DE LA OPORTUNIDAD A UNA CRISIS

por Alberto Asseff

Presidente de UNIR  -   Unión para la Integración y el Resurgimiento  -  pncunir@yahoo.com.ar

 

                        Se sabe que una crisis es una oportunidad. Lo que se ignoraba es que una -la- oportunidad puede devenir en una crisis. Nosotros somos así, diferentes. Cuando el mundo periférico estaba descolgado de los mapas, nosotros, allá por los fines del s. XIX, desarrollamos un país deslumbrante, aunque socialmente desigual. En contraste, simultáneamente con la emergencia de países postergados, a mediados del s. XX, la Argentina fue paulatinamente rezagándose al grado de erigirse en un país declinante, un Japón al revés, que teniendo de todo se empobrecía.

                        Frondizi, hace medio siglo, clamaba por el desarrollo industrial para revertir el deterioro de los términos del intercambio, esto es que vendíamos la producción primaria barata y comprábamos productos elaborados caros. El resultado era penoso: nos endeudábamos hasta el tuétano y no salíamos de pobres.

                        Alfonsín zozobró en medio de esa ecuación: bajos precios para lo nuestro, altos para lo ajeno y gran deuda, todo lo cual desembocaba en inflación devastadora.

                        De la Rúa, aparte de su inopinado autismo, cayó por lo mismo, con el agregado de la bomba de tiempo que le dejaron con el anclaje 1 a 1 que, pensado para un breve lapso, embriagó a medio país que lo hizo perdurar cual droga, como ese quebrado que no quería sacarse el yeso. Estalló como no podía ser de otro modo.

                        El actual gobierno bifronte -algo que es ultraconstitucional- heredó una bonanza extraordinaria. Se viven los siete años de vacas gordas en todo el planeta productor de alimentos. Desde Kazajstán hasta El Salvador, todos los productores agrarios gozan de precios cada vez más jugosos. ¡Por fin llegó un tiempo justo para los sudorosos pueblos que laboran la tierra!

                        Así, la Argentina con sólo adoptar un control de su caja apostando al superávit fiscal, mejorar el sistema recaudatorio, favorecer las exportaciones -y en correlato disuadir importaciones superfluas- y apreciar el dólar logró crecer -no desarrollarse, que es otra cosa- al 8% acumulativamente durante cuatro años.

                        Se realizó esta expansión con escasa inversión. Se aprovechó la capacidad ociosa, efecto de la recesión del 1998-2002.Y hubo viento de cola. 

                        Empero, un sector productivo desplegó un formidable avance tecnológico y en todo el proceso conexo. Fue el rural. Inclusive se internó en la tecnología del conocimiento.

                        Maquinaria, técnica de sembrado, mejores semillas, sistema de comercialización, puertos y sobre todo esa envidiable voluntad de trabajo, de hacer cotidianamente, con sol o con lluvia.

                        Estábamos acercándonos a una cifra mítica: 100 millones de toneladas. Con las retenciones, el campo financió estos años los planes de ayuda social a los compatriotas empobrecidos -no sé si también a los indigentes, porque están tan sumergidos y olvidados que ni siquiera tienen energía para formalizar el papeleo que les permita acceder a esos beneficios.

                        También, el sector agrario ha transferido dinero para que el poder gubernamental los centralice, dispendie,  despilfarre,  saquee y para que lo use con finalidades clientelístico-electorales.

                        El campo tributó a la solidaridad nacional y lastimosamente también al malgasto que practica el gobierno. Y al sobregasto burocrático.

                        ¿Qué ha pasado para que la oportunidad se vuelva una crisis? ¿Cómo se explica que cuando los precios estaban por el suelo nos iba mal y ahora que tocan las nubes nos invadan las sombras?

                        En medio de la colosal bonanza de este quinquenio, el gasto público ha ido aumentando. En 2007 se incrementó el 38%. La deuda externa se halla al mismo nivel que en 2001 cuando estalló la Argentina: us$ 145 mil millones. Otra vez nos enfrentamos ante vencimientos insoportables: us$ 27 mil millones de acá a 2010. Proseguimos con la tenebrosa espiral de deuda por deuda para arribar a más deuda.

                        ¿Adónde va toda esta masa de dinero? Las provincias siguen penando por pequeñas obras demoradas. El interior se deprime. Se desordena el poblamiento territorial. Las cloacas y el agua corriente continúan siendo los anhelos de añares. La infraestructura -desde energía hasta caminos, ferrocarriles, subtes- prosigue en el capítulo de los anuncios y postergaciones.

