ANTE UNA NUEVA FARSA ELECTORAL: NO AL RÉGIMEN

por Antonio Caponnetto

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EL RETO

No echaremos aquí más que un párrafo sobre las próximas elecciones. El mínimo que nos permita ratificar nuestro repudio categórico a la democracia, acompañando la dolorosa certeza de que, en consecuencia, cualquiera sea el que se alce con la tómbola electoralera, no se seguirán para la patria sino mayores días de oscuridad y de oprobio. Haga pues cada quien lo que mejor le cuadre a su prudente juicio, sea la abstención lisa y llana ante el sucio acto comicial, o su concurrencia al mismo al modo de expedición punitiva, llevando consigo la impugnación o el testimonio de su repulsa. Si opta por lo primero, un ausentismo llamativo les demostrará a los protervos que se han quedado sin clientes. Si por lo segundo, que sea nacionalista y católico el mensaje de su rechazo, para probar que no escasean los esclarecidos. Existe el derecho a la contrariedad frente a todas las formas del mal, y existe el deber de pronunciar el bien, oportuna e inoportunamente.

La cuestión de fondo es otra, y la conducta que debe surgir de ella también lo es. Por lo pronto, urge recuperar el significado genuinamente católico de la organización política, en la cual —en buena síntesis de Calderón Bouchet— no mandaban las oligarquías financieras sino las monarquías tradicionales. Ellas, con sus ungidos atributos de mando, remitían a la principalía de Otro Monarca, en quien todo debía instaurarse. La papeleta electoral, en cambio, al exacto decir de Joaquín Costa, es el harapo de púrpura y el cetro de caña con que se disfrazó a Cristo de rey en el pretorio de Pilatos. Que los bautizados fieles se replanteen qué quieren hacer en política; de qué hablan cuando creen que están hablando de dedicarse a menesteres políticos.

Distinguir entre poder temporal y bien común completo, es la segunda tarea pendiente. Porque puede no ejercerse el primero, y estarnos moralmente vedadas, por espurias, las vías legales hacia él. Pero el poder no es fin de la política, sino el bien común: que supone activa preocupación por el bienestar social, ordenado a la virtud de los ciudadanos, sin perder de vista la salvación. Legítima trascendencia con la que el bien común culmina y perfecciona su necesaria proyección inmanente. Tan válida para los hombres como para los pueblos que ellos componen, pues los pueblos tienen —como los hombres— su rendición de cuentas y su Juicio Final, cantaba Anzoátegui. Entonces, insertarse activamente en el servicio al bien común, así entendido, es actuar en política. Y hasta es posible adquirir por este servicio una autoridad espiritual superior a cualquier poder temporal. Diríase que hoy, el único modo de garantizar este servicio es repudiando explícitamente los poderes constituidos y obrando en contra de ellos. Es la tarea del testigo, no la del candidato; la del apóstol, no la del partidócrata.

Una tercera acción por delante es la de la recuperación activa del sentido de participación política, ahogada por el ideologismo que la ha reducido a una inserción partisana en el consenso multitudinario plural e informe. La única acción que resulta tan lícita cuanto fecunda, es la que respeta el orden de los medios naturales y se expresa a través de los cuerpos intermedios. Participación jerárquica, de cada uno en su ámbito inherente; allí donde sus decisiones encuentran el respaldo del conocimiento responsable de la realidad abordada; donde puedan serle respetadas sus libertades concretas; donde la información, el consejo o la ejecución se vayan dando escalonadamente, y el principio de subsidiariedad quede aplicado sin cortapisa. No el disparate revolucionario de todos participando en todo, sino la cordura de una participación que sea interacción de lo múltiple con lo uno.

Participar en consonancia con el orden natural, forjando autoridades entitativas, sirviendo al bien común para restaurar todo en Cristo: he aquí lo que podría darnos una elemental formulación de la acción política, una consigna tradicional y contrarrevolucionaria; el reto tomando en préstamo las palabras de Eduardo Coloma. Las vías regiminosas, en cambio, sólo sirven para perpetuar al Régimen, garantizando y convalidando su perdurabilidad; aseguran el inmovilismo del mal.

Organizar y manifestar en todo el territorio estas formulaciones, es el gran desafío de los días que corren y de los que se avecinan. Para ello —escribimos en 1982, después de la derrota malvinera— es necesario fundar la Orden de los Caballeros Redentores de la Patria Cautiva. Porque no serán el partido, el comité, ni la urna pringosa, los símbolos del rescate, sino la Hermandad combatiente de aquellos que estén dispuestos a ser mitad monjes y mitad soldados, en joseantoniana metáfora.

Algo hemos venido haciendo en tantos años. Pero es más y es todo lo que resta por hacer. Todo, menos aprobar el examen de educación democrática ante los canallescos tribunales del mundo moderno.


