PREMIO NÓBEL

por Denes Martos

 

A Saddam Hussein . . .  – No. . .  Perdón: a Barack Hussein (siempre me confundo con estos nombres árabes) Obama le acaban de otorgar el Premio Nóbel de la Paz.

¿Por qué? Bueno. . . pues, por no hacer nada.

¿Cómo? – me preguntarán ustedes – ¿Acaso se puede recibir un Nóbel de la Paz por no hacer nada? Es que ustedes no entienden. Hay que percibir las delicadas sutilezas subyacentes. Últimamente, algunas personas muy inteligentes y tremendamente perspicaces se decidieron por una estrategia según la cual cada vez que los yanquis no hacen nada, hay que premiarlos. A lo mejor así, poco a poco, se van acostumbrando a no hacer lo que siempre han hecho. Personalmente dudo que la estrategia dé resultados en el largo plazo pero hay que reconocer que la medida es astuta y no seamos envidiosos, démosle al hombre una oportunidad.

Nos guste o no, tenemos que entender una cosa: para nosotros la cronología histórica se divide en años antes y después de Cristo. Así, por ejemplo, Nerón vivió en el Siglo I antes de Cristo, Stalin en el Siglo XX después de Cristo y ahora nos toca Néstor Kirchner en el Siglo XXI después de Cristo. ¿Se dan cuenta? Bueno, pues los norteamericanos no lo cuentan así. Para ellos la Historia del Mundo se divide en antes y después del 11 de Septiembre. Reagan está antes, Bush (h) está después y ahora les tocó Osama. . . Quiero decir, Obama.

Por supuesto, tenemos que precisar la fecha un poco. Se trata del 11 de Septiembre del Año del Señor de 2001. Es decir, no se trata del 11 de Septiembre de 1944 cuando la RAF bombardeó la ciudad alemana de Darmstadt matando a 11.500 civiles. Esa efemérides la festejan los ingleses. Tampoco se trata del 11 de Septiembre de 1541 cuando los indios del cacique Michimalonco atacaron y trataron de arrasar la recientemente fundada ciudad chilena de Santiago. Ese aniversario lo festejan nuestros pueblos originarios. Y ya que estamos en Chile, tampoco se trata del 11 de Septiembre de 1973 fecha en que Salvador Allende, el democráticamente elegido presidente de Chile, fue derrocado por un golpe militar apoyado por la CIA del democráticamente elegido gobierno de los EE.UU. Últimamente esa fecha ya no se celebra. Ahora sólo se conmemora. El único que todavía la festeja, probablemente, es Henry Kissinger, el autor de la idea y permanente experto internacional en Derechos Humanos. Pero lo hace sólo en privado.

Es que los norteamericanos no han tenido demasiada suerte con lo de seleccionar aliados. Eso, desgraciadamente, les ha traído una antipatía general en todo el mundo y desde ya debo aclarar que estoy completamente de acuerdo en que la mala suerte no justifica ese anti-norteamericanismo superficial y dogmático que caracteriza a cierta izquierda.

Lo que pasa es que mi anti-norteamericanismo no es superficial. Menos todavía es dogmático. Además, no soy de izquierda. No soy de los que queman banderas norteamericanas y gritan “¡Yankees go home!”. Si por mi fuera, la consigna sería “¡Yankees stay home!”. Porque (y esto es para los no angloparlantes) hay una gran diferencia entre el “¡Váyanse a casa!” y un “¡Quédense en casa!”. Cualquier tarugo puede ver que, cumpliendo la segunda consigna, la primera se haría innecesaria.

En realidad, no entiendo muy bien por qué los yanquis insisten tanto en salir de su país. Norteamérica es un país hermoso. Tiene las cataratas del Niagara, el Gran Cañón del Colorado, Hollywood, los supermercados de Miami, las ruletas de Las Vegas, las grandes planicies, los cowboys y a Schwarzenegger como gobernador de California; un tipo tan sensacional que es capaz incluso de multar a su propia mujer por usar el celular mientras maneja. ¡Hasta les quedan algunos indios! ¿Por qué cuernos cada tanto dejan todo eso y salen a matar gente por ahí? La verdad es que no lo entiendo.

