PRAGMATISMO Y DECADENCIA.  DE LA EDAD DE LOS SABIOS AL DESGOBIERNO DE LOS MEDIOCRES

por  Jorge E. Camacho

 

(Extracto del Cap. XII de mi ensayo: En Torno al Misterio de la Tradición Primordial , aún sin publicar.)

 

La educación en el mundo tradicional, tanto en la edad antigua como en la medieval, se encontraba destinada fundamentalmente para las castas dirigentes y a para quienes debían cumplir un protagonismo histórico sobresaliente; allí encuentra su profundo sentido la formación de la elite y por un instante desfilan por nuestra memoria un sinnúmero de escuelas y ordenes desde los tiempos más arcaicos, como las guerreras por ejemplo, como las constituidas por los duros y heroicos  espartanos, donde por el contrario de lo que se suele pensar, predomina la preparación espiritual sobre la física (Cf. Denes Marto: Los Espartanos, ver: www.laeditorialvirtual.com.ar). Lo cierto es que ésta constante disciplina-educativa siempre se nos presenta renuentemente así, y allí están esas escuelas y ordenes que testifican ese varias veces milenario saber en el acontecer histórico de las edades, desde las ordenes más antiguas, pasando por las ordenes medievales, tales como: sanjuanista, templario, teutónica, entre otras (ver: P. Alfredo Saenz: La Caballería , Ed. Gladius, Buenos Aires,1991), hasta algunas que aún en tiempos modernos alcanzaron excepcionalmente su celebridad como la Waffen SS , en un intento en alguna medida por retomar la Tradición. Pero lo que sin duda ha caracterizado a dicha educación es el Amor, la ascesis, la vía, la mística. Es así que para los antiguos, como es el caso particular de los griegos el saber se encontraba destinado para quienes se disponían fervorosamente al amor (a, sin; mor, muerte) trascendente más sublime, al desprendimiento carnal, físico en aras de acceder a una magnánima y plena sabiduría, de allí el término inventado por los griegos, de filosofía, etimológicamente: amor al saber. Platón, en el Banquete, nos recuerda que los dioses no filosofaban, debido a que no lo necesitan, ya que el ser sabios, es inherente a ellos, que los sabios  - si los hubiesen -  tampoco lo hacen, puesto que en si son poseedores de sabiduría y no aspiran a poseerla. Al mismo tiempo les está vedada la filosofía a los ignorantes, ya que no pueden desear aquello que ignoran. Por lo tanto, los únicos destinados a la filosofía, son los que no son ni sabios, ni ignorantes; los enamorados de la Belleza , de la Verdad , del Bien, lo que no encierra otro sentido que el de aspirar a la inmortalidad, al amor.

De allí que, amar la sabiduría irrumpe en nuestra existencia como un deseo de ser dioses, es la aspiración efectiva de todo filósofo para poseer el Bien por siempre y llegar a prescindir de la filosofía como los dioses, cuando se haya conquistado el saber.

