación de este problema ha llevado a los defensores de los paradigmas estatistas-igualitarios a analizar e interpretar este fenómeno desde parámetros ideológicos hijos de la Ilustración, lo que ha conducido irremediablemente a sociólogos y politólogos a callejones sin salida al intentar plantear soluciones a las realidades nacionalistas, regionalistas o identitarias desde modelos de pensamiento igualitarios, que al plasmarse en realidades administrativas (llamarlas políticas sería un abuso del lenguaje), repiten a pequeña escala mecánicamente el modelo del Estado-Nación. Es decir, la solución de los Estados europeos ha consistido en dotar a ciertas demarcaciones territoriales, que rara vez coinciden con el territorio habitado por un pueblo, de parlamentos que gestionan diferentes competencias cedidas por el Estado central siempre dentro del marco de la norma jurídica superior que emana de éste: en consecuencia, la «etnia», el «pueblo», queda reducido así a la suma de los ciudadanos del Estado que habitan en dicha demarcación administrativa según un principio geo-cuantitativo.

Sin embargo, la etnia es una realidad infinitamente más compleja, caracterizada por una pervivencia a lo largo de siglos de un grupo humano específico que ha moldeado unos rasgos culturales propios. Se trata de grupos humanos que han mostrado una dura capacidad de resistencia a la despersonalización incluso en condiciones muy desfavorables, cuyas fronteras étnicas (lingüísticas, socio-culturales, de autopercepción) presentan con el correr de los siglos una persistencia tenaz (baste pensar en las Cataluñas de la Marca de Poniente o la francesa). Como escribe Pierre Krebs: «...las culturas constituyen el testimonio viviente de las posibilidades contradictorias, pero también enriquecedoras que vienen delineadas en los diferentes patrimonios hereditarios. Representan la gran lección de lo viviente que los analfabetos del igualitarismo a todas luces son incapaces de entender. Las culturas son la expresión secular de una morfología psicológica y espiritual determinada, el reflejo original de la estructura espiritual, religiosa, y estética de una etnia o de un pueblo».

El proceso de Globalización ha provocado en todas las sociedades del planeta, pero especialmente en la europea, un proceso de masificación, atomización, desarraigo y aislamiento de los individuos que tiene su reflejo en el sistema político vigente en Occidente. Consecuencias necesarias en una sociedad fundada sobre unas ideas profundamente ajenas a las leyes de la biología. Escribe el etólogo Irenäus Eibl-Eibesfeldt: «Así, la desorientación, que conduce al aislamiento dentro de la masa y a la manifestación desconsiderada, es atribuible entre otras cosas a la falta de integración en comunidades solidarias. Echamos de menos el apoyo que éstas nos ofrecen (…) es importante dejar crecer desde la base el sentimiento de pertenencia, que apuntala el de identidad, a través de la familia, el pequeño grupo, la tribu y la nación, porque es el ethos familiar –recalquémoslo una vez más– el que nos vincula emocionalmente». Eibl-Eibesfeldt había ofrecido previamente una definición de nación: «Nación cultural: frecuentemente con el mismo significado también de nación, pueblo, etnia, cultura. Comunidad sociocultural históricamente constituida, caracterizada entre otras cosas por una lengua común y una conciencia de vinculación».

En efecto, la reconstrucción de modelos políticos y sociales de convivencia y acción diferentes a los que ofrecen la sociedad igualitarista, la democracia representativa y la economía capitalista exige necesariamente la existencia de unos marcos de dimensiones y características alternativos a los presenten en los que el individuo aislado y desarraigado ejerce su protagonismo. La integración, o mejor, la pertenencia del individuo a grupos biológicos y sociales que se vinculan y jerarquizan entre sí es un dato que está constatado y explicado por la etología. Marcos biológicamente establecidos, de «tamaño abarcable» en los que el hombre puede fundamentar sobre el sentimiento de pertenencia, el conocimiento del origen y la conciencia del yo su voluntad de actuación, de creación, de afirmación hacia el futuro. Porque, no lo podemos, no lo debemos olvidar, es sobre fundamentos biológicos sobre los que descansan todos los elementos que dan forma a la percepción que de sí mismo tiene cada hombre, desde la lengua a los ancestros, desde los valores y la voluntad hasta el territorio, es decir, hasta las fronteras que demarcan aquella comunidad humana de la que un hombre se reconoce miembro. Son estos marcos étnicos, estas naciones culturales, los únicos que proporcionan el marco político-biológico adecuado para el arraigo del ser humano. Y sólo ellos, y a través de ellos, puede renacer una comunidad pluriforme, solidaria, orgánica y jerarquizada que sustituya al actual modelo político y social.