Pero aun así, no soy anti-norteamericano porque el problema no es Norteamérica. El problema son los norteamericanos. Mejor dicho, algunos norteamericanos. O bien, más precisamente, una parte de esos escoceses, ingleses, irlandeses, alemanes, suecos, judíos, italianos, negros, chicanos, chinos, vietnamitas y esquimales. . . No me miren con esa cara, Alaska también es Norteamérica; los yanquis se la compraron a los rusos en 1867 por 7,2 millones de dólares. El problema está en toda esa gente que se hizo norteamericana por obra y gracia del jus solis y que, en castigo por los pecados cometidos por los Padres Fundadores del Mayflower, terminó convertida en políticos. Porque esos políticos no dejan macana por hacer. Especialmente cuando se trata de elegir aliados y colaboradores en otros países.

Pero no hay que ser demasiado severos. Lo que pasa es que la gente no entiende que la doctrina política internacional de los EE.UU. está basada en una bondadosa ingenuidad moral.

Y esto es porque el político norteamericano promedio no sabrá mucho del resto del mundo pero hay una cosa que tiene perfectamente en claro: ¡ellos son los buenos! Y eso es hermoso. Porque simplifica mucho las cosas. Consolida increíblemente la cosmovisión. Cuando uno puede decir: “¡Nosotros somos los buenos!” el panorama se aclara una barbaridad. Así, todos los demás – incluidos Usted y yo, amable lector – resulta que somos los malos. No hay confusión posible. Y es tan sólo natural que, después de eso, el político norteamericano reivindique para sí el derecho de los buenos a matar a los malos porque, si no, contrario sensu, los malos llegarían a dominar el planeta. Y Dios no hizo el planeta – y especialmente el petróleo – para que lo usufructúen los malos. Si no me creen, pregúntenle a Calvino.

Hay que reconocer que, cuando uno sabe con precisión quiénes son los malos, la política internacional puede estructurarse con mucha mayor solidez. Esa fue la enorme ventaja de los buenos viejos tiempos del comunismo soviético y la guerra fría. El Imperio del Mal estaba en un lugar estable, bien determinado del planeta, detrás de una Cortina de Hierro, y el asunto era bastante simple: había que construir toda una valla de seguridad alrededor de ese foco de polución ideológica para que sus emanaciones no contaminaran el medioambiente democrático del Mundo Libre. Pero claro, sucedió que esa valla – como toda valla – tenía sus puntos fuertes y sus puntos débiles. Y uno de esos puntos débiles (allá por los años 70 del siglo pasado) fue Persia, el actual Irán. Allí, con el denodado esfuerzo conjunto de ingleses y norteamericanos, las Fuerzas del Bien consiguieron sostener en el gobierno a un simpático y muy talentoso autócrata – al Shah Reza Pahlevi – quien echó a patadas a su primer ministro Mossaddeq después de que a éste se le ocurriera la estúpida idea de querer nacionalizar el petróleo persa. El operativo recibió el nombre de “Operación Ajax” y por un tiempo las Fuerzas del Bien celebraron la victoria, explotaron su petróleo y la valla de seguridad se consideró segura. Sobre todo porque ingleses y norteamericanos le aportaron entusiasmados tanto material bélico al Shah que éste llegó a tener el cuarto o quinto ejército más poderoso del mundo en su tiempo. Y los israelíes no protestaron para nada. Entonces.

Solo que las cosas, después, no salieron tan bien. En 1978 los ciudadanos persas perdieron la paciencia y decidieron no seguir soportando el régimen del simpático y talentoso autócrata asociado con los angloamericanos. Probablemente todo se originó en un olvido involuntario. Lo que pasó fue que, para financiar esa poderosa valla contra el peligro comunista, el Shah tuvo que ouparse tanto de los Derechos Humanos de los angloamericanos que se olvidó casi por completo de los Derechos Humanos de los persas. Uno tampoco puede estar en todas ¿no es cierto? Pero, como los persas también eran derechos y humanos, el pequeño olvido se les hizo tan intolerable que se desesperaron y se encolumnaron detrás de un líder religioso llamado Ayatollah Jomeini (quien casualmente estaba en Francia). Hay que reconocer que los persas (y los franceses) debieron estar muy desesperados. Imagínense. Fue como si nosotros, nos hubiésemos encolumnado detrás del pastor Jiménez para sacarnos de encima a Galtieri.

