| Vivimos desarmados, acorralados y amenazados por una idea y nada más que por una idea. 
 EL JURAMENTO ANTINEGACIONISTA enviado por José Alfredo Posse 
 Sobre los inventores de los campos de concentración: Salomón contó a todos los extranjeros que había en el país de Israel y cuyo empadronamiento había sido hecho por David, su padre. Encontró ciento cincuenta y tres mil seiscientos. Y tomó setenta mil para llevar los fardos, ochenta mil para tallar las piedras en la montaña y tres mil seiscientos para vigilar y hacer trabajar al pueblo. (Segundo Libro de las Crónicas 2, 17 – 18.) 
 El
      drama que más preocupa Hacia
      mediados de febrero, circuló un escrito al que se tituló El
      otro negacionismo. Aludía el mismo a la tensa situación eclesiástica
      desatada a propósito de las declaraciones de Monseñor
      Richard Williamson, y
      al drama de que más preocupe hoy negar una versión historiográfica
      hebrea, que los fundamentos esenciales de la Fe
      Católica. La
      nota tuvo su circulación, y como suele suceder, sus adherentes y sus
      objetores. Explicamos las primeras –Dios quiso que abundantes y gratas-,
      porque son muchas las personas que están esperando la mayor claridad
      sobre estas cuestiones, por dura que resulte. Una claridad que esperan de
      los sacerdotes, de los pastores, de los intelectuales prominentes. Y
      cuando de ellos no procede, agradecen con entusiasmo que hablen los
      simples laicos con el catecumenado aprobado. Y explicamos las calificadas
      objeciones, porque enhorabuena existen los lectores amigos –sacerdotes y
      laicos- que nos las hacen llegar con el mejor espíritu de corrección y
      de enmienda. Pensando
      en unos y en otros, adherentes y críticos, es oportuno glosar aquí
      algunas aclaraciones. I.
      La defensa del Papa No
      desconocemos los esfuerzos del Papa
      Benedicto XVI en orden a lo que podríamos llamar –algo
      simplificadamente- el afán restaurador de la Tradición.
      Desde sus tiempos de Prefecto
      de la Sagrada
      Congregación para la  Doctrina
      de la Fe que viene dando concretos testimonios de este anhelo,
      estampado incluso en algunos hechos relevantes de los que muy pocos
      tomaron debida nota, como los sendos y magníficos prólogos a las dos
      obras del liturgista alemán Monseñor
      Klaus Gamber, traducidas al castellano como ¡Vueltos hacia el Señor! y
      La reforma de la liturgia romana.
      Esto sin contar su propia obra como liturgo, reseñada en su notable libro
      El
      espíritu de la liturgia. El
      periodismo malicioso y ramplón, la feligresía ganada por los dislates
      modernistas, y aún cierto clero supuestamente ilustrado, fingen
      desagradable sorpresa, o veramente quedan perplejos en razón de su
      ignorancia, cuando el Pontífice ajusta ciertas clavijas destornilladas, reponiendo
      gravitantes cosas en su sitio.  
      O desconocen
      completamente su ideario –y el depósito de la Iglesia,
      claro- y reaccionan como si el Papa
      acabara de descolgarse con las medidas más insólitas; o por lo mismo que
      saben de quién se trata, no cesan de declararle la guerra. En cualquier
      caso, a la vista queda tanto el propósito
      restaurador del Santo Padre
      como el talante inmoral y corrupto de quienes lo maltratan, pertenezcan o
      no, formalmente, a la  Barca que preside. Si
      fuera necesario ratificarlo, tras tantos años de andar hablando en público
      de estas cuestiones, digamos que en tan fiero trance el Santo
      Padre nos tiene de su lado, cual indignos y débiles escuderos. Como
      de incondicionales
      enemigos nos tienen quienes lo desacatan u ofenden, como los judíos
      llamados Karl Lehmann,
      Christoph Schönborn, Hans Küng, Ángela
      Merkel,
      Thomas Michel
      y un buen resto de la caterva satanista. A la izquierda: el Sello de Salomón,
      luego de los kabbalistas. Para
      quienes creíamos casi imposible que del trono de Pedro, permitiera Dios
      en estos tiempos crepusculares, que emergiera un heredero capaz de
      restituirle su inobjetable vigencia al rito
      tridentino, Benedicto XVI, sin
      duda, se nos presenta como una señal de austera esperanza. Y al rito
      secular mentamos, apenas como un ejemplo representativo del buen criterio
      que nos place reconocer, como prevaleciente en sus frecuentes gestos
      pontificios. II.
      La disolvente ambigüedad continúa Pero
      no sería veraz nuestro diagnóstico si a la par de este bien que
      intentamos reseñar en prietas líneas, no señaláramos la persistencia
      paralela de males concretos, de larga data y dolorosa supervivencia. En
      menguadísima síntesis, y con dolor filial, limitaremos a dos estas
      penosas dificultades del pontificado de Benedicto XVI. Por
      un lado, es dable constatar la
      continuación de los errores y de las confusiones doctrinales que parecen
      haber ganado desgarradora carta de ciudadanía en la Iglesia de las últimas
      cuatro décadas. No pocos de estos yerros lastiman la ortodoxia
      tradicionalmente enseñada en ámbitos en los que el Catolicismo supo señorear
      con luz admirable. Pídasenos
      un ejemplo reciente de lo que decimos y mencionaremos el Prólogo que el
      Sumo
       Pontífice estampó en
      el libro Por
      qué debemos llamarnos cristianos, del
      senador italiano y masón sin abuela, Marcello
      Pera. Es inconcebible que el mismo contenga una justificación
      del liberalismo, y también su
      no disimulado elogio. Está fechado en Castel
      Gandolfo, el 4 de septiembre de 2008. A partir de este dato -esto es,
      del elogio y de la justificación del liberalismo; la próxima será,
      seguramente, el elogio y la
      justificación del marxismo- pueden atisbarse otras
      manifestaciones suyas igualmente desconcertantes,
      como la aceptación de una laicidad
      de los Estados, formalmente pregonada por la masonería en Francia, en
      el año 2008. Avanzando así por la misma y desubicada senda que lo
      hiciera su antecesor Juan Pablo II,
      cuando en la  Carta
      a los Obispos Franceses del 12 de febrero de 2005, ponderó la ley de 1905
      de separación de la 
      Iglesia y del Estado
      (un caballito de batalla de las lacras locales: Juan
      B. Justo; Alfredo Palacios y el Pastor
      William Morris). La misma que había condenado San Pío X en la  Vehementer
      nos. Arriba, a la derecha: Cristo
      culmina La Pasión. Sabemos
      que hay quienes podrían y desearían multiplicar largamente estos
      negativos ejemplos. Baste una  afligida
      cuanto escueta muestra, porque no está en nuestro ánimo ahora desgranar
      una sufriente nómina que haría ensombrecer a Roma
      en algo más de lo que ya procuran sus adversarios. Aunque a propósito de
      quienes hacen extensísimas enumeraciones de errores pontificios
      –comparando textos sin el debido contexto o sin la debida literalidad-,
      también hemos de estar en guardia preventiva. Ni hablar de los que
      suponen que todos los desgarramientos comenzaron el día después de
      convocado el Concilio Vaticano II. La
      verdad es que los tales desaciertos existen, ora se manifiesten como tales
      o por vía de la ambigüedad, y que no alcanza para ponerle coto la
      socorrida recurrencia a la hermenéutica
      de la continuidad, pedida desde los tiempos de Juan
      Pablo II. Porque no hay
      interpretación a la luz de la tradición que valga si se pasa de
      la consideración del liberalismo
      como pecado, a su rehabilitación como virtud
      política. Léase al respecto –y es también un ejemplo de lo
      mucho que cabría analizar sobre el punto- el valioso ensayo de José
      María Purmuy Rey, La
      confesionalidad de los Estados: un deber moral universal e inmutable.