“Antes en un tiempo que está más allá de este tiempo, en una dimensión que hemos denominado mítica tan sólo porque no ha dejado rastros tangibles (pero que no por ello resulta menos real que la actual e “histórica”), la raza originaria, la denominada estirpe boreal de los hiperbóreos, la de los hombres de los huesos blandos, no hallables por lo tanto a través de los procedimientos de la moderna antropología, la raza andrógina que poseía en su seno la dualidad sexual, y que por lo tanto no estaba determinada por el deseo como la actual, esta estirpe originaria de la humanidad no se hallaba sometida a procesos irreversibles como los que constituyen en cambio y son los reputados esenciales por el moderno. En ese tiempo el hombre era libre y la muerte y la decadencia no era su condición normal. Tal edad, que se ha calificado como áurea, no estaba determinada en su duración por un tiempo fatal que le resultaba extrínseco a ella misma. Podía haber durado ilimitadamente, podía haber sido posible que nunca hubiese existido una sociedad matriarcal. Lo esencial en esta forma originaria no era pertenecer a una determinada especie, sino la realización del hombre como Individuo y por lo tanto en el despliegue absoluto de la propia libertad. La vida era concebida tan sólo un medio para trascenderla, como un trampolín y no una meta final o un océano en el que disolverse, como acontecerá luego en el período ulterior. Y puesto que lo esencial era el Individuo y no la especie, éste no se hallaba determinado por procesos históricos irreversibles pues en el mismo era siempre la libertad la ley suprema de la propia existencia. Consecuentemente con ello, en contraposición con lo que acontecerá luego con la sociedad matriarcal, los hombres debían ser desiguales y su sociedad debía ser jerárquica en función del grado de libertad que cada uno de sus integrantes hubiera podido realizar. Resultaba una cosa absolutamente inconcebible y absurda en ella y considerado como un signo de degradación fijar límites a las libertades, tal como mienta la modernidad, pues el acto mismo de coartarlas representaba un verdadero contrasentido, pues se comprendía que mientras que lo propio del mundo del hombre es el despliegue de una potencia infinita que le permite incluso superar la propia condición, ponerle límites a las mismas era degradarlos al plano de las bestias, las que en cambio se caracterizan por comprenderse y reducirse en la finitud de la propia especie. Y era también el hecho de ser libre el fundamento que establecía en el plano social los deberes y derechos de las personas, los que, lejos de ser los mismos para todos, tal como en nuestros tiempos caducos de liberalismo y democracia, los mismos variaban según el grado de libertad que se tuviera, siendo pues ésta tan sólo el principio que determinaba el Derecho y no a la inversa como en nuestros días, en modo tal que el que más podía más debía y en consecuencia más tenía el derecho y el deber de ser faro de luz y fuente de elevación para el que resultaba ser inferior en el despliegue de sus posibilidades existenciales. Ha debido acontecer un severo decaimiento para que este orden normal cesara y diese lugar en contraposición a un ciclo signado por el devenir y el cambio incesante. Y la decadencia ha acontecido en el momento en el cual las razas superiores, aquellas que eran paradigma vivientes para el resto de la humanidad, las que por tal causa gobernaban, los pertenecientes a una casta que por sus acciones era de carácter guerrero-sacral, cesasen en su función de guías, sucumbiesen dando lugar a un proceso de incesante caída hasta arribar a la actual edad de hierro en la cual nos encontramos. Con la decadencia ha sucedido que el que manda, en un acto de impotencia, deja de referir a sí mismo la fuente del poder y de la legalidad y se la remite en cambio a otra cosa ajena, a un ente que en el fondo es abstracto y ficticio. (…).

Nace así el absurdo principio de la soberanía popular, el cual no es sino una burda ficción, ya que, tal como dijéramos, puesto que el pueblo en sí mismo no existe, sino tan solo las personas singulares, las que son reales por la libertad que despliegan, por lo tanto menos aun puede poseer voluntad propia y soberana, sino que siempre en última instancia serán sólo las personas las que verdaderamente decidirán y resolverán. Sin embargo tal ficción engañosa se ha creado con una finalidad muy precisa que es que en vez de ser los que más pueden quienes desempeñen verdaderamente la soberanía, la misma pase a ser ejercida por los sectores que en cambio son carentes en su condición existencial, los pertenecientes pues a las dimensiones sociales más bajas y animales, a las castas económicas, las que poseen el dinero, las que por lo tanto se encuentran vinculadas a la dimensión inferior de lo humano”. (Cf. Marcos Ghio: El Héroe y la Magia , Cuadernos Tradicionales Nº 8, Ed. Heracles, Buenos Aires 2004).