La etnia, como subraya esta vez con acierto Gurutz Jáuregui, es concepto dinámico: se halla sometida a un proceso de etnolisis, es decir, de fusión transformación y desaparición de ciertos caracteres y la aparición de otros nuevos. Sin embargo, Jáuregui se equivoca al sostener a renglón seguido que cada vez tiene menos sentido el nacionalismo étnico sustentado en la idea de la existencia de un grupo étnico con caracteres inmutables, y sobrevalorar, en función de sus presupuestos ideológicos igualitarios como ya dijimos más arriba, los factores sociales y culturales: Es precisamente el abanico de posibilidades prediseñado en su patrimonio hereditario el que determina los límites de las transformaciones, las posibilidades de asimilación de otros grupos y la reelaboración y actualización del corpus social y cultural nacido de dicho patrimonio: «Cada grupo posee su propia estructura biológica y se diferencia del resto en función de ella. Por tanto, nada es más importante para el desarrollo y para el ser de cada pueblo determinar qué grupos inmigrantes está en condiciones de integrar en sus esferas territorial y de reproducción biológica». Así, durante el largo proceso de etnogénesis de los numerosos pueblos de nuestro continente la asimilación de grupos de un mismo origen europeo ha sido una constante, baste recordar en España los casos de los bretones en Galicia, los grupos transpirenaicos, que solían recibir el nombre genérico de francos, en todos los reinos hispánicos, o en el ámbito castellano los gallegos en las tierras de la Alpujarra, la gran cantidad de mallorquines que repoblaron las tierras almerienses o los genoveses de las costas mediterráneas castellanas y los bávaros de las repoblaciones borbónicas del valle del Guadalquivir, todos ellos integrados en el pueblo y la cultura castellanas que los acogieron como semejantes, o en el ámbito catalán la numerosa presencia de aragoneses y navarros, perfectamente integrados en culturas, valencianas o baleáricas, de profundas raíces catalanas. Y podría hablarse de los franceses de origen hugonote en Prusia y los normandos un poco por todos lados… Integraciones que contrastan con la imposibilidad de asimilación de grupos étnicos de origen no europeo que han vivido en Europa durante siglos o incluso milenios y que están en la mente de todos. En nuestro siglo, el contraste brutal en el nivel de integración en las comunidades que los acogen entre los movimientos migratorios intraeuropeos y los protagonizados por grupos extraeuropeos abunda en esta idea.

Origen y trifuncionalidad. Arraigo y futuro

En Europa, las etnias cristalizadas tras la era de las Völkerwanderungen se estructuran verticalmente y expanden horizontalmente siguiendo patrones paralelos.

Horizontalmente, las estructuras «gentilicias», «clánicas», en las que la relación de sangre juega un papel esencial, propias de los pueblos germánicos y eslavos revivifican las instituciones análogas de raigambre indoeuropea por toda Europa que habían subsistido bajo las estructuras sociales romanas y que afloran aquí y allá con la decadencia del Imperio. El definitivo asentamiento germánico, el resurgir del substrato étnico céltico y la pervivencia del ethnos romano crean las bases para que durante los siglos de la Alta Edad Media cristalicen pueblos, unidades étnicas, en las que se conjugan estos elementos y que asumen unos rasgos culturales distintivos específicos. La expansión demográfica y territorial de estos grupos y la preservación de sus estrechos vínculos sanguíneos (nuestras «familias extensas» medievales, por ejemplo) crean ámbitos de auto-reconocimiento étnico que han perdurado hasta hoy con todo su vigor. Al mismo tiempo, verticalmente, la reelaboración del esquema trifuncional indoeuropeo por la civilización romano-celto-eslavo-germánica del Medioevo organiza poco a poco y de forma natural el paisaje político, social y económico de los territorios de la Ecumene europea. Valores y principios comunes que hunden sus raíces en la Prehistoria florecen en imágenes muy diversas desde el Mar del Norte a las riberas septentrionales del Mediterráneo y desde el Atlántico irlandés e islandés hasta la Rusia varega. Sociedades orgánicas, basadas en la diferencia y en la búsqueda del equilibrio social, se enfrentan o se cohesionan entre sí, conscientes permanentemente de su propia identidad, actuante en cada uno de los tres estratos sociales, idealmente definidos como oratores, bellatores y laboratores.

