GUERRA DE NACIONES O DE CIVILIZACIONES

 

por Marcos Ghio

 

Centro de Estudios Evolianos

 

Las terribles confusiones semánticas a las cuales nos ha condenado el mundo moderno en el que hoy vivimos han hecho que cada vez que nosotros tengamos que hacer alusión a la guerra de civilizaciones que ha comenzado a desencadenarse a partir del 11S -aunque la misma haya tenido muchísimos antecedentes históricos- debamos siempre aclarar que dicho concepto no tiene nada que ver con el que sostienen entre otros sea el politólogo Samuel Huntington, como el que también a su manera, a nivel político y religioso, manifiestan en forma concordante figuras emblemáticas, tales como el demócrata Bush o el papa Benedicto XVI, o el tirano Putin, quienes respaldan por diferentes caminos la guerra que hoy en día el "Occidente" está llevando a cabo en contra del "Oriente" sea en el invadido Afganistán, como en zonas aledañas. 

 

Hagamos pues las clarificaciones del caso a fin de especificar qué es lo que comprendemos como "guerra de civilizaciones". Una cosa es la nación y su manifestación cultural correspondiente y otra muy distinta es la civilización. Una nación (del latín nascor, relativa al nacimiento de las personas), o una confederación de éstas que puedan expresar caracteres similares, como por ejemplo la Unión Europea, es la expresión de grupos humanos que manifiestan ciertos intereses compartidos así como ciertas características étnicas o culturales que le son propias, tales como costumbres sociales, religiosas, linguísticas o raciales semejantes. Pero las mismas, si bien representan elementos condicionantes para el hombre en tanto que éste siempre forma parte de un determinado grupo, de ninguna manera se convierten en factores determinantes del mismo, ni lo agotan en su realidad. El hecho de que una persona hable una determinada lengua, no significa que ello le imponga a ésta una forma de pensamiento. No es verdad que pensemos determinadas cosas porque hablemos en un cierto idioma, tal como dicen las corrientes reduccionistas tan abundantes y en boga en la modernidad; cuanto más podrá suceder que la riqueza o pobreza del mismo tenga que ver con la manera como nosotros formulemos nuestros pensamientos, del mismo modo que, si bien nosotros nos desenvolvamos en un determinado medio histórico y geográfico, no es cierto que seamos el producto del mismo, sino que todas estas formas son simplemente las maneras como nuestro yo se expresa.

 

Tampoco es verdad que la raza a la que uno pertenece, si bien implique ciertas tendencialidades que también actúan como condicionamientos, haga en modo tal que el hombre se halle determinado en forma fatal a ser de una cierta manera. Y aun cuando una persona se encontrara viviendo en el seno de una cultura en donde las limitaciones pudiesen aparecérsele como obstáculos mayores que en otras y en las que tales condicionamientos alcanzaran una fuerza coactiva superior a las restantes, bajo la forma de regímenes totalitarios que nieguen o limiten hasta topes extremos la propia libertad, ni siquiera eso representaría un factor determinante, sino que incluso dicho obstáculo puede significar, para aquel que quiera trascender cualquier condicionamiento, un verdadero estímulo y una ocasión oportuna para hacerlo.

 