La cuestión es que, más allá de todo lo que se pueda decir acerca de Jomeini, la verdad es que consiguió hacer una revolución en la que cientos de miles de manifestantes civiles obligaron al cuarto o quinto ejército más poderoso del mundo a regresar a los cuarteles. Viendo que sus valientes guerreros no lo defendían, el simpático y talentoso Shah empaquetó sus cosas, la empaquetó a la hermosa Farah Diba, empaquetó unas cuantas valijas llenas de dólares y se mandó a mudar. Eso fue en Enero de 1979. Unos días más tarde, el 1° de Abril, Persia se convertía en la República Islámica de Irán. Desde entonces a los persas les decimos iraníes. Antes también eran iraníes pero les decíamos persas. Cosas que tiene el periodismo.

Así que Jomeini echó al Shah porque los iraníes estaban descontentos. Pero, como no hay felicidad completa en este mundo, ahora los angloamericanos estaban descontentos al ver que todas esas hermosas armas destinadas a servir de valla contra el peligro comunista, quedaban en manos del Ayatollah. Un fundamentalista religioso no demasiado inclinado a internarse ni por los vericuetos del materialismo dialéctico comunista, ni por el laberinto del materialismo económico capitalista. Para colmo un musulmán. O sea alguien que se toma su religión en serio.

¡En serio dije! Está bien. Me doy cuenta. Ustedes no entienden. En Occidente hemos dejado de practicar esa costumbre hace rato.

Traten, sin embargo, de hacer un esfuerzo mental para imaginarse la época en que todavía creíamos ser hijos de Dios. Esa oscurantista y superada época arcaica en la que un asesino era un asesino y no un pobre enfermo que no consiguió superar una imagen paterna autoritaria; en la que un ladrón era un ladrón y no un pobre marginado obligado a delinquir por la injusticia social; en la que un imbécil era un imbécil y no un discriminado de capacidades diferentes que no tuvo el privilegio de recibir una maravillosa educación. Fue una época en la que, aunque les parezca mentira, el que hacía las cosas bien – o hacía buenas cosas – recibía un premio. Y el que hacía las cosas mal – o hacía malas cosas – recibía un castigo. ¿Se dan cuenta lo simple que resulta un mundo en el que las personas se toman la religión en serio? Demasiado simple diríamos hoy. Y sí. ¿Para qué vamos a hacer las cosas en forma simple si complicándolas también se puede, no es cierto?

Alguna vaga reminiscencia de esa dicotomía entre el Bien y el Mal debió haber brotado en el cerebro de los analistas de la CIA, del MI5 y del Mossad porque, de la noche a la mañana, así como antes Irán había sido un valioso eslabón en la valla contra el Mal, ahora pasó a ser el centro del Imperio del Mal. La nueva categorización no presentó mayores problemas a nivel internacional porque la localización geográfica exacta del Imperio del Mal la deciden los políticos norteamericanos todos los días después del desayuno. De modo que había que arreglar el desaguisado pero, claro, tampoco era cuestión de exagerar la cosa porque para agarrarse a tiros con el cuarto o quinto ejército más grande del mundo no se presentaron muchos voluntarios. Ni siquiera en los EE.UU. Tampoco en Israel.

Hasta que, por obra y gracia de una de esas maravillosas casualidades que adornan la Historia contemporánea, los yanquis encontraron a otro simpático y talentoso muchacho muy bien dispuesto e incluso entusiasmado por hacer el trabajo. El sujeto tenía, además, a su favor la enorme ventaja estratégica de vivir allí nomás, en el país de al lado. Como quien dice, a la vuelta de la esquina. Su nombre era Saddam Hussein.