Durante el proceso de maduración de la sociedad indoeuropea en la Europa central y nórdica a partir del quinto milenio antes de nuestra era «Los pueblos europeos, en un paso más allá, fueron los únicos que transformaron esta necesidad vital (mando, defensa y alimentación-generación) en una concepción del mundo: es el modelo de las tres funciones, soberana, guerrera y productiva, tal y como fue analizado por Georges Dumézil y Emile Benveniste (...) fue el genio de los pueblos europeos el que consiguió llevar a cabo “la transposición desde la práctica instintiva de las tres funciones hacia una reflexión sobre las tres funciones” Una reflexión que vertebró la vida social de todos nuestros pueblos desde fecha muy remota, que presidió su desarrollo histórico y que sólo comenzó a remitir con el surgimiento del Estado moderno, pero siendo sobre todo la ideología iluminista del XVIII, economicista y reduccionista, la que le asestó el golpe de gracia».

En este paisaje de reconstrucción trifuncional medieval va tomando cuerpo el proyecto de un Imperio continental, regido por una realeza sagrada, pero la victoria de las armas güelfas y con ella de de unos principios hijos de un monoteísmo siempre ajeno a la esencia de Europa, dará paso a la destrucción de este mundo. Es harto conocida la evolución ideológica en Europa de los últimos siglos el de la Reforma al Liberalismo, por la cual el individualismo toma carta de naturaleza en el pensamiento y en la praxis política europeas. La idea del contrato social y del bienestar individual como fin de lo político presagia la muerte de éste. La evolución ideológica ha seguido una lógica inexorable hasta la atomización de las sociedades europeas.

No puede olvidarse que todos los Estados-Nación europeos nacen de la voluntad y potencia expansiva de antiguos reinos que respondían en origen muy bien al concepto de naciones culturales o étnicas, orgánicamente constituidas en sus ejes socio-políticos verticales y horizontales, del que hemos hablado más arriba. En efecto, Gran Bretaña, España, Alemania, Francia, Italia ola Noruega anterior a la segregación sueca tienen su origen en la expansión política afortunada, casi siempre por medios militares, de Inglaterra, Castilla, Prusia… En el caso francés, el que ha logrado un mayor éxito en los procesos de cohesión y homogenización, su construcción nacional se vio acompañada por un verdadero etnocidio de las comunidades periféricas del hexágono, especialmente, y esto no es generalmente conocido ni reconocido, durante los dos siglos posteriores a la Revolución. De hecho, el triunfo del individualismo político se vio favorecido por la laminación de toda realidad cualitativa en el seno de las estructuras nacionales nacientes. Este «vicio de nacimiento», por llamarlo de alguna manera, ha supuesto un elemento de freno para los proyectos de los Estados-Nación así formados. Del mayor o menor grado de cohesión de estos proyectos estatales siempre ha dependido su éxito y dicho grado de cohesión ha estado siempre en función tanto de los vínculos étnicos (lingüísticos, culturales, religiosos, etc.: por ejemplo, prusianos, bávaros y sajones hablaban un misma lengua mientras que castellanos y catalanes no) entre las naciones integrantes del Estado, como del grado de permanencia en el tiempo de los rasgos diferenciadores, así como también de las relaciones que se han establecido entre la nación hegemónica y la conquistada (es notoria la diferencia en el modo de integración estatal de los territorios vascos o Navarra, a pesar de que en esta última se verificó un proceso de conquista militar, en la Corona castellana con lo Decretos de Nueva Planta de Valencia y Cataluña o en el caso británicos de Escocia e Irlanda).

Pero lo verdaderamente importante es que, nacidas mucho antes, las naciones culturales o étnicas sobreviven, firmes, homogéneas, dinámicas, tras el fracaso, la parálisis o el agotamiento de los proyectos históricos representados por los Estados-nación, como la materia insoluble de la que ha de estar necesariamente constituida la forma del devenir histórico de Europa.