Esas son las razones fundamentales por las cuales el mundo anda patas para arriba, con el acenso de la burguesía (1), se produce el final del mundo teocéntrico y el inicio de la mentalidad moderna: antropocéntrica, racionalista-materialista. Desde entonces la conducción de la sociedad ha caído en poder de las castas económicas-empresarias, la de los mercaderes, éstos son los negociadores, o sea los negadores del ocio, los precursores de la anti-contemplación, los cultaricidias, los nómades del desarraigo, los traficantes de valores, los idólatras del dinero, los caníbales del espíritu. Son los que han acelerado el trastorno del mundo moderno, con su mentalidad mercachifle, hedonista, usurero, propio de financistas timberos, de estafadores, tránsfugas oportunistas, de zánganos empedernidos. Ellos son presentados en todas partes por el mundillo vermicular  - que presumen y se precian de “expertos” académicos, profesionales, consultores, comunicadores, o simplemente ganapanes, pero siempre mediáticos -;   son presentados decíamos como los arquetipos a imitar para lograr bienestar, progreso, eficiencia, sin lo cual no es posible alcanzar la panacea de la humano felicidad. Para ello es indispensable la acumulación de riqueza, como forma de asegurar el control del poder, pues, sin eso es utópico cualquier vía de realización; por ello el pensamiento moderno (racionalismo mediante) se han visto dotados en estos últimos años, de un pre-supuesto filosófico (diríamos más bien ideológico), el pragmatismo, filosofía que desde sus paradigmas, tiene por objeto: obtener ventajas; sin verse atrapado en las redes de aquella antigua ética y/o moral tradicional.

Hablar de pragmatismo es hablar de la enfermedad moderna más calcinante para la racionalidad humana. El mismo ahoga la existencia plena de las facultades del alma, pero no podríamos ahondar en su explicación, sino definimos antes una corriente filosófica que la precede y sustenta, presentándose ya en su época como degradante del pensamiento del hombre, y que le valiera las admoniciones de Sócrates, un filósofo moralista, pero que ya no contaba éste con la formación de la anterior gran sabiduría, tal filosofía degradante, tuvo su origen en la Grecia clásica decadente, y fue designada como la sofística, la cual genero el escepticismo (skeptomai: mirar sin decidirse por nada), un afirmar que si la realidad existe, el hombre no puede conocerlo y que lo único importante es la acción, el vivir. Cuando los problemas son difíciles para el entendimiento humano, los espíritus superficiales sienten la tentación de declarar imposible el conocimiento de la realidad de las cosas. Eso fue lo que sucedió con la sofistica que nace como una reacción ante los arduos problemas especulativos, planteado por los cosmólogos y más aún por los metafísicos. Siempre que surgen problemas difíciles hay quienes afirman que el conocimiento humano en general es imposible. Y, por consiguiente el hombre a lo único que debe atender es a “la praxis” a la “acción humana”, la cual es insoslayable, si el hombre no quiere convertirse en una piedra. El escepticismo siempre viene acompañado de una filosofía de la acción. Así sucedió con la sofística, así sucedió con el confesado escepticismo de Manuel Kant (1724-1804) y así sucede con el pragmatismo moderno, que supone un radical escepticismo que ensancha el camino de la absoluta banalidad mundana en la acción pura de la antimeditación, la antifilosofía, la anticiencia y aún la antitécnica.

El pragmatismo (del griego “pragma”: acto acción), es la doctrina que sustenta, que el único criterio válido de la verdad o falsedad es el resultado que da una determinada suposición. Así la verdad es completamente relativa al resultado que da. Una suposición puede ser verdad hoy, porque da resultados, y ser falsedad mañana, porque ya no resulta y volver a ser verdad pasado mañana porque vuelve a ser fructífera, es lo absurdo del nihilismo y encaja perfectamente en la superficial mentalidad del parasito errante “homo-economicu”; que por lógica no podría ocuparse de las realidades trascendentes. La verdad en el pragmatismo es un valor relativo, mudable y no absoluto, es por eso que sus adherentes se comportan como camaleones, cambian de color (de ideología, de idea, de interés, de bandera) según la ocasión. El principal promotor del pragmatismo fue el burgués norteamericano Willam James (1842-1910), precisamente desde la Babel del anti-ocio, los Estados Unidos. El pragmatismo confunde realidad ontológica, que es el dominio de la verdad o falsedad; con oportunidad concreta, que es el dominio de lo existencial, de lo fáctico, donde se da el resultado exitoso o el fracaso. Si se confunde la verdad con el resultado concreto se llega a lo absurdo, cuando no a lo monstruoso y grotesco, que es donde llega el pragmatismo en sus últimas consecuencias.