       Declarar
      en el primer renglón de un documento eclesial que se
      conserva intacta la doctrina tradicional sobre tal o cual tema, y
      utilizar los cientos de renglones restantes para modificar esa doctrina,
      no admite la cura de la hermenéutica
      de la continuidad. Antes bien, admite el desconcierto y la queja
      fundada ante una conducta que Romano
      Amerio llamó bustrofédica,
      esto es, zigzagueante, pendular,
      anfibológica. Se manifiesta tanto en el terreno de las ideas
      sociales y políticas, como en otros terrenos aún más delicados y mucho
      menos opinables. Todavía
      no entendemos a quienes ante la vista de estos desaciertos que inducen
      frecuentemente al error –sea  que
      se determinen por afirmación expresa o por anfibología- deciden hacer de
      cuenta que no existen, mirar hacia otro rumbo, minimizar su gravedad, o lo
      que es más grave, denostan a quienes se atreven a protestarlos bajo el
      cargo de que escandalizan o desobedecen al Santo
      Padre. Como si atacar los errores fuera atacar la autoridad per
      se. Como si ya no rigiera la enseñanza de San Gregorio Magno, estampada en sus Homilías sobre la profecía de Ezequiel: cuando alguien se escandaliza de la 
      Verdad, más vale consentir el escándalo que no el abandonar la
      Verdad. Como si no fuera  válida,
      en fin, la advertencia paulina
      según la cual, para ser siervo de Cristo hay que dejar de complacer a los
      hombres (Gálatas 1, 10). ¿Por cuánto
      tiempo más podrán permanecer tranquilos, o fingir y fingirse que nada ha
      cambiado, aquellos que ante la frecuente repetición de tantos errores,
      siguen aferrados a lo bueno, pero no quieren señalar ni que se les señalen
      los síntomas de la heterodoxia?
      ¿Por cuánto tiempo más será legítimo y conveniente celebrar y gozarse
      por las verdades rescatadas y preservadas, pero negarse a denunciar lo que
      todavía lastima y tergiversa  la
      fisonomía de nuestra Santa Madre?
       
      Acertaba Juan
      Carlos Goyeneche, cuando iniciada la década del setenta –esto es,
      en plena irrupción de la anarquía postconciliar-
      nos recordaba que hay una unidad viviente y fecunda de la Iglesia, debida interiormente a la sangre redentora que corre
      por sus venas y la torna semper
      idem. Tal unidad interior
      es imposible de abolir. Pero fue también en aquellos tiempos, en la
      primera audiencia general de noviembre de 1969, cuando Paulo VI deploró que la
      tradición es una palabra que ya no dice nada a los innovadores de
      nuestros días. Si el mensaje encierra un pensado mea culpa
      –como algún otro que supo deslizar en las postrimerías de su mandato-,
      no podríamos decirlo. Podríamos decir en cambio, en consonancia con lo
      que venimos reflexionando, que los tales innovadores, a quienes nada dice
      la Tradición, están
      presentes ayer y hoy en los entresijos de la conducción de la Iglesia,
      comprometiendo dolorosamente su continuidad. Y que callarlo para no verse
      liado en problemas, o por la tentación de sacrificar la verdad entera en
      aras de la cómoda ubicuidad, es
      pecar contra el Verbo, como
      lo repetía el Padre Julio Meinvielle. III.
      La debilidad del mando De
      dos inconvenientes penosos hablábamos arriba para caracterizar el
      pontificado de Benedicto XVI. Quede lacónicamente
      señalado el primero con lo antedicho. Pero al segundo llamaremos lisa y
      llanamente debilidad y cesión
      ante las injustísimas presiones de los enemigos de la Iglesia. Si
      en este terreno bastara también con un ejemplo, recordaríamos la serie
      de episodios y de reacciones que protagonizó después de su famoso
      discurso en  la Universidad
      de Ratisbona, el 12 de septiembre de 2006.  El
      discurso, por cierto, tuvo la erudición y la lumbre a las
      que ya nos tiene acostumbrados el Pontífice. También, lamentablemente, tuvo sus sombras, como reprobar
      indistintamente toda defensa de la verdad por la espada o guerra justa al
      descalificar el concepto mahometano de yihad. Pero desatada
      en exceso la cólera de los mahometanos por aquella pieza académica, y
      alimentada dicha cólera por el aparato
      modernista internacional y la inquina
      multimediática, la reacción del Pontífice
      fue el repliegue, la
      explicación indebida, la rápida contemporización con el mundo islámico,
      los súbitos pedidos de disculpa, las increíbles majaderías dirigidas a
      gobernantes y teólogos de los países árabes, y un sinfín de salvedades
      lamentables que debieron haberse evitado. 
      Mientras los mahometanos dieron señales de desproporcionado encono
      –sin que faltaran los asesinatos de inocentes- en la Santa
      Sede se prefirió la orfebrería del efugio y de la elipsis, del
      aplacamiento de los enunciados taxativos para diluir cuanto antes los
      efectos de aquella importante pieza académica leída en la Universidad
      de Ratisbona.  Cuando
      lo mismo sucede ante las presiones judaicas
      –todas ellas fabricadas insidiosamente y sin motivos- las
      debilidades suelen ser todavía más lamentables y estridentes. Más
      lamentables porque es la misma
      doctrina sobre el fariseísmo judaico y sobre el deicidio la que entonces resulta escamoteada. Más
      estridente porque si Israel moviliza
      a todo el mundo a su favor, monopolizando el carácter de víctima, a todo
      ese mundo mentiroso, obsecuente y abyecto se dirigen también los
      incesantes pedidos de perdón. No es imposible ver en estas conductas
      otras tantas manifestaciones del temor
      mundano o del temor
      servil, cifrado en los respetos humanos, y que Santo
      Tomás reprobara como encarnaduras
      posibles de cobardía (Cfr. S.Th, II,II, q.19,a.1). Difícil
      ha sido siempre el gobierno de la Iglesia, y va de suyo que más entiende
      de él no sólo quien posee la gracia de estado para ejercerlo, sino la familiaridad con las cuestiones operativas y prácticas. Admitimos
      en consecuencia que, en ocasiones, puede semejar doblez lo que es obligado
      opción por el mal menor, o que pueda resultar postergado lo que nuestra
      ansiedad de súbditos sin mando quisiera ver resuelto de un solo tajo.
      Mas aún cediendo a este razonamiento benévolo –como se debe juzgar el
      comportamiento de un padre-, nos
      resulta imposible no ver instalado en el ejercicio del mando pontificio
      una preocupante debilidad ante los enemigos de la Iglesia. 
      A casi cuarenta años
      de haber sido escritas, nos siguen causando temor y temblor aquellas
      palabras con las que el Padre Julio
      Meinvielle pusiera fin a su obra De
      la Cábala al Progresismo. Según el Padre
      Julio podría darse el doloroso caso de que convivieran en la historia
      la Iglesia de la Publicidad,
      gnóstica y judaizante, y la Iglesia
      de las Promesas, la verdadera y la de siempre. Un mismo Papa
      presidiría ambas Iglesias, que
      aparente y exteriormente no sería sino una. El Papa, con sus actitudes ambiguas, daría pie para mantener el equívoco.
      Porque, por una parte, profesando una doctrina intachable sería cabeza de
      la Iglesia de las Promesas. Por
      otra parte, produciendo hechos equívocos y aún reprobables, aparecería
      como alentando la subversión y manteniendo la Iglesia 
      Gnóstica de la Publicidad. A la izquierda: dibujo del
      padre Julio Meinvielle. Sentir
      con la Iglesia de Cristo,
      no puede significar nunca sentir con la Iglesia
      de la Publicidad. IV.