Si bien la cultura es el modo como una nación o un grupo de éstas se expresan históricamente, una cosa diferente es en cambio la civilización, que usualmente para la modernidad es en cambio el término con el cual se identifica a un conjunto de culturas nacionales que poseen rasgos similares. Si las cosas son formuladas de esta manera entonces la civilización y la cultura no indicarían diferencias sustanciales entre sí, por lo cual la primera quedaría asimilada ilegítimamente a la segunda (1). Sin embargo desde una óptica diferente de la que hoy impera podríamos decir que por cultura entendemos la manera como un hombre se expresa y respecto de lo cual resulta independiente el valor que la misma posea. La civilización por el contrario se refiere en cambio a una dimensión axiológica relativa al tipo de concepción del mundo que se tenga, pudiendo expresarse la misma en diferentes contextos culturales. Y al respecto podría decirse que una primera gran diferencia que existe entre ambos conceptos es que, si bien en el caso de las culturas éstas se caracterizan por ser múltiples y variables, como las lenguas, los dialectos, las costumbres sociales o las religiones, las civilizaciones solamente pueden ser de dos tipos de acuerdo a la concepción del mundo en que se asienten. Tenemos en primer término una civilización moderna cuando una determinada forma cultural ha hecho de esta vida, de este mundo y de su historia todo el eje de la propia existencia. Su carácter es pues unidimensional en tanto no concibe otra realidad que no sea la física que captan nuestros sentidos externos y, si bien a veces pueda hacer referencia a factores religiosos o espirituales (2), lo hace siempre en función y relación con esta dimensión a la que aludimos. Lo opuesto a la misma es la civilización tradicional, la cual por el contrario es aquella que ha puesto como eje de la propia existencia lo que es más que mera vida, la dimensión metafísica. Esta dos civilizaciones han expresado a su vez a dos tipos de hombre antagónicos.

 

En el primer caso a los materialistas, comprendiendo este término en su sentido más vasto, derivado de la palabra latina mater que significa madre, simbolizando ello un principio universal de pasividad y determinismo, o modernos, en tanto han puesto simplemente a la vida y a sus procesos múltiples y mutables como la meta final de la propia existencia encontrando sólo en ella su realización última y comprendiéndose así como partes de los mismos. Por el otro los espiritualistas, medievales, o tradicionales (3), para quienes la vida no representa un fin sino un medio para elevarse en función de algo superior, la supravida o el plano metafísico de la trascendencia. Estos tipos de hombre existen y han existido en todas partes en grados diferentes y los dos han dado lugar a lo largo de toda la historia a civilizaciones antitéticas que se han expresado en el contexto de formas culturales y nacionales distintas y en momentos de tiempo diferentes. En el seno de una nación determinada -y tomemos el caso que nos resulta más cercano, el de la República Argentina- ha habido expresiones sea modernas como tradicionales a lo largo de la historia y también ha habido consecuentemente dos "nacionalismos" y "tradicionalismos" distintos y antagónicos en función de la tradición histórica y el bien cultural que ha querido reivindicarse del propio pasado.

 

En el primer caso ello sucede cuando, en consecuencia con el materialismo que ha informado a la concepción moderna, se le ha dado primacía y relieve a aquellos períodos en los cuales primaron los intereses cuya satisfacción daría por resultado una existencia signada por el bienestar y la "felicidad", es decir la esfera propia de la economía y del sentimiento de simple potencia material que ello conlleva; en el segundo en cambio cuando por el contrario la primacía ha estado puesta en los principios, comprendidos como aquellos por cuya realización se alcanza la trascendencia respecto de lo que es simple vida. Y ha habido a su vez en forma consecuente dos maneras antitéticas de concebir la política. Para la concepción tradicional tal disciplina no se agota en su condición de medio para "alcanzar el bienestar material" (preámbulo de nuestra Constitución), no es el instrumento al servicio de la economía y la administración, sino que es concebida como el arte y ciencia por la cual el hombre realiza su destino que es superior a esta mera existencia biológica y vegetativa. Por ello el gobernante más que un administrador, como lo es ahora, es en cambio un pontífice encargado de llevar este mundo hacia el otro mundo, otorgando a los gobernados la inmortalidad a través de sus acciones paradigmáticas que éstos habrán de imitar. No es uno más de los tantos como ahora, sino un arquetipo, no es un dispensador de bienes, privilegios y reivindicaciones, tal como hacen nuestros ungidos punteros, sino un educador que transforma y modifica al hombre convirtiéndolo de natural en eterno, de individuo en persona.