El arreglo no presentó dificultad alguna, sobre todo porque los negocios con Saddam habían venido desarrollándose hasta allí bastante satisfactoriamente para todas las partes involucradas. Se juntaron los magnates petroleros, los políticos, más algunos asesores militares, y le ofrecieron a Saddam un arreglo por demás tentador: apoyo militar sin límites, sin condiciones y, sobre todo, sin preguntas, a cambio de. . . adivinen ustedes. . . ¡Bingo! ¡Adivinaron! . . . una participación en la explotación de los pozos petrolíferos iraníes que el ejército iraquí pudiera conquistar, la mayoría de los cuales quedaba bastante cerca de la frontera con Irán. Los fabricantes de armas se restregaron las manos, los petroleros se humedecieron los labios, los políticos se felicitaron mutuamente y ¡listo! La guerra entre iraquíes e iraníes comenzó con toda su gloria y esplendor en 1980.

Duró ocho años. Resultó un poco larga, en parte porque los iraníes cometieron la imperdonable desfachatez de defenderse. Y encima combatieron bastante bien. Por lo menos, bastante mejor que los iraquíes. Pero en parte también porque la cosa se complicó y al final todo el mundo quedó prendido en la aventura, desde los franceses, pasando por los alemanes y por supuesto también los rusos que no pudieron dejar de especular con hacerle un pequeño agujerito a la famosa valla de contención. Como que ya lo venían intentando en Afganistán desde 1979. Lo que pasa es que el negocio de la guerra es tentador y no es cuestión de dejárselo siempre solo a los yanquis. En Alemania, por ejemplo, 68 firmas industriales participaron del conflicto. Eso sí: proveyeron suministros a ambos bandos. Eso se llama neutralidad. Los alemanes están un poco escaldados con eso de empezar una guerra, pero cuando pueden prenderse en una que ya está empezada no se echan atrás. Eso se llama crear fuentes de trabajo.

Después de ocho años de intentarlo, Saddam tuvo que admitir que los iraníes habían resultado un hueso demasiado duro de roer, de modo que se replegó sobre sus posiciones y se quedó en Iraq. A pesar de eso, los democráticos héroes garantes del Occidente anticomunista no consideraron el episodio como algo demasiado trágico. Al fin y al cabo habían conseguido mantener ocupado a Jomeini por ocho años en algo más productivo que en desparramar la revolución islámica por allí. Ciertamente quedaron algo así como un millón de muertos (600.000 iraníes y 400.000 iraquíes) pero en última instancia los cadáveres eran de musulmanes. Es decir: musulmanes masacrados por otros musulmanes. Eso al mundo libre occidental y capitalista no le podía mover demasiado el amperímetro. Lamentable, lamentable. ¡Oh sí! ¡La guerra es algo horrible! Pero se soporta bastante bien cuando ocurre bien lejos y mueren tipos con los que uno no tiene nada que ver. ¡Qué le vamos a hacer! C’est la vie.

Claro que, cuando la guerra terminó en 1988, el simpático y talentoso Saddam cometió un pequeño, minúsculo, insignificante error de cálculo. Creyó que lo iban a premiar por los servicios prestados. Y exigió su premio.

El embajador yanqui arqueó las cejas:

-- ¿Premio? – dijo – ¿Premio por qué?

-- Y. . . – respondió Saddam – ¡Hicimos un gran esfuerzo! No me pueden negar eso.

El embajador yanqui arqueó las cejas más todavía:

-- ¿Conquistaron pozos de petróleo? – preguntó en tono glacial.

-- Bueno. . . no. Eso no. Bueno. . . Usted sabe. . . A los pozos de petróleo iraníes no pudimos llegar. Pero la guerra es así. Se gana y se pierde. Además, lo que negociamos . . .

-- Lo siento Saddam – interrumpió el embajador. – Con pozos hay premio. Sin pozos no hay premio. Nada personal. Pero así son las cosas.

Eso fue lo que a Saddam no le gustó ni medio. A partir de ese momento, el simpático y talentoso aliado de Occidente inició esa lenta pero imparable transmutación que dejaría al descubierto su auténtica, verdadera, siniestra, tenebrosa, malvada, cruel, sanguinaria, feroz, brutal y desalmada personalidad. (Que hasta ese momento los norteamericanos no habían descubierto, claro.)