      El deber de los súbditos y la papolatría Algunos
      nos dicen que no hemos de ser nosotros quienes le hagamos más pesada su
      ya densa tarea pedrina al Santo
      Padre, que callemos lo negro
      y apoyemos lo numinoso,
      aceptando que se trata del débil Simón
      llevando sobre sus espaldas una Iglesia
      devastada.  Cuando
      el mal ya no duele se puede callar; cuando el silencio conduce al
      esplendor de la palabra, será bueno el mutismo; cuando sellar los labios
      sea el homenaje de la boca clausa y la alabanza taciturna, ofrezcamos los labios
      sellados. Pero cuando se vive en este tiempo que describiera el Cardenal
      Danielou, signado por la
      necesidad de la santa cólera y del necesario coraje, callar
      equivale a pecar de omisión, a suicidio, a connubio consentido y
      ultrajante con el adversario. Y
      estará bien que hablemos los modestos laicos, los feligreses de a pie;
      como en su momento lo hicieron Eusebio,
      Francisco, Juana de Arco,
      Genoveva o Catalina, antes de que los conociéramos como santos o santas en los
      altares de nuestros templos. ¿Eran santos cuando protestaron con briosa
      energía, y por eso estaban habilitados moralmente a levantar la voz ante
      el mismo Santo Padre, o se
      santificaron por ser capaces de este último y audaz comportamiento? Ambas
      cosas. Aquella simplísima aldeana de Siena
      que exigió virilidad a dos Papas,
      con palabras impregnadas de fuego y aún de imperativos y de conminaciones,
      albergaba en su alma las potencias
      todas de la santificación, y las actualizó, si así cupiera
      hablar, con cada voglio
      suyo, reclamándole a Urbano VI
      y a Gregorio XI que se
      portaran como varones católicos. En
      esto de que el simple bautizado testimonie oportuna e inoportunamente la
      Verdad, no habrá extravíos si seguimos la regla del Cardenal
      Newman en su Rambler
      : si saben de qué hablan, que
      los fieles hablen. Como no habrá mala recepción de parte de la Jerarquía,
      si quien recibe la admonición o el apercibimiento tiene la grandeza que
      manifestara San Pío X en su Carta al Cardenal Ferrari del 27 de febrero de 1910: el
      Papa agradece a los censores que le ayudan a conocer el mal que él no ha
      visto.  Pero
      además se equivocan los que quieren disculpar los errores pontificios
      contemplando en el Papa al débil
      Simón. Ha dejado de serlo cuando Jesucristo
      le cambia tal nombre por el de Pedro,
      que significa precisamente piedra
      (Jn. 1,40-42). Como en el mundo
      veterotestamentario, con 
      Abraham o con Jacob,
      cada vez que Dios cambia el
      nombre de uno de sus elegidos es porque quiere darle un destino, por
      decirlo marechalmente.
      El destino de la piedra es la dureza
      inquebrantable, no la
      fragilidad. La roca es basamento
      inmóvil, sustento firme, arrecife y sillar. Así
      fue en el primer pontífice,
      signado personalmente por Jesucristo,
      y así les está exigido a los sucesores, porque la
      silla de Pedro exige la conducta de Pedro, al buen decir de San
      Norberto de Magdeburgo. Conducta heroica y martirial, que bellamente
      retratara el fraile Antonio Vallejo en su Cefas:
      él no aceptaba condenarse a sudar sobre un parejo ringlero de sudores.
      No concebía el buen placer, moroso, invernal, de trazar planes caseros a
      la luz de la lámpara. Y siendo viejo, se acordará del Viento
      ingobernable, para sujetar con sus manos pétreas, seguras y callosas
      el timón de la Nave. De él, de Cefas,
      conservamos un consejo que no es precisamente el del débil Simón
      que otrora había sido, sino el del valeroso timonel que regaría su
      sangre para corroborar la Buena
      Nueva: sed aptos, firmes, fuertes e inconmovibles; porque el
      demonio  ronda como león
      rugiente buscando a quien devorar, y es preciso resistirle firmes
      en la  Fe (1 Ped, 5, 9-10). No somos tan
      temerarios como para andar diciendo –a secas y sin más-, que el Papa es un pecador; y si eso se entendió y en eso hay ofensa
      estamos prontos a retirarla. Conocemos el principio de
      internis non iudicat Ecclesia,
      y en su cumplimiento, ninguna intención osaríamos juzgar. De adentro del corazón salen las
      intenciones malas, enseña el Señor
      (Mt. 15, 19-20). Y adentro del
      corazón de nadie estamos. Tanto menos en el del Vicario de Cristo. Pero
      es posible distinguir con Santo Tomás (S.Th, III, q.
      96,a.4) entre el fuero
      interno y el fuero
      externo, siendo el primero aquel en el que habitan esas
      intenciones no sujetas a ningún juicio humano, y el segundo, el de las
      acciones públicas, visibles, evidentes. Si el primero refugia las
      disposiciones interiores, la comúnmente llamada vida
      privada, y es el fuero de Dios
      (forum
      Dei), el otro expresa las acciones
      y las reacciones públicas, es el forum
      ecclesiae y puede llegar a ser también, de existir dolo, el forum
      iudiciale. De allí que una acción o una reacción pontificia pública
      –como la que sucedió y sigue sucediendo respecto de la insolencia judía
      con ocasión del caso Williamson
      -por no mentar otros muchos casos-, pueda
      ser descalificada por pusilánime e impregnada de temor servil y mundano,
      o de respetos humanos reñidos con la virtud de la fortaleza. De hecho,
      y si se repasan los titulares de los grandes medios, sin excluir L’Osservatore Romano, es
      común que de movidas por el temor a irritar a los judíos se tilden estas
      acciones y reacciones romanas. Aunque para el mundo que así ofrece las
      noticias, ese temor se les antoje sacro y ponderable. No lo es, porque
      remoza aquel miedo a los judíos que tenían los apóstoles antes de la
      llegada del Espíritu (Jn. 20, 19).
      Pero el Espíritu Santo ha llegado,
      y no nos es lícito vivir como si
      Pentecostés no hubiera sucedido. Arriba a la izquierda Santo
      Tomás, el Doctor Angélico. Se
      confunden los papólatras de toda laya –la mayoría de ellos espíritus
      simples y bien intencionados-, que creen ser ultramontanos porque gritan
      irresponsablemente santo
      súbito ante la muerte de Juan
      Pablo II, o porque no quieren distinguir entre infalibilidad
      e impecabilidad, suponiendo que un Papa
      no peca, ni necesita enmiendas, contriciones o pésames con el puño
      golpeado secamente contra el pecho.  Se
      confunden asimismo los que creen que, ante determinados y específicos
      casos, no existe el concepto de resistencia privada y pública,
      entendido como un derecho y un deber de los súbditos frente a la 
      Autoridad. El solo
      nombre de San Roberto Belarmino
      con su Del Romano Pontífice,
      podría ilustrar largamente el crucial asunto.  
      Y se confunden, al fin, los que sin horizonte histórico
      ni escriturístico para analizar el presente, e inmersos en un falso
      concepto de comunión eclesial que no es católico, ignoran que San
      Pedro fue amonestado en público por San Pablo, cuando el primero
      –cediendo
      precisamente a las contemporizaciones y a las presiones de los judíos-,
      se hizo pasible de una reconvención formal. Es el gran tema del capítulo
      dos de la Carta a los Gálatas,
      sabiamente analizado por Santo Tomás
      en su Super Epistolam Sancti Pauli Apostoli ad Galatas expositio. Releídos
      con cautela tanto la Carta como el Comentario
      del Aquinate, es imposible no
      encontrar ciertas analogías y aplicaciones a la presente tragedia. Pedro peca de debilidad por temor a los judíos, y con su debilidad
      induce a otros al error. Pecó por
      la fragilidad humana, porque temía
      desordenadamente,
      porque abandonó la verdad por temor al escándalo. Pecó por
      falta de discreción que tuvo, adhiriéndose demasiado al partido de los
      judíos, de modo que no será cuerdo decir que no fue reprensible. Así lo enuncia Tomás.
      A la derecha San Gustín. Citando
      luego  a 1
      Jn. 1,8, y pensando en la actitud de Pedro,
      agrega: si dijésemos que no tenemos
      pecado, ni venial, nosotros mismos nos engañaríamos. Es más,
      dando por sentado que ha cometido un pecado público, no privado, no
      aplica el axioma de
      internis non iudicat Ecclesia, sino este argumento: A
      los pecadores repréndelos delante de todos (I.
      Tim 5, 20). Lo cual debe entenderse de los pecados
      públicos y no
      de los ocultos, en los que se debe guardar el orden de la corrección
      fraterna. Y corona la argumentación con esta nueva cita bíblica:
      No
      respetes a tu prójimo cuando cae (en pecado público), no reprimas tu palabra cuando
      puede ser saludable (Eccli
      4, 27). Bueno
      será recordar o saber, que Benedicto XVI, en la  Audiencia
      General del miércoles 1º de octubre de 2008, y a propósito
      justamente de esta famosa Controversia de Antioquía, hizo el elogio de San Pablo y de su libertad
      interior, de sus encendidas
      reacciones con las que llegó
      a acusar a Pedro y a los demás de hipocresía, pues este
      comportamiento (el de Pedro) amenazaba
      realmente la unidad y la libertad de la 
      Iglesia. 