                        La educación y la salud pública están estancadas tal como eran entonces, salvo que ahora con más desmotivación e insolidaridad de sus agentes y con la ascendente obsolescencia edilicia.

            ¿Pero, quién se queda con la fenomenal cantidad de recursos?

            En forma desquiciante se ha tejido una perversa red de subsidios. Todo es distorsionado. Es como si atáramos con alambre al país, en tiempos tecnológicos, precisamente inalámbricos. Para colmo se desempolvan enmohecidos dilemas ideológicos y de clases.

            No tengo certeza, pero valdría meditar sobre el aserto del premio Nobel Norman Borlaug: "los países pobres no necesitan comida barata para comer, sino comida cara para vender". Parecería que producir y vender más nos ayudaría a todos, empezando por quienes más necesitan.

            La ausente política agropecuaria de largo plazo y la mano estatal que se entromete sin planes han traído la consecuencia de que seamos el único país del mundo cuya producción lechera decae, cuya ganadería tiende a declinar y que en general, en medio de la demanda planetaria de alimentos, nos encaminemos a desalentar su producción. Esto testimonia dolorosamente dos cosas: que gobernar desde los escritorios de Buenos Aires es una cuestión absolutamente agotada y que en 2008 debemos, correlativamente, replantear el añejo asunto del federalismo.

            Repugna que se apabulle al campo con cataratas de denuestos en lugar de incentivarlo para que ensanche su labor y para se desarrolle la cadena agroindustrial.

            ¡Qué país es esta querida Argentina! Algo que dirimimos en 1853-1860 nos vemos compelidos a traerlo de nuevo a la primera escena 150 años después.

            ¿Quieren más prueba de mediocridad y de pésimas gestiones de gobierno. 

            Lo mejor del campo es su reclamo de federalismo. Esta exigencia engrandece y ennoblece a los ruralistas, aún más que la propia nobleza de su faena diaria.

            El otro objetivo, el de que en vez de darles, no les saquen, es igualmente criterioso. Es un factor de sensatez en medio del desquicio. ¿Qué sentido tiene que miles de productores hagan papeleos para nutrir a la burocracia parasitaria? Si les van a devolver todo lo que les deducen por retenciones, pues que no se les retenga. Nos ahorramos, el país, alimentar a la burocracia y los productores tener que ir a los pueblos para buscar gestores, contadores, abogados y hacer colas en oficinas públicas y en el Banco.

            No es difícil si hay lealtad en la negociación arribar a acuerdos que mitiguen internamente el impacto al alza de los precios de los alimentos. La demagogia bastarda de "o el estómago de los argentinos o la codicia de los estancieros" es tan espuria que sólo amerita el repudio de un renglón. Así no se gobierna.

            No es inalcanzable concordar en una política integral para todo el agro, con estímulos y también con disuasivos, como por ejemplo para preservar los bosques y la salud de los suelos.

            No es imposible dejar de mentir y de ideologizar el conflicto. Mentir que los ruralistas son los causantes de la inflación, por caso. Ideologizar que el pequeño chacarero de Presidencia Roque Sáenz Peña o de San Pedro es un oligarca al que hay que extirpar, previo a exprimirlo.

            Los chacareros no construyen barrios amurallados. Por el contrario, promueven los edificios que hacen progresar desde Villa María hasta Pergamino, pasando por Rafaela y Reconquista y siguiendo por todas las poblaciones de más de media Argentina por no exagerar. Cultura, escuelas, comercio, gastronomía, agencias automotrices, toda la bonanza del campo se derrama en 500 ciudades argentinas. Incluyo a algo esencialísimo: el trabajo del campo arraiga a millones de argentinos en el interior profundo, algo bendito.

            Solidaridad no es confiscación, justicia no significa execrar la legítima ganancia. No se puede sacar de la galera una crisis en un mar de oportunidades. Pero así lo han hecho. Magia al revés. O, peor, prejuicios idelógicos rebrotados como si aquellos jóvenes setentistas, hoy devenidos en nuestros gobernantes, experimentasen una contranatura transfiguración: se autoproclaman progresistas, pero son los más nocivos agentes del atraso argentino. Usan los procedimientos que ni la denostada vieja política en momento alguno tuvo.

            ¡Ojalá reparen a tiempo que el campo en uno de los mejores aliados del futuro nacional! ¡Cómo me gustaría verlo en los surcos en lugar de que esté en asamblea! Si él nunca tuvo vocación por el desorden y siempre apostó al trabajo!.