Dos años después de la paliza recibida de los iraníes, las heridas de los heroicos guerreros iraquíes estaban lo suficientemente cicatrizadas como para permitirles volver al combate. Pero esta vez Saddam no eligió a un país armado hasta los dientes. No se dirigió hacia el Este en busca de pozos de petróleo. No. Esta vez trató de ser astuto. Dándose cuenta de que, al fin y al cabo, en la zona había petróleo por todos lados, giró noventa grados, se dirigió hacia el Sur e invadió Kuwait. Fue el 2 de Agosto de 1990. 

Bush (el papá, el hijito todavía estaba jugando a los cowboys en Texas), le mandó un telegrama de todos los colores a su – ahora ya no tan simpático y talentoso – aliado. Pero Saddam no se dejó impresionar. Subido al carro de la victoria sobre un país más chico que la provincia de Tucumán, después de derrotar a un ejército con menos efectivos que la policía de la provincia de Buenos Aires y a una fuerza aérea que huyó gallardamente a Arabia Saudita sin presentar batalla, el hombre fuerte iraquí espetó:

-- ¿Querían que conquistara pozos de petróleo? ¡Pues ahí tienen! ¡Conquisté éstos y de paso les recuerdo que Kuwait siempre fue una provincia iraquí!

No funcionó. Según papá Bush, ésa no fue la respuesta políticamente correcta. El Pentágono estuvo de acuerdo. La CIA coincidió. Gasear kurdos y meter en cana a iraquíes disidentes, eso está bien. Nadie (en EE.UU.) tiene un problema con eso. Pero eso de atacar un país, invadirlo y bombardearlo. . . No muchachos. Aquí hay un malentendido. Eso no se decide en Bagdad. Eso se decide en Washington. En el peor de los casos quizás en Tel Aviv, ¡pero jamás en Bagdad! ¡De ninguna manera!

Ante la imposibilidad de mandar a otros para que arreglen el lío kuwaití, los norteamericanos recurrieron al salvavidas de las Naciones Unidas. Por supuesto, el Consejo de Seguridad autorizó el operativo de poner las cosas en su lugar y nada menos que 34 países – liderados por los EE.UU. ¡obviamente! – se lanzaron a recuperar los pozos de petróleo. . . es decir. . . Perdón. Corrijo: se lanzaron al combate para restaurar la libertad, la paz y la democracia en Kuwait. (Y de paso recuperaron los pozos de petróleo).

Eso funcionó.

A medias.

Porque todo el mundo se quedó con la sangre en el ojo. Esta vez Saddam realmente se cabreó y a los yanquis les quedó claro que estaba muy, pero lo que se dice muy cabreado. Definitivamente, había dejado de ser el simpático y talentoso aliado de otrora. De modo y manera que los políticos norteamericanos se reunieron después del desayuno, consultaron sus GPS, y rápidamente llegaron a la conclusión de que había que correr la posición geográfica del Imperio del Mal unos cuantos kilómetros más al Oeste. Así que el Mal hizo sus valijas, se corrió hasta Iraq, estableció su Imperio en Bagdad y Saddam Hussein culminó su transfiguración para convertirse en otro Adolfo Hitler.

Lo siento por el lugar común, pero nuestros intelectuales todavía no han conseguido un sustituto mejor para demonizar a alguien. Así como los físicos miden la temperatura en grados Celsius, ellos miden el Mal en grados Hitler. Cada vez que aparece un tipo que no les gusta a los norteamericanos o a los israelíes, nuestros intelectuales le cuelgan una svástika y le dibujan un bigotito. En más de 70 años no se les ha ocurrido nada más original. Ni bajo los efectos del alcohol. Tampoco bajo otros efectos. Parece ser que tienen algo así como una fijación traumática. Cada vez que se pegan un regio julepe saltan y gritan: “¡Hitler!” Es casi como un reflejo condicionado.