      Tampoco entenderemos
      el por qué, los mismos que nos piden emular a los santos, nos inhabilitan
      por causa de nuestra falta de santidad a querer imitar la recia conducta
      paulina o el buen consejo entregado por Santo Tomás de Aquino. Volvemos al
      interrogante ya planteado: ¿era santo Pablo
      de Tarso cuando se enfrentó con Pedro,
      y por eso no se le aplicaba a él negativamente el argumento ad hominem? ¿O su camino
      de santidad estuvo jalonado de pruebas tremendas, no siendo la menor el
      tener que enfrentarse cara a cara con el mismísimo Pedro? En
      su obra Las
      parábolas de Cristo, específicamente en el Capítulo
      52, analizando la Parábola de las puertas de la polis, el Padre Leonardo Castellani vuelve a decir lo que es justo sobre tan
      espinosa cuestión: No es necesario
      para el gobierno de la Iglesia, y la guarda de la Revelación, que el hombre Pedro,
      o el hombre Pío, o el hombre Juan,
      sean puros e inmaculados, aunque sea deseable. Pedro
      representa a Cristo y está en
      lugar de Cristo; y cuando
      reconoce, confiesa, profesa y proclama a Cristo,
      habla con la voz de Dios; pero
      el mismo Pedro como persona privada, hablando por sus fuerzas naturales y
      con su entendimiento humano, puede decir y hacer cosas indignas,
      escandalosas e incluso satánicas. Existen entre nosotros fulanos
      que piensan es devoción al Sumo Pontificado decir que el Papa
      gloriosamente reinante en
      cualquier tiempo es un santo y un
      sabio, ese santazo que tenemos
      de Papa, aunque no sepan un comino de su persona. Eso es fetichismo
      africano, es mentir sencillamente
      a veces, es ridículo; y nos vuelve la irrisión de los infieles:
      lo que cumple es obedecer al Papa y respetarlo en cualquier caso, como Pontífice; y amarlo como
      persona, cuando merece ser amado. Los defectos y los pecados personales
      son pasajeros; la función social del Monarca
      Eclesiástico es permanente.
       A la izquierda un dibujo del Padre Leonardo Castellani. Y
      en San
      Agustín y nosotros, publicada largos años tras su muerte, en
      Mendoza, hacia el 2000, 
      sigue
      Castellani
      especificando el candente tema: El
      Papa
      es infalible, pero no en todo. Cuando declara solemnemente las cosas de la 
      Fe,
      cosa que hace pocas veces, por cierto. Pero pretender como hace muchísima
      gente aquí que todos los Papas
      o tal Papa
      particular son maravillas de inteligencia y de rectitud, hasta llegar a
      renunciar al propio sentido moral, cerrar los ojos ante un error y una
      iniquidad manifiesta, y dar como anticatólico, o poco católico, o no católico
      al que no puede cerrar los ojos así, al que no puede renunciar a su
      sentido moral, eso es inventar un nuevo dogma, eso es rendirse a una
      superstición, eso es morar en plena exterioridad
      […] En
      otros tiempos, cuando el Papa
      se equivocaba, los santos de aquel tiempo le decían tranquilamente: Non lo sapevate un corno,
      y el Papa mismo rogaba que se lo dijeran. Había más caridad. Había
      comunión. He
      aquí la doctrina católica, obediente y amante ante el Vicario de Cristo,
      respetuosa de su investidura y de su rango, pero tan lejos de la papolatría,
      de la incapacidad de distinguir los distintos modos de magisterio, de la
      creencia casi docetista en la inmaculada concepción de cada Papa,
      de la ceguera y cortedad ante la humana y pecadora natura, y tan cercana
      en cambio al verdadero amor de caridad. Porque ya sabemos con San Agustín
      que la mayor caridad es la  Verdad. V.
      La mayor mentira de la mentira del Holocausto 
      A
      pesar de que lleva largo tiempo el alboroto inicuo armado ex profeso por
      el aparato judeo-modernista internacional contra las razonables
      declaraciones de Monseñor Richard Williamson, todavía no terminan de
      entender los católicos la verdadera gravedad de sostener la versión
      oficial del Holocausto. Incluso –y con pesar lo decimos- no terminan
      de entenderlo ciertos intelectuales católicos de orientación
      tradicionalista. A muchos de ellos el fastidio que les suscita la sola
      mención del NacionalSocialismo, y la posibilidad siquiera indirecta de
      que puedan quedar defendiéndolo, les impide ver la profundidad del mal
      que se está consumando ante nuestra vista. A la izquierda, la
      verdadera Bandera de la Patria. 
      Porque
      esta versión oficial del Holocausto, que desde antes del
      pontificado de Benedicto XVI ya Roma se había decidido a sostener y a
      preservar, y que ahora ha cuasi dogmatizado, no contiene sólo
      una inadmisible fábula histórica sino una horrenda falsificación
      teológica. El mito de la Shoá 
      no es principalmente inaudito porque se adulteren las cifras de los
      homicidios, las causas de las muertes o las condiciones edilicias de los
      campos de concentración. No radica su nocividad en hacer pasar por
      gases humanamente letales los desinfectantes del tifus, o en montar hornos
      crematorios después del triunfo aliado, o en trucar fotos, cifras,
      testimonios, juicios y acontecimientos. Ni siquiera es su peor culpa haber
      hecho un negocio multimillonario de esta mentira, como lo probó el
      judío Norman Finkelstein en su libro La industria del Holocausto.
      Todo esto y tantísimo más, describen la faz histórica, política y económica
      de este embuste basal del Siglo XX, asegurado por los verdugos
      inmisericordes de Nüremberg y sellado en las tenidas torvas de Yalta y de
      Potsdam. Y todo esto, claro, estará bien que se dirima en el ámbito de
      los estudios historiográficos, distante si se quiere de las cuestiones de
      Fe. Arriba a la derecha: Jesús Crucificado. Pero
      todavía hay algo mucho más tenebroso, y es la teología judaica sobre
      el Holocausto. Una teología dogmática que enseñan y hacen suya las
      más renombradas agrupaciones hebreas que suelen tener ahora libre
      acceso al Vaticano, o viceversa, que suelen dar hospedaje al Santo
      Padre. Según esta teología, Israel, no Cristo, es el Cordero
      Inmolado. Perseguido durante siglos y ofreciéndose en sacrificio
      permanentemente, alcanza el punto culminante de su ofrenda cuando muere
      masivamente bajo las tropelías del Tercer Reich. Tropelías
      antisemitas que, en esta cosmovisión mesiánica del Israel carnal, no
      tendrían sino como fundamento último las mismas enseñanzas católicas
      que durante siglos y siglos habrían predicado la culpabilidad hebrea en
      la muerte de Cristo. Al nazismo se llega por culpa del
      cristianismo; y bajo el nazismo la oblación mesiánica de Israel
      alcanza su punto culminante. Cristo es el gran destronado de su
      trono de Víctima, y acusados sus seguidores de instigación secular al
      antisemitismo, colócase en ese trono sangrante el mismo Israel. Del Gólgota
      ya no pende Aquel cuya sangre pidieron un día que cayera sobre sus testas
      impías y las de sus propios hijos. Pende sacrílegamente la mano y la
      mente, el puño y la inteligencia de aquellos que fraguaron la crucifixión
      del Redentor. Parodia
      endemoniada de la economía de la salvación,
      caricatura infernal del genuino mesianismo, subversión radical del
      sentido de la Historia de clara inspiración cabalística, esta versión
      teológica del Holocausto es la que debe saber todo católico honrado
      que está adquiriendo cada vez que le hacen creer que quien niega la
      Shoa no conoce el misterio de Dios ni de la Cruz de Cristo. Palabras
      insensatas pronunciadas el 30 de enero por el Padre Federico Lombarda (masón
      judaizante), Director de la Oficina de Información de la Santa Sede y
      que, lamentablemente, no fueron desmentidas ni enmendadas. Es
      por este carácter paródico y endemoniado del mesianismo de Israel,
      que sus principales ideólogos monopolizan la denominación de holocausto
      para lo sucedido durante la Segunda Guerra Mundial, no permitiendo que el
      término se use para los cien millones de cristianos masacrados por el
      Comunismo (obra judía) a lo largo de la casi totalidad del siglo
      XX, porque es bien sabido que la dirigencia comunista responsable
      de este martirio colectivo ha sido y fue en su casi totalidad de origen
      hebreo. Y
      es porque este carácter paródico del mesianismo debe quedar asegurado
      universalmente, que la teología dogmática judía elabora o promueve en
      abundancia obras como de los judíos Yad
      Vashem (Jerusalém), M.