La verdad es ajena a todo resultado concreto y vive en un mundo que nadie puede variar. Porque, los resultados correctos  - ético-morales -,  son las consecuencias de emplear medios buenos, aptos, para fines lícitos. Pero esa monstruosidad de concepción que es el pragmatismo, no sólo en el pensamiento humano como definición de la realidad, sino como pura acción en el individuo y en su faz social; determina el materialismo más crudo en el pensar y en el hacer; y en el afecto concreto que se observa desde el acto de gobernar la polis, o más bien el desgobierno de la infrahumanidad. 

Es por ello que desde nuestra apreciación del gobierno de los pragmáticos, que hoy conducen los destinos del mundo, decimos; es el “gobierno” de los peores, donde converge: la caquistocracia (gobierno de los que no valen nada, de los peores); la xiristocracia (gobierno de los mediocres); la oclocracia (gobierno de un populacho corrompido, tumultuoso, con su voluntad viciada, confusa, voluble, injuiciosa o irracional, es la tiranía de la mayoría inculta); la cacocracia (gobierno de los ladrones diestros, de guantes blanco); la cleptocracia (gobierno de los ladrones); la oligarquía o plutocracia (gobierno de los dueños de la riqueza mediante la cual se compra voluntades a través de la financiación irregular de los partidos políticos o de sus representantes, con aportes privados o con el despilfarro de los recursos públicos); la estocastocracia (gobierno del azar, de los timberos); la partidocracia (dictadura de los partidos políticos anteponiendo los intereses partidarios o de la corporación partidocrática, sobre los supremos intereses de la Patria ); la coprocracia (gobierno o poder de los excrementos), de los pícaros, del plebeyismo burgués demoliberal, de un perverso sincretismo vaisha-shudra-chandâla, de la corrupción, de la anomia, de la mediocridad, de los inútiles, de los parásitos, donde prevalece la astucia, las artimañas, por encima de la inteligencia, de la estrategia; es el “gobierno” o desgobierno de la contra-estrategia, de la contra-planificación, del individualismo anómico infernal   - como en el infierno, demonios contra demonios -,  de la masificación animal, y no de la persona-comunidad, superior, celestial-solar.

Pero ¿qué es el hombre masa? Bernardino Montejano, en un trabajo titulado: El Pensamiento Político de Dante y su Actualidad, Bs. As. 6-8-2009. Estudiando a Dante Alighieri, escribe: “¿Qué es la masa? Algo que no tiene trama, urdimbre ni estructura. El hombre masa carecee de raíces históricas, sociales y sagradas. Es un desarraigado, vaciado en su interior, robotizado, que responde a estimulos externos, veleta, capaz de seguir hoy una bandera, mañana otra. Es la versión contemporánea de los “borregos de la historia”, de que hablara Max Scheler.

Esas gentes masificadas son ciegas, porque, como advierte Dante, carecen de la luz de la discreción, ya que “ocupadas desde el principio de su vida en algún oficio determinado, al que enderezan su ánimo por la fuerza de la necesidad, de tal manera que no atienden a otra cosa…estos hombres deberían llamarse borregos y no hombres, porque si una oveja se arrojase desde una altura de mil pasos, todas las demás se irán tras ella… Y yo mismo vi hace ya tiempo tirarse muchas ovejas a un pozo, porque una saltó dentro de el creyendo tal vez, saltar una pared, a pesar de que el pastor, llorando y gritando, se ponía delante de ellas con los brazos y con el pecho” (El Convite, 1, XI, 9 y 10, en Obras Completas, B.A.C., Madrid, 1956, p. 724). Esto nos hace recordar también a la parábola del Evangelio donde ciegos guían a otros ciegos (Mateo 15-14).