Los yanquis escucharon el grito de los intelectuales y también pegaron un salto. “¿Hitler?” – preguntaron alarmadísimos. Sin esperar respuesta, declararon: “¡En eso somos especialistas!” Y pusieron manos a la obra.

En primer lugar, quedó claro que necesitaban una buena razón. Quiero decir: un buen motivo. O, digamos, un motivo nomás. Bueno, una excusa podía servir también. Pero algo. Ni siquiera los yanquis pueden ir, masacrar a un montón de gente y salir después diciendo: “es el petróleo, estúpido”.

Aunque algo parecido les rondaba en la cabeza porque ya en 1998 Henry Kissinger, ese otro insigne Premio Nóbel de la paz con quien ahora Obama se ha equiparado en materia de distinciones, les recordó a los yanquis que: “el petróleo es demasiado importante como para dejarlo en manos de los árabes”. Bien por Henry. Pero, por otra parte resulta que también Dick Cheney expresó una verdad casi teológica cuando señaló en Junio del mismo año: “Dios no tuvo a bien colocar el petróleo y el gas donde se hallan los regímenes democráticos amigos de EEUU.”. Es muy cierto. Inescrutables son los designios del Señor. ¿Cómo explicar desde la más rancia ortodoxia calvinista y luterana de una secta protestante norteamericana, firmemente creyente en la predestinación y en el libre examen, que el buen Dios no tuvo mejor idea que poner NUESTRO petróleo justo en medio de un montón de infieles musulmanes?

Pero claro, nosotros aquí en la Argentina no podemos ni imaginar las respuestas a estas difíciles preguntas que ya superan lo metafísico. No entendemos de esas cosas porque no tenemos experiencia real en materia de planeamiento estratégico para la seguridad nacional. Por el momento al menos, todo lo que tenemos en materia de seguridad es la seguridad de estar inseguros. Y no sólo en cuestiones de defensa nacional sino hasta en la calle. Pero incluso en lo que a la defensa nacional se refiere somos unos verdaderos advenedizos. Nuestra Ministra de Defensa, en Julio de 2007, nos confirmó que no sabía qué es un FAL o un FAP. ¡Por supuesto que no lo sabía! ¿Para qué le hubiera servido saberlo? Los pocos que nos quedan están todos oxidados, no tienen munición y ni siquiera tendríamos nafta para llevar los soldados al polígono de tiro. Es que hay que entenderlo de una vez por todas. Las únicas fuerzas armadas que tienen permiso para pelear una guerra son las norteamericanas. O dado el caso las rusas, pero sólo para masacrar chechenos o georgianos. Y por supuesto también las israelíes pero ésas tienen un permiso automático porque son algo así como parte de la tripulación de un portaaviones norteamericano que se quedó varado en territorio palestino desde 1948. Entendámoslo: nuestras fuerzas armadas no están para combatir. Están simplemente para recibir los sopapos de cuanto juez y abogado ande suelto corriendo por ahí y, en el peor de los casos, están para entretener al enemigo un rato hasta que llegue un ejército de verdad.

En el primer mundo las cosas son un poco diferentes. La NATO dispone desde hace algún tiempo de una nueva doctrina según la cual los soldados de los países miembros pueden ser enviados y empleados fuera del territorio del Tratado si peligra el suministro de los recursos que necesitan los países participantes. Realmente muy ingenioso. Estos muchachos ya no protegen lo que tienen. Con esa nueva doctrina quedaron autorizados a proteger hasta lo que les gustaría tener. Y una de las cosas que les gustaría muchísimo tener, es más petróleo. Por supuesto.

Pues, estando así las cosas, los yanquis súbitamente se acordaron de otro simpático y talentoso individuo con el que habían tenido muy buen trato algunos años atrás.

