| 
      
        
       
      Al viejo General le gustaba pasar sus horas de ocio en aquél gran salón,
      abierto a casi todos los habitantes del Más Allá – excepción hecha de
      los muy malvados – en dónde se podían volver a ver todos los
      acontecimientos de la Historia. Es decir: no todos exactamente porque, de
      quienes tenían acceso, sólo los muy sabios y los muy santos podían
      acceder a los acontecimientos menores y a los pequeños detalles. Los demás
      tenían que conformarse con repasar los hechos muy grandes, o muy
      importantes, en sus grandes lineamientos. 
       
      De cualquier manera, el viejo General solía pasar mucho tiempo en aquél
      lugar repasando los eventos ocurridos en el mundo y, a veces, en una
      especie de ejercicio un tanto masoquista, también revisaba aquella parte
      de la Historia que a él mismo le había tocado como protagonista. Al
      hacerlo, lo atormentaban siempre las mismas preguntas: ¿fue realmente
      inevitable todo lo que ocurrió? Las cosas ¿no hubieran podido suceder de
      otra manera? ¿Acaso una secuencia de hechos no dependía, en última
      instancia, de toda una cadena de pequeños detalles de los cuales bastaba
      alterar mínimamente sólo uno de ellos para que todo lo demás se
      desencadenara de un modo muy diferente? Si el día de la batalla de
      Waterloo, Wellington hubiera tenido un tremendo dolor de muelas ¿hubiera
      terminado Napoleón en Santa Elena? Si a Alejandro Magno no lo hubiera
      picado un mosquito, no hubiera muerto de malaria a los 33 años y, en ese
      caso, ¿no hubiera sido otra toda la Historia de Occidente? 
       
      A veces el General comentaba sus inquietudes con San Pedro pero éste no
      le otorgaba demasiada importancia a esa clase de ejercicios intelectuales. 
       
      — Pedro, ¿qué hubiera pasado si no los echaba de la plaza? – preguntó
      un día. 
       
      — La Historia humana es puramente episódica. – opinó el Santo – Su
      importancia es tan sólo marginal. En realidad, lo decisivo no está en
      los destinos mundanos sino en el destino de las almas. 
       
      — Bueno, bueno, está bien; – refunfuñó el viejo General – pero
      incluso así algo de importancia tiene que tener la forma en que vivimos
      nuestra vida terrenal. Ustedes en la Iglesia se pueden dar el lujo de
      pensar solamente en la bienaventuranza y en el cielo, pero nosotros, los
      estadistas, al fin y al cabo somos responsables por las personas que
      conducimos. Sobre todo porque las grandes masas siempre están prisioneras
      del hoy y del ahora y el trabajo de pensar en el mañana les corresponde a
      los grandes líderes. 
       
      — En alguna medida eso es cierto. – concedió el Guardián de las
      Llaves del cielo – Los grandes líderes carismáticos cuentan y por
      cierto que son responsables, y mucho, por quienes los siguen. Pero al Altísimo
      las victorias terrenales de esos líderes no lo impresionan para nada, créame.
      A Él, lo que realmente le importa es cuantas conciencias consigue
      enderezar un líder carismático y qué condiciones es capaz de construir
      para que esas conciencias encuentren el buen camino. 
       
      — ¿O sea que los grandes Imperios no significan nada para el Altísimo? 
       
      — Mi querido General, al Altísimo el único Imperio que le importa es
      el imperio del Bien. 
       
      —¡Pedro! ¡No me venga ahora con metafísica! – estalló el General
      – No me puede negar que el Altísimo mismo intervino a veces en la
      historia humana. El propio sucesor de usted, el buen Wojtyla, comenzó su
      encíclica Redemptor Hominis diciendo: “El redentor del hombre,
      Jesucristo, es el centro del cosmos y de la historia”. Con eso ¿acaso
      no se revalorizó la Historia mundana? ¡Vamos! ¡Usted mismo fue testigo
      de los hechos! 
       
      — El Maestro no hizo Historia humana. Su Reino no fue, ni es, de este
      mundo. Lo dijo y lo repitió infinidad de veces. 
       
      — Pedro: la única verdad es la realidad. Y la realidad es que el
      Maestro, con sus hechos y con sus enseñanzas, terminó haciendo Historia.
      Durante dos mil años determinó la fe de millones de personas. Y esa fe
      inspiró gobiernos, filosofías, teorías, doctrinas, dogmas, conductas y
      actitudes que se tradujeron en catedrales, universidades, gobiernos,
      leyes, Imperios y, lamentablemente, también en sangrientas peleas a
      veces. Todo eso no hubiera sucedido sin Jesucristo. ¿O sí? 
       
      — Probablemente no. 
       
      — Por lo tanto, hay quienes le dan al mundo cierta orientación. 
       
      San Pedro sonrió, sacó su llavero, abrió un armario, extrajo un DVD y
      lo puso en el reproductor. 
       
      — En realidad Usted no está autorizado a ver esto – dijo en voz muy
      baja – pero, ya que estamos solos, me permitiré hacer una excepción
      por esta vez. 
       