 

Trascendiendo la uniformidad propia del totalitarismo democrático que se nos difunde en forma agobiante y cotidiana en su obsesión por brindarnos su visión moderna y unidimensional, digamos que en nuestra historia patria, desde la emancipación, hubo dos manifestaciones precisas de tal postura tradicional. La primera de ellas, en el siglo XIX, con el rosismo cuando la meta que se fijara el Estado no fuera el "desarrollo económico" o la "justicia social", sino la lucha contra aquellas fuerzas oscuras que apartaban de la Religión, comprendida como camino hacia el Cielo, oficiando el jefe o caudillo como un intercesor en tal vía. La segunda fue en el siglo XX durante la guerra de Malvinas cuando se retomó la misma idea de luchar contra la gran perversión representada por la Inglaterra protestante y su aliado y consecuencia, el consumismo norteamericano que nos invade y satura cotidianamente, habiéndose llegado al extremo de denominar a tal contienda como la "Cruzada del Rosario" (4). Tales dos expresiones se engarzaban a su vez con una antigua tradición imperial presente en nuestro continente, más que milenaria, a diferencia de nuestra "joven democracia" de apenas 200 años con múltiples interrupciones debidas a sus incesantes fracasos. En una tumba hallada en el Perú, de más de mil quinientos años de antigüedad, anterior incluso al Imperio de los Incas, y que es conocida como el Señor de Sipán, aparecen las características propias de un orden tradicional en donde el monarca tenía por función principal conducir a sus súbditos desde esta vida hasta otra superior y eterna. En contraste con tal concepción, la democracia impuesta por la Europa decadente y secularizada, tras la quiebra del último Imperio americano representado por la España medieval, considera que en cambio la meta es hacer a los hombres felices y apacentados en esta vida, cosa que por otro lado nunca termina de hacer pues sus errores e imperfecciones incesantes sirven tan sólo para confirmar aquella obviedad ya afirmada hace más de mil años por San Agustín que "sin lo sobrenatural no nos queda lo natural, sino lo infranatural".

 

Pero el moderno niega esta distinción aquí señalada y considera apenas como prehistoria, superstición y atraso lo que no es su propia historia y cultura. Él es totalitario y unidimensional, como la totalidad de sus democracias. No existe para él otra civilización que no sea la suya y cuando nos habla de "civilizaciones" se está refiriendo a lo que solamente son manifestaciones distintas de la suya propia. Basta ver por ejemplo la importancia que en nuestros estudios se le da a nuestro pasado colonial que aun en forma cuantitativa, que es paradojalmente aquello que para el moderno mide el valor de una cosa, es más extenso que nuestros efímeros años de enclenque democracia. Prescindiendo del pasado tradicional presente en América antes de la venida de los europeos, hay cerca de 300 años de Colonia que nunca se estudian. Nadie sabe hoy en día quiénes por ejemplo nos gobernaron entre 1580 y 1770 y del único virrey del que se habla algo en manera positiva fue del que puso el alumbrado en Buenos Aires. Es decir, de quien fuera un buen administrador, un demócrata en potencia.

 

Es este mismo criterio reduccionista y uniformador el que utilizan hoy en día a nivel universal nuestros teóricos de la "guerra de civilizaciones" para los cuales la violenta contienda que hoy enfrenta a los EEUU y a otras 36 naciones en contra del fundamentalismo islámico en Irak, Pakistán y Afganistán, entre otros lugares importantes, pero de los cuales casi no se habla a fin de no despertar conciencias aletargadas, no sería una guerra entre concepciones del mundo rivales sino que recrearía la vieja puja que dos civilizaciones atávicas, el Oriente y el Occidente, tuvieran entre sí y cuyos puntos más álgidos estuvieran representados por las distintas Cruzadas que opusieran al Islam contra el cristianismo, oficiando obviamente, según la óptica moderna, las ideologías y religiones simplemente de excusas para camuflar intereses económicos de expansión y de dominio que serían lo principal y el factor determinante. En este sentido, Bush, que es cristiano, estaría unido al papa Benedicto XVI que también lo es aunque con diferencias de matices, pero no tantas como para no haberse declarado en contra del Islam acusándolo de violento (5). Y Rusia, heredera de la civilización cristiano-ortodoxa, también lo estaría, razón por la cual el actual régimen de Putin ha proporcionado bases militares para bombardear tales países islámicos y en tiempo muy próximo no sería de extrañar que, una vez vencidas ciertas reservas, enviara contingentes para luchar por el "Occidente" (6).