La cosa fue así. Luego de la invasión soviética de 1979, Afganistán quedó ocupado por los malvados comunistas rusos. Los norteamericanos se metieron en la cabeza que los rusos tenían que salir de allí. Alguien preguntó: “¿Y quién puede hacer eso por nosotros?” Ahí entró en escena el simpático y talentoso individuo al que me refería antes: Osama Bin Laden. Le dieron armas para combatir a los desalmados rusos. Y cuando Osama les hizo notar el pequeño detalle que no tenía suficientes hombres para empuñarlas, los norteamericanos le resolvieron el problema creando a Al Qaeda. Porque, para que Osama pudiese sacarles de encima a los rusos, los yanquis contrataron a 100.000 mercenarios. Con la ayuda de Arabia Saudita, Pakistán, Irán y China reclutaron a 100.000 jóvenes musulmanes fanáticos y los llevaron a Afganistán. Prácticamente los sacaron bajo las narices de Hamas, con la bendición de los israelíes que creyeron que, de esa manera, se sacaban un problema de encima. No hay caso: los yanquis y sus socios son verdaderos maestros en eso de crear terroristas.

Así que Osama Bin Laden, durante diez largos años tuvo armas y personal para combatir a los malvados rusos en Afganistán con el denodado y desinteresado apoyo de los norteamericanos.  A los rusos, el chiste les costó más de 15.000 muertos. Del otro lado, entre civiles y combatientes afganos, unas dos millones de personas perdieron la vida. Cinco millones y medio de personas fueron desplazadas de sus hogares. ¡Eso sí que es terrorismo!

A ver si nos entendemos: alguien ocupa un país y un grupo armado combate a las tropas de ocupación. Eso: ¿es, o no es, terrorismo? Depende. Si lo hace Hamas, Al Fatah, el FPLP, el Hezbollah o algún otro similar, sin duda lo es. Si lo hace otro, podemos discutirlo.

La cuestión es que Osama Bin Laden echó a los rusos. Después de diez años, el país quedó completamente destruido. Pero era libre. No había quedado muy bonito ni en muy buenas condiciones que digamos, pero era libre. Estaba maduro para la democracia. Y como estaba maduro, los yanquis pegaron media vuelta, le dijeron a los afganos “disfruten de su país y de su libertad”, y se mandaron a mudar. Y adivinen ustedes qué hicieron los 100.000 mercenarios. Pues siguieron peleando. No habían hecho otra cosa en toda su vida. Tampoco sabían hacer otra cosa. Los yanquis creyeron que tocando el pito y diciendo: “Se acabó el partido”, los mercenarios volverían al vestuario. Pues no volvieron. Siguieron en la cancha jugando por su cuenta. Y lo primero que hicieron fue buscarse otro sponsor. Lo encontraron entre los diferentes líderes regionales, caciques y caudillos de Afganistán y sus alrededores. En realidad, no encontraron un sponsor sino a varios. Por eso es que, desde entonces, esos mercenarios viven peleándose entre ellos en diferentes coaliciones y sólo los talibanes consiguieron en su momento estabilizar el tiroteo por un tiempo.

Pero los talibanes también se equivocaron. Cuando se les ocurrió liberar a sus hermanos chechenos de los malvados rusos, ellos – los talibanes – también se convirtieron en terroristas. Y eso fue porque, para ése entonces, los yanquis habían cambiado (otra vez) de bando aliándose con Vladimir Putin, el especialista en Derechos Humanos de la KGB. Lo que hizo Milosevich en Bosnia y en Kosovo fue “limpieza étnica” y por eso es que lo metieron preso y lo “encontraron” muerto en su celda. Lo que hizo Saddam ejecutando a los 148 shiítas de Duyail en 1982, lanzando el ataque químico a Halabja en 1988 y aplastando a los shiítas en 1991 fueron crímenes de lesa humanidad por los cuales terminó en la horca. Lo que hizo Putin en Chechenia y más tarde en Osetia fue tan sólo poner un poco de orden en su patio trasero. No confundamos las cosas. La regla es simple: si lo hace alguien que no me gusta, es terrorismo; si lo hace alguno de mis socios, es ejercicio de la soberanía en defensa de la democracia, la paz, la ley, el orden y los Derechos Humanos. De cualquier manera, los terroristas son siempre los otros. Porque nosotros somos los buenos. ¿Recuerdan?