      En la pantalla apareció un gran río. Sobre las aguas, una canasta
      arrastrada por la corriente. Dentro de la canasta una criatura. Durante
      largo tiempo la canasta flota sobre las aguas, los remolinos la hacen
      girar varias veces pero, de algún modo, la canasta no se vuelca y sigue
      flotando hasta que, en un recodo, queda atrapada por los juncos. 
       
      — ¡Pedro! – exclamó el viejo General – ¡No me va a contar ahora
      la historia de Moisés! 
       
      — Espere... Siga mirando. – respondió San Pedro enigmático. 
       
      La canasta, varada entre los juncos se mece suavemente. La criatura
      duerme. Se oye el gorjeo de algunos pájaros y el susurro de una suave
      brisa. Mientras el General mira la escena con cara de “esta película ya
      la ví” durante un buen rato no pasa casi absolutamente nada. De
      repente, sin embargo, las aguas se agitan. Una sombra oscura y alargada
      aparece bajo la superficie. Se acerca lentamente a la canasta y durante
      unos segundos queda inmóvil. Y luego, emergiendo súbitamente de las
      profundidades, la pantalla se llena con las fauces de un enorme cocodrilo.
      Con rapidez casi increíble el reptil se abalanza sobre la canasta, la
      engulle de un sólo bocado, la destroza con sus mandíbulas y se vuelve a
      sumergir. En contados segundos lo único que queda en la pantalla es el
      agua, los juncos y un retazo de cielo en el que se pueden adivinar algunas
      nubes. 
       
      Mientras la imagen se desvanece poco a poco, el General no sale de su
      asombro. 
       
      — ¿Qué fué eso? – preguntó cuando recuperó el habla. 
       
      — Historia contrafáctica. – explicó lacónicamente San Pedro. 
       
      — Pero no sucedió así. ¿O sí? 
       
      — Obviamente no. Pero fue una alternativa que en su momento el Altísimo
      podría haber considerado. 
       
      — Pero, ¿y si hubiera pasado así? ¿Acaso no hubiera cambiado toda la
      Historia? 
       
      — No creo. 
       
      — ¡Cómo que no! – estalló el viejo General – Sin Moisés no
      hubiera habido Éxodo y, con eso, él no hubiera recibido los Diez
      Mandamientos en el Sinaí. Los israelitas no se hubieran pasado cuarenta años
      dando vueltas por el desierto. No hubieran llegado a Canaán. No hubieran
      ocupado Palestina. Por lo tanto tampoco hubieran vuelto allá en 1948. Se
      hubieran quedado en Egipto y ahora la capital de Israel sería El Cairo.
      La Guerra de los Seis Días no hubiera sucedido. Palestina seguiría
      siendo de los palestinos. Los yanquis no hubieran invadido Iraq. Mubarak
      nunca hubiera llegado al poder. Bin Laden no . . . . 
       
      — Tranquilo General. Tranquilo. Cálmese. No se deje arrastrar por la lógica
      ésa de qué-hubiera-pasado-si-no-hubiera-pasado-lo-que-realmente-pasó. 
       
      — Pero es que. . . ¿cual es, entonces, la explicación? 
       
      — Es sencillo. – sonrió San Pedro – Si el cocodrilo se hubiera
      comido a Moisés, el Altísimo hubiera elegido a otro y le hubiera
      entregado las Tablas de la Ley a ese otro. Tendríamos los mismos Diez
      Mandamientos y probablemente todo lo demás habría ocurrido igual. 
       
      — ¿Exactamente igual? 
       
      — Quizás no exactamente igual, pero con exactamente los mismos Diez
      Mandamientos. 
       
      — ¿Exactamente los mismos? 
       
      — Exactamente. Más el otro adicional que vino después cuando, en la Última
      Cena, el Señor mandó que nos amáramos los unos a los otros como Él nos
      había amado. 
       
      — Entonces, los Mandamientos no son diez . . . 
       
      — En realidad, se podría decir que son once. 
       
      — Pero los hechos podrían no haber sido exactamente los mismos. Usted
      mismo lo acaba de admitir. ¿Qué hubiera hecho la diferencia? 
       
      — Algo que el Altísimo le ha dado a todos los hombres y que Usted
      parece no tener demasiado en cuenta. 
       
      — ¿Qué cosa? 
       
      — El libre albedrío, General. Justamente por tenerlo es que ustedes son
      responsables por lo que hacen. 
       
      — Así que es eso. 
       
      — Pues eso es. Y de paso, ya que estamos, permítame un comentario. Me
      cuentan que sus seguidores allá abajo han vuelto otra vez a las andadas. 
       
      — Son tiempos electorales, Pedro . . . En tiempos así es difícil
      controlarlos. 
       
      — Pues, con todo respeto General, yo le sugeriría que los inspire de
      alguna manera. Los seres humanos pueden realizar su destino o arruinarlo.
      Depende de ellos. Por aquello del libre albedrío ¿se da cuenta? Y
      justamente en tiempos electorales tendrían que tener esto muy presente. 
       
      — ¿Por qué? 
       
      — Pues, porque se me ocurre, y perdóneme la expresión, que sería
      una verdadera lástima mandar al demonio el destino de todo un país
      solamente por culpa de unos cuantos votos mal dados. 
       
       
       
       
      
      
    |