 

Pero en verdad habría que decir que ni todo el Islam es fundamentalista y "violento", ni todo el cristianismo tiene por qué sentirse cercano a Bush, a Putin o al Papa. Es decir no todo el Islam es necesariamente tradicional, ni todo el cristianismo tiene por qué ser moderno. Una vez más se trata pues de elegir dentro del contexto cultural en que nos encontremos entre civilizaciones antagónicas y no someternos fatalmente a una determinada como engañosamente se nos solicita. Tal como lo manifestáramos en otras oportunidades, podemos ser cristianos y argentinos y sentirnos mucho más cerca de Bin Laden o del Mullah Omar que del Papa o de Kirchner.

Y ya que hablamos de guerra de civilizaciones aprovechemos la circunstancia para decir algo esencial que se silencia y es que a partir del 2001 hemos entrado a aquello que más se aproxima a una Tercera Guerra Mundial y al respecto esta nueva contienda en la cual están comprometidas cerca de 40 naciones tiene semejanzas así como diferencias con lo que aconteciera en la que la precediera, la Segunda Guerra Mundial. Si bien esta última comenzó siendo una guerra de naciones, con el transcurso del tiempo, y en gran medida gracias al aporte norteamericano llamando a una cruzada en contra de los fascismos y por la democracia, se fue convirtiendo de a poco en una guerra por concepciones del mundo, es decir verdaderamente en una guerra de civilizaciones en donde lo que contrastaban eran principios antagónicos y no meros intereses nacionales. O la democracia, el igualitarismo, el consumismo, es decir el materialismo, por un lado, representado por el bando de los Aliados, o la jerarquía, la desigualdad funcional y la vida comprendida como trascendencia (lo que alcanzara su máxima expresión en el glorioso fenómeno de los kamikaze) por el otro. Y esto mismo es lo que sucede en la guerra actual en la cual quizás los contrastes sean mucho más precisos, puesto que en ningún caso el bando de los "malos" acepta forma alguna de democracia ni de mero "nacionalismo" sosteniéndose abiertamente como antítesis la figura del Califato que es el equivalente a nuestro Sacro Imperio Tradicional.

 

Sin embargo, a pesar de estas semejanzas, esta nueva guerra que la democracia occidental desarrolla en contra del fundamentalismo tiene ciertas diferencias esenciales con la otra. No ha comenzado siendo una contienda entre naciones, sino que lo ha sido abiertamente de civilizaciones. Incluso ha sido muy feliz la expresión de Bush al referirse al "fascismo islámico" como el enemigo a combatir estableciendo de este modo una relación entre ambos conflictos. Lo único no aceptable es que sea concebida como una continuación de la antigua guerra entre el Islam y la Cristiandad y al respecto digamos que cuando el fundamentalismo en sus declaraciones habla de los Cruzados como sus enemigos incurre sin saber en el mismo error. El cual de todos modos en su caso resulta comprensible pues del lado cristiano y "occidental" no ha podido aun surgir una fuerza de relieve abiertamente antimoderna y tradicional. En segundo lugar -y ésta es la principal diferencia- debido en gran medida al gran impacto producido por la propaganda que hoy dispone de medios tecnológicos que antes no existían, se ha logrado convencer de que, aun siendo de civilizaciones, se trataría sin embargo de una "guerra de baja intensidad" con características similares a las de una acción punitiva y policial, a pesar de que en la misma haya casi 40 países comprometidos abiertamente, siendo ello un número superior incluso al de la última contienda y que su duración haya sido más vasta que la anterior y amenace con prolongarse por más años. Es que lo más peculiar de todo, tal como hemos manifestado en otras oportunidades, es que la de ahora tiene un contenido propagandístico, mediático y psicológico como no existiera nunca antes. El mismo sirve para ocultar y distorsionar los acontecimientos haciendo en modo tal que, a pesar de la gran difusión tecnológica que pueden alcanzar las noticias, hoy en día se ignore prácticamente todo lo que pasa permaneciendo el contemporáneo mucho más desinformado de lo que sucediera en épocas en las cuales ni siquiera existía la prensa escrita. Ello se lo percibe al constatar cómo a una importante cantidad de personas no solamente se le ha hecho creer que el fundamentalismo no existe o que es una creación norteamericana, sino incluso que directamente no hay guerra. Para difundir tal distorsión el régimen imperante cuenta, además de medios tecnológicos inusuales, con una cantidad muy grande de corifeos y propagandistas best sellers, a sueldo en su gran mayoría, aunque curiosamente también los haya vocacionales.

