PADRE JULIO MEINVIELLE: A 35 AÑOS DE SU MUERTE
 

Palabras de un viejo feligrés,  Don Ángel Tacchela , al terminar la misa de cuerpo presente en Nuestra Señora de la Salud ( 3 de agosto de 1973)

Un lejano día de marzo de 1933, apareció en Versailles, un joven sacerdote con su negra valija en mano, caminando por la calle de tierra de este alejado barrio del oeste, preguntando a los vecinos por la calle Marcos Sastre y Bruselas. Alguien lo acompañó hasta allí, pero no hay nadie, todo está cerrado. Ροr fin, un feligrés se acerca, abre la puerta de una muy pequeña piecita, le muestra la humilde capilla vacía y le dice: ¡esto es todo!

Esa fue la entrada triunfal del primer párroco de la Iglesia de Nuestra Señora de la Salud, a quien todos -vecinos de los mil rincones de la Patria- estamos llorando por su partida al Reino de la Iglesia triunfante. No se podría pensar un minuto siquiera, que un sacerdote del temple y del corazón del Padre Julio se desanimara ante tanta pobreza y tanta soledad. Era un auténtico misionero de Cristo, su fe era sólida fe de quien conocía a fondo el Evangelio y su deseo era llevar la buena nueva al barrio que le habían destinado sus superiores. Comenzó entonces lo que sería una obra titánica, como sólo pueden llevar a cabo los que tienen fuego de Dios en el alma. Funda las Conferencias Vicentinas para seguir el lema: pobre entre los pobres, ayudemos a los más necesitados. Agranda la capilla que ya es demasiado pequeña para la cantidad de gente que viene a la Santa Misa, atraída por su convincente palabra. Construye el primer salón para reuniones, conferencias, enseñanza del catecismo de la doctrina cristiana a los chicos y cine festivo los domingos, que costará 5 centavos y será gratis para los que tengan al día la planilla de asistencia a los oficios religiosos.

Crea el Círculo Católico de Obreros y forma en profundidad a los hombres que ansían trabajar en la vida sindical, dentro de una concepción católica de la economía. Además, da vida a distintas ramas de la Acción Católica Argentina y sobre todo, en el verdadero sentido de su paternidad espiritual, abre las puertas de su casa, que nunca se cerrarían a través de 17 años de párroco, para atender a todos los que quieran acercarse a él, porque están enfermos de cuerpo o doloridos en el alma.

Dio de beber a los sedientos, descanso al peregrino, ayuda al pobre, consuelo al afligido, colchón al que no poseía nada. El dοrmiría sobre tablas, debajo de una infernal máquina de cine, pero nadie que se acerque se irá con las manos vacías...

Su predilección fueron los jóvenes, por eso crea en el país la Unión de los Scouts Católicos Argentinos, y será la de su parroquia la Agrupación N° 1, por la que han pasado una buena parte de los que hoy lo acompañan a su última morada terrena. Bajo su protección también se organiza la Juventud Obrera Católica, que trae una savia nueva al tronco siempre florecido de la Iglesia. No contento con la lenta acción pastoral, ni con su deseo de transmitir a todos una profunda, perenne y eterna doctrina católica, piensa con visión de futuro y levanta el monumental templo de Nuestra Señora de la Salud, que hace exclamar al recordado Cardenal Copello cuando llega el día de su inauguración: “¡esto no es una iglesia, esto es una catedral!” Su imaginación y la clara conciencia que tiene de los desvelos de los pontífices para el logro de una niñez sana, le permite y lo impulsa a crear de la nada el Ateneo Popular de Versailles, una de sus obras más acabadas y perfectas.