      Polakoff (Iom HaShoá
      VeHagvurá. Un manual para el recuerdo), Isajar Moshé Teijtel (Alegre
      madre de hijos), Pasión
      intacta, de George
      Steiner, Breviario del Odio,
      de León Poliakov –con su prólogo
      meaculpista del protojudío
      Francois Mauriac-,The destruction
      of the European Jews, de Raul
      Hilberg o la de Gustavo
      D. Perednik, Teología del
      holocausto, que con interés y
       provecho
      puede consultarse en páginas de Intenet.  Precisamente
      en este ensayo dice Perednik , glosando a otros exegetas hebreos, que el Capítulo 53 de
      Isaías, llamado Del Siervo del Eterno, no
      sería una prefiguración de la Crucifixión
      de Jesucristo, sino que puede
      ser entendido perfectamente como una referencia al Holocausto,
      pues en él los sufrimientos son purificadores
      en dos sentidos: en lo personal y en un plano social (…) Aquí
      cabe evocar al filósofo que se basó precisamente en Isaías 53 para fundamentar su teología del Holocausto. Para el circunciso Ignaz
      Maybaum, el judío sufre a fin de despertar la conciencia del mundo gentil que es
      su victimario. A partir del
      martirio judío, la humanidad entera, por reflejo, ahonda su búsqueda en
      la senda del bien (…) Mira:
      yo pongo hoy delante de ti la vida y la bendición, la muerte y la maldición,
      concluye por decirnos la Torá.
      Berkovits, sostenedor de esta idea, agregará que en el tema del Holocausto,
      el contraste histórico es claro: desde los humos de Treblinka, irrumpe el Estado
      de Israel (un ladrón). Lo que Berkovitz
      denominaría, después del horror, la
      sonrisa suficiente. El
      retorno a Sión –asegura-
      da el significado a la historia judía. Pero
      ni este texto representativo ni este artículo agotan lo que cabría saber
      al respecto. La nómina de expositores de este paródico mesianismo, se
      engrosaría si incluyéramos en
      ella a ciertos autores protestantes, aliado permanentes del judaísmo,
      como Robert McAfee Brown,
      o sedicentemente católicos como Harry
      James Cargas, mucho más entitativo, audaz y heterodoxo que el vocero
      vaticano Lombarda, que no vayan a creer es poco.   VI.
      La Iglesia debe pensar católicamente Si
      se nos ha seguido benévolamente hasta aquí, con especial énfasis en la
      lectura del parágrafo anterior, un par de necesarias conclusiones
      podríamos ir elaborando. La
      primera es que la Iglesia
      no puede asumir como propia la versión oficial sobre el Holocausto, ni mucho menos
      dotarla de la intangibilidad que se pretende. Tiene
      esta versión un cúmulo inagotable de mentiras a designio, fruto
      principalmente de las llamadas campañas de desnazificación,
      manejadas exclusivamente por los judíos, con sus tribunales fiscalizadores, sus lavados
      de cerebro colectivos y sus programas
      de reeducación, cuya parcialidad antialemana y aliadófila jamás
      disimularon.  Terminada la
      guerra, en el Bundesland de Baden-Württemberg se publicó sin rubores: No debe ser dicho nada favorable
      sobre el Tercer Reich, y no debe ser dicho nada desfavorable sobre los
      aliados. Y en 1960, el
      Presidente de Alemania Federal,
      el masón Grado 33º Heinrich Lübke,
      hablando de los textos
      escolares referidos al
      lapso histórico alemán de 1933 a 1945, solicitó expresamente que
      trasmitieran aborrecimiento por el Tercer Reich.  Con
      sublevante patetismo se advierte que nadie pide estudiar la verdad histórica,
      investigar serenamente, escudriñar las fuentes, cotejar testimonios,
      fatigar archivos. Ningún rebelde librepensador se atreve al llegar aquí
      a pensar libremente. Lo
      que se pide es instalar de modo unánime y sacramental el pensamiento único
      elaborado por Israel. Ardid inmoral
      y escandaloso
      que viene siendo elaborado perseverantemente desde el infame juicio de Nüremberg,
      cuyas aberraciones de toda índole jamás se quieren mencionar. Empezando
      por la que señala Carlos Whitlock
      Porter en su Not
      guilty at Nurenberg: se
      desecharon sin escrúpulos las 312.022
      declaraciones notariales presentadas por la defensa, se aceptaron como
      moneda de buena ley, en cambio, las 8
      o 9 declaraciones presentadas por la fiscalía. Mención aparte
      significaría recordar la nómina de atentados judíos –algunos de ellos mortales-
      contra autores e instituciones dedicadas a la revisión histórica. Por
      probar este aserto, el 3 de enero de 1996, el embajador de Israel en la  Argentina,
      Israel Avirán, ordenó
      la captura y el secuestro de la revista Memoria
      que entonces era editada por un puñado de amigos. 
      El Santo Padre,
      precisamente por su doble condición de patriota
      alemán y de intelectual destacadísimo,
      debe ser la persona indicada para advertir que esta versión ruinosa y
      ficta no puede ser asumida por la Iglesia.
      Entiéndase bien: no se trata de exigirle a Roma
      que avale una determinada escuela historiográfica en contra de otra, ni
      de que tome partido por el revisionismo u otorgue rango de definición ex
      catedra a los asuntos meramente terrenos. Pero se trata sí, de rogarle con
      insistencia que busque celosamente la verdad del pasado, que promueva esa
      búsqueda con empeño y sabiduría, que apoye a los estudiosos serios y
      veraces, desdeñando interpretaciones facciosas, preñadas de
      adulteraciones y de embustes de grueso calibre. Se trata, en suma,
      de tener bien presente, que el último dogma fue el de la Asunción
      de María Santísima. A la derecha: estado en que quedó el Hotel Rey David de Tel Aviv,
      después del atentad perpetrado por los terroristas al mando de los
      sionistas Menajem Begin (luego Premio
      Nóbel de la Paz) y Chaim Weisman, todos ellos financiados por los judíos Rothschild
      de Inglaterra (Si el lector encuentra cierta similitud con la Embajada
      de Israel y la AMIA, no es
      mera coincidencia. N del E.) No
      podemos conformarnos cada
      vez con menos, que es una de las definiciones de la tibieza;
      ni podemos tampoco aceptar la necesidad del doble discurso como
      constitutivo ineludible de las relaciones diplomáticas. Cierto es que el
      grueso de las sociedades vive bajo las falacias de la virtualidad y bajo
      el sometimiento de esos ídolos que supo describir Bacon.
      Cierto que al amparo de esos ídolos, que entenebrecen la realidad, pocos
      y cada vez menos son los que distinguen lo que las cosas son, como gustaba decir Gilson. Y cierto al fin, si se quiere, que no le corresponde al Pontífice
      hacer de historiador, ni andar dirimiendo sobre el Ziklon
      B o los alambrados de púas en Auschwitz. Pero si ya no hemos de pedirle al Vicario de Cristo que combata a los
      hijos de las tinieblas, y bregue por la Verdad en la totalidad de sus
      manifestaciones, ¿a quién entonces deberíamos acudir los católicos? En
      su confortadora encíclica Spe
      Salvi , Su Santidad
      Benedicto XVI memora un texto del Sermón
      340 de San Agustín, que parece contener toda una respuesta al dilema que
      estamos planteando. Explica allí el Obispo
      de Hipona que una misión se ha impuesto: corregir a los indisciplinados, confortar a los pusilánimes, sostener a
      los débiles, refutar a los adversarios, guardarse de los insidiosos,
      instruir a los ignorantes, estimular a los indolentes, aplacar a los
      soberbios, apaciguar a los pendencieros, ayudar a los pobres, liberar a
      los oprimidos, mostrar aprobación a los buenos”. Todo un
      programa para estas cruciales circunstancias. 