 

 

(1) Es de recordar cómo la mayoría de los autores tiende casi a asimilar tales términos. Agregando un mayor grado de confusión un pensador que tratara con profundidad tal tema, como O. Spengler, solía decir que la civilización era aquello en que se convertía una cultura cuando decaía. De esta manera borraba toda diferencia cualitativa entre ambas realidades.

 

(2) Especialmente después de la aparición de la filosofía de Hegel se ha terminado atribuyendo al espíritu categorías que son en cambio propias de la materia, como la temporalidad y el devenir, cuando aquel se ha caracterizado siempre por el contrario como una realidad trascendente y metafísica presente en el hombre y ajena a lo que cambia. Por otro lado en concordancia con ello en los últimos tiempos se ha operado un proceso de secularización de lo religioso reduciéndoselo a un fenómeno principalmente moral o "social", tal lo acontecido especialmente con nuestro modernismo cristiano de manera tangible luego del Concilio Vaticano II, aunque ello no ha sido exclusivo de nuestra religión.

 

(3) Lamentablemente la gran confusión semántica que existe nos obliga a veces a utilizar más de una palabra para referirnos a una misma idea y tener que estar siempre aclarando el sentido con el cual las mismas se utilizan. Por ejemplo por materialismo no debemos entender necesariamente a una de sus manifestaciones más degradadas, como la consistente en reducir lo real exclusivamente a nuestras percepciones sensibles espacio-temporales, sino aquella concepción metafísica por la cual en lo relativo a lo humano se pone el acento en su aspecto inferior y subordinado consistente en su condición de potencia y estado de pasividad en la recepción de una forma. Por otra parte resulta difícil definirse hoy en día como tradicionales, debido a que dicho término, lo mismo que medieval y espiritual ha sufrido una serie de distorsiones.

 

(4) Puede mencionarse también que Rosas, en tanto figura paradigmática y sacra, era venerado en los mismos templos religiosos. Tal actitud de neto corte gibelino fue combatida por la Iglesia católica de su tiempo, especialmente a través de la Compañía de Jesús, la que finalmente fue expulsada del país por subversiva y "aliada de los herejes". En la guerra de Malvinas tal postura deletérea y desacralizadora por parte de la autoridad eclesiástica se reiteró cuando el papa Wojtyla vino a reclamar la paz con los "hermanos ingleses", es decir con los herejes, repitiéndose así lo mismo de lo que sucediera en la época de Rosas, aunque esta vez faltó una figura de su altura capaz de expulsarlo del país.

 

(5) En un famoso discurso en la Universidad de Ratisbona Benedicto XVI acusó al Islam de violento, no así al "cristianismo" de Bush que lleva masacrados a 600.000 iraquíes, a 400.000 afganos, sin calcular sus cárceles de Guantánamo, Abu Graib, Szymany y demás lugares en donde se tortura muy democráticamente a los execrados fundamentalistas malos. Es que cuando la violencia está al servicio de la "civilización" buena y "cristiana", entonces no es tal.

 

(6) Quizás no se difunda lo suficiente que el régimen de Putin ha solicitado su ingreso a la Otan y que no ha negado la noticia de que piensa enviar tropas a luchar en Afganistán contra los talibanes debido a que Europa, por razones de estricto hedonismo, no quiere enviar contingentes hacia zonas conflictivas y EEUU no puede distraer efectivos que hoy luchan por la democracia en Irak y Pakistán.