Es curioso observar que todo ello se encuentra a tono con la actitud cada vez más masificante de una edad oscura y caótica. Las masas históricamente se presentan con una mentalidad femenina, son emotivas y volubles, siempre reaccionan emocionalmente, jamás racionalmente. A veces lo hacen compasivamente, otras despiadadamente, pero constantemente se comportan como una plastilina en las manos de sus dirigentes o de los mas-media (medios masivos de comunicación de la actualidad); no piensan con cerebro propio, son sensibles y fácilmente moldeables, manipulables; “siempre permanecen en la infancia” nos lo dice Goethe, se asemejan a la ingenuidad de los niños. No acumulan memoria, ni sabiduría. Cuanto más ignorantes, más inocentes y por ende más sanas.

En contraposición la elite moderna se presenta contagiada por la religión del consumo y por lo tanto atrapada por los hábitos de la mediocridad masificante de la modernidad, mediática, telemática, contaminada de cosmopolitismo, maquiavelismo, materialismo, pragmatismo y por lo mismo tremendamente peligrosa, inteligiblemente perversa.

Por otra parte las masas modernas teledirigidas, semi-ignorantes, semi-analfabetas, semi-instruidas son mucho más nocivas que las antiguas analfabetas, porque creyéndose informadas padecen de una soberbia petulante y por ende de una visión estrecha y fragmentada que las torna mentalmente brutas y caóticas. Para colmo de males, debido al exacerbado materialismo y la pérdida de los antiguos valores, son fácilmente corrompibles, cuando no prestas a prostituirse en aras de la religión del consumo, lo que implica el caldo gordo del los mas-media y de los politiqueros durante las contiendas electorales, pero al mismo tiempo ya no son tan fiables, ni siquiera para éstos, porque siempre se inclinan hacia el mejor postor y porque el tome y daca si no es permanente, se volatiliza a la vuelta de la esquina ante una nueva propuesta indecente, sea esta mayor o menor cuantitativamente que la anterior, porque generalmente siempre se vuelcan por el último que las seduce y las contiene. Idolatran a quienes tienen fama, poder y éxito, y están prontas a crucificarlos cuando los pierde, ¡quien podría olvidar los pedagógicos sucesos del Cristo aclamado y una semana después crucificado!

“Los hombre sin ideales  -  dice José Ingenieros, en El Hombre Mediocre  -  son cuantitativos; pueden apreciar el más y el menos pero nunca distinguen lo mejor de lo peor”. En cambio, todo idealista es una viviente afirmación de su personalidad, y expresa Ingenieros, “aunque persiga una quimera social; puede vivir para los demás, nunca de los demás”. He ahí la diferencia entre el idealista y el pragmático. Por otra parte las masas suelen ser desagradecidas porque miden o valoran más lo que dan o puedan dar, que lo que reciben o puedan recibir, aunque lo que reciban sea cuantitativamente y cualitativamente mayor. Así funcionan por esta edad sombría las masas modernas, volátiles, anómicas y anárquicas. El pragmático es el hombre parasitario y mediocre de nuestro tiempo.

Al compás de esta edad decadente coadyuvándose el pragmatismo, tenía que irrumpir como anillo al dedo. Precisamente el pragmatismo, es el “gobierno” de lo impredecible, de la coyuntura, del nihilismo, de lo errático, debido a la movilidad relativista del racionalismo liberal, es la parálisis sensual, es la no-idea, es la improvisación  - consecuencia cobarde del no arriesgar nada si no se tiene la certeza de obtener mayores ventajas y ganancias meramente temporales -,  es el resultado inmediato (inmediatismo) es el aprovechar la oportunidad, el oportunismo, el parasitismo o vampirismo (por ejemplo la usurocracia farisaica), el ideal no les interesa, lo llaman “idealismo”, es la primacía del individuo sobre la persona, del parecer, no del ser, de lo que impresiona, de la imagen (sensacionalismo), es el individualismo egoísta en detrimento del conjunto, es la idolatría del exitismo un paradigma, y al mismo tiempo un plagio sobre la imitación simiesca de lo exitoso, sin tener la capacidad de generar sus propias creaciones, esto es precisamente lo más antagónico con la habilitación de la Cultura que procede de la inspiración, en cambio con el pragmatismo, se llega al nihilismo, a la necedad, es el dejarse llevar por la coyuntura, en vez de contener a la coyuntura en la estrategia, en la idea, en el ser, en la visión integral del ver las cosas por las cosas mismas, por su esencia y existencia plena, que da sentido contra todo aquello que se reduce en la absoluta mediocridad del pragmatismo.  