      Pero además, y como quedó dicho, existe otra razón
      superior para que la Iglesia rechace
      enfáticamente la versión oficial del Holocausto, y es que tras la misma asoma una teología dogmática judía
      groseramente anticristiana, burdamente paródica del genuino mesianismo,
      deliberada mueca hostil de inspiración talmúdica contra la misión salvífica
      de Nuestro Señor Jesucristo, y su Divina Majestad. Llama
      poderosamente la atención que en estos agitados días alrededor del caso Williamson,
      haya pasado inadvertida toda voz eclesial, empezando por la de Benedicto XVI (su fotografía a la izquierda), que nos haya remitido
      a la Mit
      brennender sorge de Pío XI.
      Allí está todo lo que un católico debe saber para tomar distancias del NacionalSocialismo,
      y de cuanto aquella ideología y su concreción política pudieron haber
      tenido de injusto y aún de ominoso. Pero está todo lúcida y
      corajudamente explicado en perspectiva católica, para que ningún
      bautizado confunda el rumbo y la finalidad. La Cruz de Cristo –dice Pío
      XI- aunque su solo nombre haya llegado
      a ser para muchos locura y escándalo, sigue siendo para el cristiano la
      señal sacrosanta de la redención, la bandera de la grandeza y de la
      fuerza moral. A su sombra vivimos, besándola morimos; sobre nuestro
      sepulcro estará como pregonera de nuestra fe, testigo de nuestra
      esperanza, aspiración hacia la vida eterna (Nº 31). Los
      argentinos, además, hemos tenido la gracia del magisterio
      del Padre Julio Meinvielle. En
      su opúsculo Entre la Iglesia y el Reich, publicado en el mismo año 1937
      de la encíclica de Pío XI,
      abundan las razones por las que un católico no puede dar su adhesión al Nacionalsocialismo.
      Pero, insistimos, son las razones de la teología católica, no de la cábala hebrea; y
      de la historia veraz, no de la fábula del Holocausto. VII.
      El juramento antinegacionista 
      La segunda
      conclusión que debemos ir sacando es que Monseñor
      Williamson se quedó muy corto.
      Enhorabuena se haya atrevido a desenmascarar algunos aspectos de la faz
      histórica de la gran mentira pagando el alto precio de un linchamiento
      tan injusto cuanto deleznable, sin que las mismas autoridades de la Fraternidad
      Sacerdotal San Pío X hayan atinado a algo más que a sacarlo de
      escena, al compás de las exigencias vaticanas, de las coacciones rabínicas y de
      las inmundas disposiciones kirchneristas. Pero lo más importante para un católico,
      y sobre todo si se trata de un Obispo, es la faz teológica de esta ficción
      hebrea. Y sobre eso nada se dijo. A la derecha el verdadero Escudo
      Nacional. Entiéndase
      que no es esto un reproche hacia un clérigo que, en este momento de su
      vida, antes necesita y reclama con equidad un homenaje público que un
      reto. Pero si le estamos reprochando amablemente todo lo contrario de lo
      que el mundo le espeta, es para
      protestar por vía de paradoja, la indignación que nos causa el que no
      haya prácticamente un solo analista católico y bienpensante
      de esta cuestión que no haya pagado su tributo a la corrección política,
      diciendo que Monseñor Williamson
      estuvo imprudente o inoportuno. No faltó tampoco quien le atribuyó la responsabilidad directa en la reacción blasfema
      de la judería propalada por la televisión del Estado
      de Israel. Caído el árbol,
      los incapaces de la altura se abajan dócilmente para fabricar su propia
      leña.  No
      hay nada de cierto en lo que se dice contra Monseñor
      Williamson; y seguir repitiéndolo agrega estulticia a la ofensiva
      mundana contra este digno Pastor. Bien y sobradamente se sabe hoy que si
      no hubiera pronunciado sus traídas y llevadas palabras, cualquiera
      hubiera sido la excusa para
      presionar a Benedicto XVI e
      inculpar al Tradicionalismo
      hasta impedir su formal inserción en la Iglesia.
      Bien y sobradamente conocemos también la capacidad del enemigo para
      instalar un tema, inventándolo, y torcer el rumbo de la realidad hasta
      sustituirla por la virtualidad. De hecho, no son pocos los informes que
      vienen circulando desde hace años, incluyendo a Monseñor
      Lefevbre como una de las
      cabezas de una supuesta Internacional
      Negra. ¿Qué hubiera costado cambiar de chivo expiatorio? Sin el
      reportaje de marras, el montaje judeo
      -modernista estaría igual en todo su rabioso esplendor. Monseñor
      Williamson fue la ocasión y la excusa, el pretexto y la coartada. El
      objetivo era y es mantener en permanente estado de sospecha, de culpa y de
      marginación a todo lo que represente al Tradicionalismo
      Católico. Algunos,
      movidos por la más noble preocupación, han visto en las declaraciones de
      Monseñor Williamson
      un obstáculo para que el Papa
      pudiera seguir adelante con sus intenciones restauradoras, ya
      no de los cuatro obispos en apuros canónicos sino de lo que ellos
      representan desde el punto de vista del resguardo del magisterio
      tradicional. Pero por lo que llevamos dicho, no sólo es injusto
      convertir a Monseñor Williamson
      en un obstáculo -porque desde  el
      instante en que así lo han presentado, artificial e insidiosamente, él
      no ha hecho otra cosa más que poner la otra mejilla-, sino que clama al
      cielo escamotear a los verdaderos obstaculizadores que se muestran desfachatadamente
      en centenares de declaraciones judeo-modernistas.
