FRAGMENTOS LITERARIOS

"NOCHE DE VELA"

     El cuarto estaba tapizado de papel amarillo con flores verdes, roto en muchas partes y oculto en algunos sitios por cromos sin marco, que formaban medallones. En uno de los testeros se veía una chimenea embutida en la pared, de cuyo hogar, repleto de maderas, de cajones y de palos de sillas, se escapaban llamas que esclarecían con alternativas la estancia. En medio del otro, un mantón colgado a guisa de cortina ocultaba el hueco de una ventana y enfrente de ésta se hallaba la alcoba, angosta y de poco fondo y que apenas era suficiente para albergar el mal catre que contenía.

     Lastimeros quejidos salían de la alcoba, gritos delirantes.... y en ausencia de éstos un ruido extraño, indefinible, que a las claras indicaba su procedencia humana e interrumpiéndolo, el sonido de un paso regular, rítmico, el de un hombre con la faz descompuesta por el dolor, que se paseaba automáticamente, con ese automatismo que el cuerpo humano toma cuando experimenta el espíritu grandes impresiones.

     "Oh ! Oh !" decía aquel hombre con la voz metálica que sale de la garganta oprimida por el sufrimiento. "Que no se muera, que no se muera mi hija, mi pobre hija !" Y parecía dirigirse a alguien. Pero a quién? Estaba solo. Él era ateo, no podía creer en Dios.

     Y el gorgoteo siniestro, semejante al que produce el agua al salir de una botella, aumentaba. Aumentaba y parecía llenar con su ruido fatídico la alcoba. Las campanadas de los relojes de la vecindad se sucedían, vibraban por largo tiempo como mostrando su indiferencia suprema por aquellos dolores.

     "No, no ! es demasiada crueldad", murmuraba él. Delira. Me habla a mí en su delirio. Dice lo triste que sería nuestra separación. "Oh ! sí, triste, muy triste...."

     Su cara expresaba un dolor profundo a veces, otras uno rabioso y era que en su cerebro germinaba junto al dolor un odio, odio intenso a la sociedad que le abandonaba sin darle medios para socorrer a su hija y para aquél a quien negaba cuando tranquilo escribía junto a su mesa y en quien creía en los trances apurados de su existencia. En algunos momentos el exceso de dolor parecía llevarle a la insensibilidad....

     Hubo un momento en que creyó que su hija se moría. Ésta se agitó en su lecho, se incorporó con fuerza, agarrando las sábanas; después balanceó la cabeza, los músculos que mantenían sus manos crispadas se aflojaron y el cuerpo cayó para atrás y quedó inmóvil con los ojos abiertos. Mas luego la respiración se normalizó, cesó el delirio, la hija abrió los ojos y reconoció a su padre. Este quedó aturdido de tanta felicidad.

     La luz que se filtraba por entre el raído mantón que servía de cortina daba una ligera claridad al cuarto y parecía ir palpando delicadamente los objetos; un rayo de sol hería el cristal de la ventana y mil ruidos extraños, reveladores de vida, subían de la calle...

     El ateo entonces no analizó ideas, no pudo, ocultó la cara entre sus manos y murmuró bajo, muy bajo, como avergonzado de sus palabras: "Gracias, Dios mío! Gracias!" Y las lágrimas corrieron por entre los dedos.

Pío Baroja