(1) Con ella surge el pensamiento moderno cuyos fundamentos podría sin ninguna duda atribuírselo a Guillermo de Occam y a los humanistas-renacentistas, inauguradores del nominalismo-antropocentrista, cuyos estrechos vínculos con la burguesía resultan innegables. En la burguesía reside la ética del mercader, el hombre vale por lo que tiene, no por lo que es, y la pretensión de instaurar primeramente el Paraíso Terrestre, ante lo insondable de alcanzar el Paraíso Celeste en un más allá al que le temen y se les escurre penosamente. Por primera vez el hombre de la modernidad siente pánico a la enfermedad, a la vejez, a la muerte, a abandonar este mundo  - y por primera vez la pinta a la muerte horrorosamente calavérica, con sotana benedictina, quizás por espanto religioso, y con una hoz que viene a cegar la vida -  mientras que para el hombre de la tradición, este mundo era un pasaje a otro de felicidad plena si lo conquistaba mediante sus actos viriles-virtuosos, lejano esta el tiempo donde un San Francisco, le cantaba a la “hermana muerte” su amor por llevarlo a la Vida Eterna. El hombre de la tradición se sentía arraigado a su Fe, a su sangre y al suelo. Por su Fe se sentía religado a lo Eterno, por su sangre se sentía perteneciente orgulloso de nacer en una familia (en una Patria), como el pertenecer también a una casta cumpliendo su rol en la escala piramidal que la Providencia le haya dispuesto: sea esta gobernante, sacerdotal, guerrera, artesana, campesina, o sierva. Más el suelo era contemplado como un bien sagrado, no tenía un mero fin utilitario y se lo resguardaba como herencia para el cuidado de las generaciones venideras. Mientras que para el burgués su fe se reducía en un intercambio de seguridad, bienestar y prosperidad, a cambio se comprometía en un aporte monetario para el crecimiento del culto. En cuanto a la sangre concebían un lastre peor que el plebeyo, ya que les resultaba más importante el tener que el “ser”. Y aquí reside la grave crisis del hombre moderno, la juventud, ya no se forma para saber, para “ser”, en la sociedad consumista de nuestros días, sólo se conforma con el “tener”, ignorante, despersonalizada-masificada, desensibilizada por los “lavadores de cerebros” audiovisuales-telemáticos mediáticos, marchamos rumbo a una barbarie inimaginable y de consecuencias impredecibles para la continuidad de la existencia. Por otra parte como ya vimos, al suelo no se sentían arraigados en la medida que no les reportara excelentes utilidades lucrativas, que a diferencia del hombre de la tradición que aún arruinado en su cosechas, embargados y hambrientos, se resistía a vender sus tierras, por el sólo hecho de que tal actitud la consideraba una traición a sus raíces y romper con sus antepasados. Es dable mencionar que los errantes judíos relegados durante toda la Edad Media lograron en los lumbrales de la Modernidad , hacerse con el poder económico, capitalismo mediante (Ver: Werner Sombart: El Burgués, Alianza Editorial, S. A., Madrid 1979 y Los Judíos y la Vida Económica , Ediciones Cuatro Espadas, Buenos Aires, 1981), y mimetizados con la burguesía la influenciaron e imprimieron su carácter materialista de la vida. Entre esos dos mundos  antagónicos - uno el de la Tradición que muere, pero que a la postre habrá de resucitar  - hubieron dos principios en pugna, uno representado por los valores del Héroe de la Tradición , quien inundado de Amor, al desprenderse hasta la inmolación se preguntaba: ¿qué vengo yo a darle a la vida? Mientras que el burgués, obsesionado en la estricta especulación del cálculo cuantitativo observa: ¿qué puedo yo sacarle a la vida…? He ahí, dos posiciones antitéticas irreconciliables.