Pero a nosotros nos toca hablar solamente del párroco de Nuestra Señora de la Salud. Y el breve resumen de las mil obras realizadas quedaría vacío, sin espíritu, en silencio, sí no habláramos del sacerdote ejemplar. Quien ha convivido tantos años a su lado, quien ha peregrinado junto a él en tantas jornadas, quien supo de sus alegrías y de sus tristezas, de sus contrastes y de sus victorias, quien participó en casi todas sus obras de una manera continua y reverente puede decir con el cariño del feligrés, pero con la verdad de su propia realidad que la gran virtud del Padre Julio fue siempre y en todo momento, su humildad, su gran humildad. Versailles no conoció a fondo al ilustre filósofo, ni tampoco al teólogo tomista, certero en sus juicios y lúcido en sus libros. Tampoco conoció a fondo al periodista de estilo claro y de polémica incesante y aguda. Ni al político combativo de todas las horas. Ni al profesor erudito, ni al conferenciante aplaudido. La parroquia de Versailles, sí conoció y conoció mucho al sacerdote para toda la eternidad, al sacerdote piadoso, al sacerdote que amando a los pobres, amaba a sus hermanos en Cristo; al sacerdote que nunca cobró un bautismo o un casamiento; al sacerdote que siempre tenía una palabra justa y un consejo sanο. Al sacerdote tan humilde, que había dejado atrás su apellido para llamarse solamente Padre Julio.

Por ello al despedirnos de él, no podemos hacerlo a la manera pagana, a la manera de los que no tienen fe. Él nοs enseñó otra cosa, él nos predicó que los limpios de corazón verán a Dios. Y nos leyó muchas veces el Prefacio de los Difuntos: “Para los que creen en tí, la vida no termina, sino que se transforma, y, al deshacerse esta morada terrenal, se prepara una mansión eterna en el cielo”.

Como el Padre Julio tenía el alma limpia, los que aprendimos de él tantas cosas, no podemos confundimos y olvidar las principales. Por ello, no hay ya tiempo para lágrimas -aunque tal vez no podamos reprimirlas.

Por ello sólo rezaremos para que Dios lo reciba en Su Santa Gloria y nos dé a todos nosotros, la gracia infinita de volverlo a ver.

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Nota catapúltica: Hace 35 años, en un día plomizo y frío y con el corazón partido, despedíamos a nuestro Maestro, ese extraordinario sacerdote que “había dejado atrás su apellido para llamarse solamente Padre Julio”. Después de 40 días de tremendos sufrimientos -no sé si le quedó un hueso sano después del accidente- los mismos 40 días de su ayuno cuaresmal, el Padre Julio se presentó ante Dios. En la víspera, pude entrar por unos minutos a la habitación del Sanatorio “San José”: era  la última batalla y su cuerpo maltrecho echaba el resto. Al salir, transido por la pena, me abracé con uno de los amigos del grupo que iba, a finales de los años 50, a la Casa de Ejercicios de la calle Independencia, a estudiar la Suma los domingos por la mañana. (Había que acostarse temprano el sábado porque a las 9 y media en punto empezaba la lectura, y el Padre era avaro de su tiempo). Como la congoja y las lágrimas eran incontenibles, se nos acercó para bendecirnos y consolarnos el Padre Renaudière de Paulis O.P. Él nos dijo que antes de su agonía, el Padre Julio había tenido fuerzas para implorar al Cielo que las madres argentinas criasen bien a sus hijos, en la Fe y en el amor a la Patria. Fue su lección postrera.

 

Hace 35 años, todo un mundo desaparecía para mí: el Padre Julio me había iniciado en el conocimiento y en el amor de Santo Tomás (el tomismo es una gracia, solía repetir); me había casado; había visto nacer a mi hijo mayor. ¡Hasta aprendí a degustar el buen vino!. Con él se iban 15 años felices e inolvidables -creo que no dejé pasar una semana sin verlo- y al final me pasó lo mismo que a sus feligreses de Nuestra Señora de la Salud: el sacerdote “para la eternidad” había dejado atrás al teólogo y al filosófo, al escritor fecundo, al  polemista que fue “martillo de herejes”. Había quedado nada más que “el Padre Julio”. Esa fue su dimensión cabal y la que en definitiva marcó a fuego a muchos de los que lo conocimos. "La Iglesia fue su vida y la Patria su herida" escribió el Padre Sato en el hermoso poema que le dedicó, en admirable y exacta síntesis.

 

Pasaron 35 largos años y para aquellos jóvenes alumnos -hoy casi setentones- de los domingos “de la Suma”, ha pasado ¡ay! mucho tiempo, pero no pasó el Padre Julio. Su ejemplo y su recuerdo han servido de acicate formidable para seguir adelante, de sostén en horas de prueba, de faro que alumbra el final de la travesía.
 

Gracias te doy, Dios mío, porque pusiste en mi camino al Maestro impar que fue Julio Meinvielle

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