LA CUESTA

Cada vez que un acto electoral se acerca, y con él, en próximos y ajenos, las recurrentes y generalizadas confusiones de principios y procedimientos, nos vemos conminados a recordar la recta doctrina y el limpio proceder, aún sabiendo que por ello nuestra soledad acrecerá y la incomprensión será la regla.

Si nos definimos católicos, y procuramos serlo con seriedad y coherencia extrema, la democracia se contará entre las formas de gobierno con perversión intrínseca, puesto que ella comporta una subversión integral del Orden de la Ciudad, del que Dios es la cúspide. Consecuentemente, la soberanía del pueblo será un fraude, que despoja el poder al Altísimo para concedérselo a las masas; y el sufragio universal el instrumento idóneo para consumar la funesta parodia de una autoridad ficta que se quiere radicar en las multitudes. En tan irreprochable línea de pensamiento, habrá que agregar que la partidocracia es la pavorosa enfermedad del criterio de representatividad y de participación ciudadana, factor de discordias miles; esto es, de partisanismos, y por tanto causa deficiente del bien común. Agréguese al fin en esta imperfecta sinopsis, que un católico jamás podría avalar un sistema que en razón de sus presupuestos ideológicos, sean liberales o marxistas, no sólo desconoce la Realeza Social de Jesucristo, sino que lo destrona de la sociedad, a sabiendas. Entonces, se vote lo que se votare el octubre en cierne, nuestro repudio irreductible se dirige en primer lugar al Régimen. Recuenten otros boletas o blanquecinos sufragios, nosotros no aprobaremos ante el mundo el examen de educación democrática.

Pero si amén de católicos nos definimos nacionalistas argentinos, y es esta sociedad y esta tierra nuestra la que cada día nos contiene y caminamos, a las perversiones múltiples e intrínsecas de un Régimen que es la encarnadura misma de la Revolución Anticristiana, se le han de sumar las corrupciones propias de las circunstancias históricas y de las condiciones presentes. Entre las primeras, se sabe que esta regiminosidad se instaló al calor de la gran derrota nacional de Caseros y del estatuto jurídico del coloniaje impuesto por el extranjerismo triunfante.

Entre las segundas, es decir, entre las condiciones de hogaño, apenas un cómplice o un gandul podría no aseverar que la hez más abyecta de radicales y peronistas —cada uno con sus consiguientes internismos— se repartirá el botín, toda vez que la usura internacional se asegure previamente sus regalías.

Si lo que ofrece el oficialismo es la prostitución misma, en personas e ideas, lo que garantiza la oposición es la continuidad del modelo desquiciante. Si las izquierdas en danza son la náusea, las derechas disponibles son la estolidez. Unas y otras convergen en la instauración de la inmundicia.

Taras peores ambas fuerzas, no queda bien posible ni mal menor a la vista. Para el pobre resto de bienintencionados —cuya honradez personal no borra la confusión, ni las intenciones justas disminuyen la responsabilidad de cohonestar el sistema— nuestros mejores deseos. Y son ellos: que abjuren definitivamente de la partidocracia para sumarse a la necesaria resistencia, prefiguradora de jornadas reconquistadoras, si Dios lo permite; o por lo menos de esas derrotas que no miden los fiscales de mesa sino que enaltecen los días de batalla.

Es curiosa que a esta posición nuestra la llamen algunos inmovilista o teórica, cual si ambos adjetivos fueran ciertos y además agraviantes. Va de suyo que pretenden ser desplantes en boca de los protervos, para quienes sólo cuenta la praxis exitosa y el oportunismo más burdo, así sea a expensas del elemental decoro. Pero la paradoja trágica queda a la vista toda vez que los adalides de la alegre inserción en el sistema terminan garantizando la inamovilidad del mismo y de sus nefastos presupuestos teóricos.

Pedimos hacer lo contrario de la Revolución, como decía De Maistre. No pedimos la riqueza, el éxito, ni siquiera la salud, sino la tormenta y la lucha, según reza la Oración del Paracaidista.
No pedimos votar ni que nos voten. Pedimos, como el buen Bonchamps al despedirse de los suyos para ponerse al frente de los vandeanos, que Dios nos arme de valor para estar dispuestos a sacrificar irrevocablemente todo a cambio de la fidelidad a la Fe y a la consumida patria.

No pedimos tampoco un puesto a la vera del burdel para defender después la familia, ni un guarismo de medio punto en los padrones para "oponerse al sistema desde adentro", mientras el sistema nos subsume y atraganta y se regodea con sabernos suyos.

"Venid con nosotros", decía Ramiro de Maeztu. Porque aquí no está la seguridad ni la prosperidad ni la carrera cómoda. "Aquí, a nuestro lado, está el campo del honor y del sacrificio. Nosotros somos la cuesta y en lo alto está el Calvario y en lo más alto del Calvario está la Cruz". Se nos permita merecer distinción tan alta.