      Que ante este obstáculo real y concreto –un verdadero montaje
      internacional contra la Tradición-
      nada se diga, intramuros o extramuros romanos, es lo verdaderamente
      preocupante e irritante. Cambiando la premisa
      clásica de Tertuliano, se nos quiere
      hacer creer ahora, que ya no la Sinagoga
      sino Monseñor Williamson en un
      reportaje televisivo, es la causa de todos nuestros males.  Quienes
      en vez de defenderlo a capa y espada -no tanto por la literalidad de lo
      que dijo, sino por lo que representa y encarna el que haya osado, y el que
      por eso mismo quieran exterminarlo  los honorables criminales de paz-, quienes en vez de sostenerlo,
      reiteramos, lo han llevado al convencimiento de que debe humillarse  hasta
      el anonadamiento, removiéndolo de sus funciones, se confunden si
      creen que pueden hacerlo en nombre de la prudencia, de los arreglos
      temporales, o sencillamente porque lo que debería retractar no es una
      verdad de Fe. Lo que en el fondo está en debate aquí, encarnado en la figura
      de este Obispo, no es si existieron o no las cámaras
      de gas; es si a partir de ahora son los judíos o es la Jerarquía Católica
      la que manda en la Iglesia y decide la suerte de sus hijos, de su
      magisterio y de su teología dogmática. Si es el báculo recio
      del Vicario de Cristo el que
      tiene que resonar imperativamente entre los fieles, o el cotorreo pérfido
      de los que siguen vociferando: ¡No
      queremos que Éste reine sobre nosotros! Una vez más lo repetimos: es
      la integridad del Antiguo y del
      Nuevo Testamento lo que nos moviliza; no el Manifiesto del NSDAP. Esta
      es nuestra abominable justicia. Sus formas son perfectas y nunca
      justicia más perversa y discutible obró con tanta corrección. Para ellos
      siempre habrá un lugar en el banquillo de los acusados: el Tiempo se
      acerca. Hemos
      escuchado y leído decenas de veces el fatídico reportaje que convirtió
      a Monseñor Williamson
      en un paria, y al caso que él
      encarna en un casus belli internacional en el que los litigantes y fiscales se
      amontonan para castigarlo, pero nunca para debatir académicamente lo que
      sostuvo. Es curioso. Se trata literalmente de un puñado de palabras
      racionales, mesuradas, matizadas, dichas sin el menor compromiso con una
      ideología y sin el mínimo asomo de odio racial o religioso. Sólo
      una hipocresía de inspiración satánica, y un plan maldito de idéntico
      origen, pudo convertir ese manojo de serenas, acotadas y eventuales
      reflexiones históricas en la piedra de escándalo para poner en
      entredicho la decisión pontificia
      a favor de la  Fraternidad
      Sacerdotal San Pío X, por un
      lado, y el derecho del Tradicionalismo
      a pertenecer a la  Iglesia, por otro. La
      reacción de Roma fue la peor
      de todas. Con fecha 4 de febrero
      de 2009, la  Secretaría de
      Estado del Vaticano hizo público un Comunicado
      que, en la parte que nos concierne dice: Las posturas de monseñor
      Williamson sobre la Shoá son absolutamente inaceptables
      y firmemente rechazadas por el Santo Padre, como él mismo ha recordado el
      28 de enero pasado, cuando, refiriéndose a aquel
      salvaje genocidio, reafirmó su plena e indiscutible solidaridad con
      nuestros hermanos destinatarios de la Primera Alianza, y afirmó que
      la memoria de aquel terrible genocidio debe inducir a
      la humanidad a reflexionar sobre el poder imprevisible del mal cuando
      conquista el corazón del hombre, añadiendo que la Shoá permanece
      para todos como advertencia contra el olvido, contra la negación o el
      reduccionismo, porque la violencia hecha contra un solo ser humano es
      violencia contra todos. El obispo Williamson, para ser admitido a las funciones episcopales en la Iglesia, deberá
      también tomar de modo absolutamente inequívoco y público distancias a
      sus posturas sobre la Shoá,
      desconocidas por el Santo Padre en el momento de la remisión de la
      excomunión. Es  una declaración de pésima factura doctrinaria y prudencial,
      que en vano se podrá atemperar adjudicándosela al Secretario de Estado,
      mientras desde instancias más altas se la refrende, sea tácitamente, por
      omisión de rectificaciones, o con hechos concretos. Se
      trata, en rigor, de la puesta en práctica de un nuevo juramento que
      sustituye al ya tristemente dado de baja en 1967, y que impusiera en 1910
      San Pío X en el Motu Proprio Sacrorum Antistitum. A partir de ahora no es contra el
      conglomerado de todas las herejías que los religiosos deben jurar
      rechazo y animadversión, sino contra el
      negacionismo, ridículo efugio de la neoparla hebrea para calificar
      bajo tal mote a todo aquello que ose poner en discusión racional la amañada
      versión preponderante del Holocausto, con
      su doble mitología , la histórica y la teológica. 
      Y a partir de ahora, repetimos, Monseñor Williamson y todo aquel que quiera ser admitido a las funciones episcopales en la
      Iglesia, deberá hacer profesión
      pública de que admite y tiene por válida esta flamante dogmática,
      incorporada al Syllabus, en tiempos en que este glorioso vademécum de las heterodoxias
      condenables ha cedido su lugar a la libertad irrestricta de pensamiento. Las
      nuevas y escandalosas declaraciones del protojudío Padre
      Federico Lombardi –director de la Oficina
      de Información de la Santa Sede, recordémoslo-, no hacen sino
      ratificar hasta qué punto las autoridades romanas se han decidido a conferir carácter dogmático al antinegacionismo. En efecto, el
      viernes 27 de febrero de 2009, la precitada Oficina hace público un comunicado, en el cual –a la par que
      rechaza las disculpas ofrecidas por Monseñor
      Williamson, teniéndolas por
      insuficientes-, le ordena que, de acuerdo con
      las condiciones establecidas por la nota de la Secretaría de Estado del 4
      de febrero de 2009, tendrá que tomar de modo absolutamente inequívoco y
      público distancias a sus posturas sobre la Shoá.
      No encontramos palabras para calificar tamaña
      obsecuencia al poder judío, tamaña falta
      de caridad para con el derrumbado Monseñor
      Williamson, y tamaña osadía como para configurar de
      hecho este nuevo juramento antinegacionista,
      a todas luces contrario a la verdad histórica y teológica, y funcional
      en todo a
      la estrategia israelita de victimización perpetua. Ni
      con el tema de la  Inquisición
      se llegó tan lejos. Urgido Juan Pablo II tras la Memoriali
      Domini a que aquel Santo Tribunal fuera condenado enérgicamente, el
      Papa respondió creando una Conferencia Internacional de Estudios, en
      1998, asesorada por tres Cardenales y presidida por el Profesor Agostino
      Borromeo. Seis años después, un enorme volumen titulado precisamente La
      Inquisición, recogía los resultados de aquellos académicos e investigadores,
      llegando a la conclusión de que la vilipendiada institución está
      lejos de ser como opinan los enemigos de la Iglesia. Al Holocausto, en
      cambio, no se le puede conceder este rango de objeto de estudio. Por eso,
      no nos equivocamos cuando llamamos irreflexiva
      a la decisión de incorporarlo, de facto, al Símbolo
      de los Apóstoles, con un status cuasi dogmático, que no se trepidó,
      por ejemplo, en rechazar para la creencia en el limbo. Extraño
      caso el de la Santa Madre Iglesia. No se conoce otra religión con una legítima
      estructura jerárquica bimilenaria, en la cual, agentes externos, y tradicionalmente tenidos por repugnantes impugnadores de la Fe que
      esa estructura jerárquica preserva, le indiquen imperativamente a quiénes
      se puede canonizar, qué oraciones se deben rezar en los oficios
      cuaresmales, cómo y bajo cuáles formas se han de aplicar sanciones y der
      excomuniones, y al fin, en qué nuevos dogmas habrá que depositar la
      certeza a priori e inconcusa como conditio
      sine qua non para pertenecer al rebaño, ser admitido
      a las funciones episcopales y, perseverando mansamente en esa línea,
      tal vez, algún día, alcanzar la salvación eterna. Y
      extraño caso además, el de esta Iglesia, que 
      asfixiada y coaccionada por estos agentes externos –repetimos:
      tradicionalmente tenidos, y con razón, por infames impugnadores de su
      doctrina- los convoca para darles
      satisfacciones, concesiones y aún perdones, pero no recibe de ellos gesto
      equivalente alguno sino mayores e insolentes destemplanzas. Cuando el
      12 de febrero, el Santo Padre convocó humildemente a su sede a las
      autoridades de la  Fundación
      Judía Appeal of Consciente
      (financiada por la Fundación
      Rockefeller y de la Fundación Ford), y –tal vez a los efectos de descongestionar
      tanto entredicho- llamó a los israelitas ya
      no hermanos mayores sino padres
      en la  Fe. El judío Arthur Schneier, presidente de la entidad
      invitada le dijo textualmente: Las víctimas del Holocausto no nos han dado el derecho de perdonar a
      los culpables ni a los que niegan el Holocausto. Y cuando Monseñor
      Williamson, acosado hasta el límite de sus fuerzas, en soledad absoluta y
      bajo la presión de quienes debieron respaldarlo, escribió el  26 de febrero, al llegar a Londres: A
      todas las almas que quedaron honestamente escandalizadas por lo que dije,
      ante Dios, les pido perdón, contestó
      inmediatamente el  vicepresidente
      del Consejo
      Central del Judíos en Alemania, Dieter
      Graumann, diciendo que no
      aceptaba el perdón. Otras cabezas rabínicas emularon su actitud. ¡Ellos,
      los deicidas, los criminalistas rituales, los responsables de homicidios
      innúmeros, los martirizadores de pueblos cristianos, los apedreadores de
      Esteban y los acuchilladores del Santo Niño de la 
      Guardia, los cruentos despojadores de Palestina, los recientes
      invasores de Gaza a sangre y fuego!
      ¡Ellos, los
      carceleros de los soviets, los instigadores de las chekas, los verdaderos
      dueños de los gulags, los sicarios de San Simón de Trento, los
      crucificadores de San Guillermo de Norwich, los que hace dos mil años
      gritaron crucíficale al Justo entre los justos!.