Por otro lado, es innegable que los Estados-nación europeos han favorecido el desarrollo entre sus ciudadanos de un sentimiento de pertenencia y de identidad, muy denso entre los miembros de los rublos que capitalizaron la formación de los Estados-Nación (castellanos, ingleses…), pero que también posee mucho peso entre los integrantes del resto de comunidades étnicas pertenecientes a un mismo Estado-Nación. En realidad, estamos ante los mismos procesos de etnolisis y etnogénesis que mencionábamos con anterioridad pero que por razones históricas, geográficas, políticas, psicológicas e incluso tecnológicas, en una palabra, geopolíticas, no han podido consumarse. Esta realidad ha provocado las situaciones de dicotomía que han coadyuvado a la implosión de los Estados-Nación de la que hablábamos al principio del artículo. No obstante, y a pesar de la imposibilidad de que España o Francia constituyan hoy por hoy entes políticos soberanos, sí que es cierto que el sentimiento nacional español o francés o británico deberá jugar un papel importante, esencial, en el proceso de redefinición del marco político europeo. De qué manera se verificará esto es algo que cada pueblo, cada nación, deberá resolver por sí mismo. No existen recetas sino la existencia o inexistencia de una clara voluntad de ser que ha de estar basada en un profundo y vivo conocimiento de sí mismo.

Los europeos nos hallamos así ante una encrucijada sólo restan dos caminos: aceptar los designios del poder uno y disolvernos en una sociedad multicultural, desenraizada, renunciar a lo que somos y a la posibilidad de decidir nuestro destino o retorno al arraigo, a la concepción orgánica, trifuncional, europea y la recuperación de la soberanía.

Pero ¿Qué entender por arraigo? Guillaume Faye lo explica con una claridad cegadora: «Adhesión a su tierra, a su herencia, a su identidad como motores del dinamismo histórico. El arraigo se opone al cosmopolitismo, a los mestizajes culturales y al caos étnico de la civilización actual. El arraigo, para un europeo, no supone jamás inmovilismo o dejadez. Vincula la herencia de los ancestros y la creación. El arraigo no debe entenderse de manera museográfica. El arraigo en la preservación de las raíces, en la conciencia de que el árbol debe seguir creciendo. Las raíces están vivas: producen y permiten el crecimiento del árbol. El arraigo se lleva a cabo ante todo en la fidelidad a unos valores y a una sangre. El tipo más peligroso de arraigo –o de pseudoarraigo– se manifiesta en los medios regionalistas y autonomistas de izquierda, en Occitania, en el País Vasco y en Bretaña, por ejemplo, que reivindican a la vez una excepción lingüística y cultural, pero que se entregan al modelo multirracial. Según la letanía estupefaciente tantas veces oída: “nuestros inmigrantes son también bretones, vascos u occitanos”. La contradicción es total: se opone en nombre de las “tradiciones” al jacobinismo reductor pero se admite sobre su suelo a los extraños a sus tradiciones impuestos por el propio universalismo jacobino. El arraigo, si se limita a la cultura sólo es folclore inútil. Debe imperativamente incluir una dimensión étnica. El arraigo estrictamente cultural es necesario, pero insuficiente. Para los europeos del porvenir, el arraigo no debe reducirse a la adhesión y a la defensa de las patrias carnales regionales sino a llevar a cabo una revolución interior: la toma de conciencia de una comunidad histórica de destino, Europa».

Y así es. Nuestro único futuro posible pasa necesariamente, empleando los términos que Guillaume Faye ha utilizado en otro lugar, por una Confederación Europea, soberana, poderosa, con un poder central fuerte pero limitado a los ámbitos fundamentales de decisión según el principio de subsidiaridad (política exterior, defensa y principios económicos y ecológicos generales) que adopte el principio económico de la autarquía de grandes espacios, con una fuerza militar independiente y disuasoria en el ámbito planetario que esté en condiciones de hacer frente al mundo islámico y a la esfera de poder americana, pero profundamente descentralizada en la que cada pueblo integrante sea libre de organizarse en materia judicial, institucional, de autonomía fiscal, en los ámbitos educativos, lingüísticos culturales…etc. Pueblos que deberán plegarse ala gran política del conjunto y aceptar la superioridad del poder central que, a su vez garantiza la identidad de cada unos de ellos, incluyendo que toda nación, pueda desvincularse en todo momento de la Confederación Imperial. La noción de Impero implica las de proyecto colectivo y perennidad en las Historia. El único marco posible de reagrupación de todos los europeos en su diversidad y su unidad. El único proyecto que nos puede permitir la conquista de nuestro destino.