      Ellos, los sepulcros blanqueados, los hijos del homicida desde el
      principio, los que por dentro están llenos de huesos de muertos y de
      podredumbre (Mt. 23, 27-24), no pueden perdonar ante quien se prosterna
      para pedirles un perdón ¡que no merecen ni corresponde ni cabe! 
      Qué razón tenía el Padre Castellani cuando decía que si
      se hacen manteca los leales, se salen de la vaina los protervos.
      Qué razón mayor tenían los honrosos hermanos, los judíos Lehmann,
      cuando ya conversos y sacerdotes ambos, se dirigían a los aún circuncisos de cuerpo y de alma
      para asegurarles que un día, en reparación de sus muchas ignominias,
      tendrán que acercar sus labios a las llagas de Cristo, y dejar caer sobre
      ellas torrentes de lágrimas. VIII.
      La patria es un dolor que no tiene bautismo Por
      esos extraños designios de la Providencia, el caso Williamson puso a la
      Argentina en el centro de las observaciones mundiales, por las obvias
      razones de que aquí, en estos lares, residía circunstancialmente el
      Obispo agraciado primero por la des-excomunión pontificia, y caído en cósmica
      desgracia después, al adjudicársele el pecado mortal de haber leído el Informe
      Leutcher (que dicho sea al pasar nunca rebatido
      con la seriedad que fue escrito; N. del E.). Era
      toda una ocasión para que la Jerarquía Eclesiástica Nacional estuviera
      a la altura de las circunstancias, aclarando, distinguiendo, definiendo,
      ponderando razones, personas, intenciones, circunstancias y fines. Una vez
      más, sin embargo, mostraron sus miembros la cobardía inmensa que los
      caracteriza, el contubernio judeomásonico
      que practican, la ignorancia crasa que los inunda, la complicidad con los
      enemigos de Cristo y la pusilanimidad 
      femenil para jugarse por la Fe de Siempre. Algo más grave aún
      mostraron en la ocasión: la incapacidad de alegrarse por la unidad de la Iglesia,
      propiciada por Benedicto XVI al levantar las excomuniones, y la paralela
      aunque torva capacidad para irritarse sin disimulos ante la sola
      posibilidad de que el Tradicionalismo ya no constituyera un cisma formal
      sino una integración eclesial plena. Desde el Cardenal Primado (Monseñor
      Bergagoglio) hasta un imbécil que supo ser su vocero e insiste en
      llamarse Marcó (Marcó: hasta las cucarachas de casa saben que eres un
      judío perdulario), todos cuanto mal
      hablaron o peor callaron merecen nuestro profundo desprecio.
      Por culpa de sus defecciones y de sus deserciones, de sus mutismos
      perrunos o sus verborreas medrosas, la
      patria sigue siendo ese dolor que no tiene bautismo,
      como llorara Marechal, nuestro poeta nacional, en versos casi póstumos. A
      estos no hay que escupirles las caras. No. Hay que escupirles dentro de la
      boca, y cerrándosela, obligarlos a que traguen el salibazo. Monseñor
      Williamson fue echado por la tiranía
      masónica y marxista de los Kirchner. Empezaba
      la  Cuaresma, literalmente
      hablando, cuando la vil determinación se dio a conocer. No hubo un solo
      pastor que acompañara al cadalso a la víctima, con su palabra, con su
      gesto, con su pecho fraterno. No hubo un solo pastor despidiéndolo y
      resguardándolo en el espacio cochambroso donde recibió su último
      vejamen por un judío disfrazado de periodista.
      Esta marca de la iniquidad difícilmente la perdone y la borre el Señor
      del rostro ya llagado de la Iglesia en la Argentina. Los inicuos lo
      declararon persona no grata en el territorio nacional. Los argentinos bien
      nacidos, esto es, a la vera de la Cruz Fundadora, habrán de considerarlo
      algún día un compatriota digno y respetable, cuya presencia ya se avisora. IX.
      ¿Quo vadis, Domine? Conocida
      es la antiquísima leyenda, según la cual, Pedro escapaba asustadizo de
      Roma para ponerse a salvo de las persecuciones ordenadas por el demente
      Nerón y su corte pletórica de judíos. En medio de la crispada fuga, se
      le habría aparecido Jesucristo, colocándosele frente a frente con
      imperativa mansedumbre. Entonces, cubierto por la perplejidad y el temblor,
      la pregunta petrina brotó espontáneamente de los labios: ¿Adónde vas, Señor? Y el
      Señor le contesta, con la misma potestad con que lo convenció una tarde
      sobre el mejor destino de sus redes: Voy
      a Roma, a hacerme crucificar por segunda vez, porque tú y mis propios
      discípulos me abandonan. No hizo falta abundar
      más en palabras. Pedro selló la respuesta rotunda de su fidelidad,
      regresando hacia donde huía para abrazarse al martirio. Con la tierra
      como cabecera de su torturante cruz, habrá visto más diáfano el cielo
      ya sin sombras que lo aguardaba victorioso (N. del E.: la versión que dice que Cristo
      le habría dicho a Pedro, voy a la Argentina donde los políticos y
      gobernantes me crucifican cada diez minutos, no debe ser tenida por válida y deber ser reemplazada
      por: me
      crucifican todas las veces que pueden).  Que
      nadie se confunda ni se escandalice entonces. Que no haya perturbaciones
      indebidas ni sobresaltos reñidos con la fortaleza que la hora exige. Que
      cesen los planteos estratégicos, inmanentistas, casuistas. La prudencia
      falsa, el remilgo presto, la majadería abundante: acaben cuanto antes.
      Que no sigamos ya debatiendo posibilidades condicionantes: si puede un
      simple laico –paria en su tierra y huero de todo poder- salirle al cruce
      al mismo Papa con reconvenciones duras o expresiones terminantes; sí
      puede un simple laico andar recordando la posibilidad de un tiempo parusíaco;
      sí puede un simple laico pedirle al Pontífice que
      sea piloto heroico atado al timón en la borrasca inclemente;
      sí puede un simple laico, hijo huérfano de padres vivos, rogarle que
      apaciente a su rebaño, refugiado hoy en el páramo y acorralado por la 
      Sinagoga; sí puede un simple laico proclamar el derecho a la
      Iglesia Triunfante, sin las debilidades de la iglesia de Éfeso que perdió
      su primer amor, ni la mundana de Pérgamo que mezcló doctrinas, ni la
      tibia de Laodicea, que no quiso elegir ni lo frío ni lo caliente, ni la
      de Argentina, que es una albóndiga embrujada, con
      curas que son flanes, y el que no, es sibarita. Sí,
      podemos y debemos los simples laicos hacer todo lo posible por resguardar
      el honor de la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica. Sí, la que
      sobrevivirá a toda esta mugre. Reconocemos
      en el Papa -en Benedicto XVI, en quien le antecedió y en quien le suceda-
      al Vicario de Cristo. En tanto tal, es suyo nuestro amor, nuestro
      vasallaje, nuestro respeto y nuestra obediencia. Suya también, con el
      auxilio de la gracia, nuestra decisión irrevocable de vivir
      y morir en la Iglesia que preside y gobierna,
      que fue la de nuestros padres, abuelos, tatarabuelos y hasta donde se
      pierde la genealogía. Pero
      precisamente porque el amor nos mueve, es que queremos para el Papa el más
      alto de los destinos en esta hora de prueba. El destino de Pedro, que
      tentado por la comprensible y humana debilidad a una fuga indecorosa -como
      temió antes por la presión judía, como temió aquel viernes cuando el
      gallo resoplaba tres veces-, reciba al Cristo recio
      e impasible
      en su camino. Y ya no pueda fugarse sino
      arraigarse a la sangre redentora. ¿Adónde
      vas, Señor? No; ya no vayas tú, El
      que ha de volver. Es mi turno y mi puesto, mi
      guardia, mi honor, mi misión indeclinable. No vayas Tú, Dios mío. Pero
      dame las fuerzas para que en mi viaje hacia el Calvario, mi
      ejemplo arrebate a los bautizados fieles, saque a los débiles de la
      molicie, a los felones de su ruina, y resulte aguijón punzante con que la
      voluntad de los virtuosos se despierte aún más resuelta, se enderece
      como una lanza en la vanguardia, y se disponga sin regreso a la batalla
      final.       |