De todos modos, seamos sinceros: hay que admitir que, después de lo de las Torres Gemelas, los yanquis tenían que hacer algo. Tenían que salir a bombardear a alguien. Así fue como a algún genio se le ocurrió la idea de bombardear Afganistán (otra vez). Osama ya había dejado de ser útil, el país estaba en manos de los talibanes y, de última, allá todo estaba en ruinas de cualquier forma así que nadie se quejaría demasiado por los daños. Bush lanzó la ofensiva el 7 de Octubre de 2001 y se dio el gusto de bombardear a los talibanes durante cuatro semanas. ¡Fantástico! ¿Se terminó con eso el terrorismo? Para nada. Se fueron los talibanes que frenaban la producción de opio. Entraron los yanquis. La producción de opio llegó a niveles récord. ¿Y el terrorismo? Bien gracias. Goza de buena salud hasta el día de hoy. Tal es así que Osama. . . perdón, quiero decir Obama – el Premio Nobel de la Paz – acaba de mandar más tropas a Afganistan. No sé si para frenar a los fabricantes de opio para que éstos no ayuden a los terroristas, o para frenar a los terroristas para que éstos no ayuden a los fabricantes de opio. Supongo que nos enteraremos en algún momento.

La cuestión es que el terrorismo está tan vivito y coleando que seguimos sin poder pescar a su paradigmático líder mundial. Me refiero, por supuesto, al elusivo Osama Bin Laden. A Saddam lo encontramos hasta en un agujero bajo la tierra. Pero Osama es inhallable desde hace añares. Por eso, después de que colgaron a Saddam, Osama no les sirvió y ahora – por esas misteriosas propiedades que tiene el karma, la metempsicosis y la reencarnación – el nuevo Hitler es Ahmadineyad. El centro del Imperio del Mal se volvió a correr. A su lugar de origen. ¿Se dan cuenta? De nuevo son los malvados iraníes los que amenazan la paz mundial maquinando en sus oscuras cavernas subterráneas la construcción de una bomba atómica que ya tiene medio mundo pero que la otra mitad no debe tener. Y Obama dijo bien clarito que los que no la tienen es porque no debe tenerla. Quizás también por eso le dieron el Nobel de la paz.

Pero lo de sacar a los talibanes tampoco terminó de funcionar del todo y los afganos se mostraron bastante desagradecidos. Es que los norteamericanos pueden lanzar sus bombas de fragmentación prohibidas por las Naciones Unidas con precisión milimétrica alrededor de la población civil. El único problema con las bombas de fragmentación es que los pilotos saben dónde va a caer la bomba principal, pero las de fragmentación salen para dónde se les da la gana. Y lo que pasa después se llama “daños colaterales”.

Si no me creen, vean las estadísticas de bajas. Tomando las bajas norteamericanas de las dos invasiones, murieron menos soldados norteamericanos en las dos guerras contra Saddam que los que mueren en un año en Chicago por homicidios causados por armas de fuego. Y algunas de esas bajas fueron producidas por fuego propio. Por error. Quizás por los mismos muchachos de Chicago.

En la guerra de Kuwait de 1991 los angloamericanos perdieron 378 hombres; los iraquíes 25.000. En la segunda vuelta los angloamericanos 173, los iraquíes unos 14.000 (6.000 militares y 8.000 civiles). ¿Llamarían ustedes “guerra” a una serie de operaciones en dónde los atacantes pierden 551 hombres y los defensores 39.000? No sé qué piensan ustedes, pero yo lo llamaría más bien una masacre. Claro, yo me puedo dar ese lujo. No tengo ninguna obligación de ser políticamente correcto. No tengo pozos de petróleo en ningún lado. Y tampoco los dueños de esos pozos me pagan el sueldo.

En la invasión a Iraq los tanques angloamericanos avanzaron tan rápido que los camiones cisterna que los proveían de combustible no alcanzaron a mantener el ritmo. Los tanquistas terminaron teniendo que comprar el combustible en estaciones de servicio iraquíes. Imagínenlo. Los brasileros nos invaden, llegan a Zárate y tienen que volver para atrás hasta Rosario a cargar nafta.

-- ¿Puedo pagarle con Mastercard?

-- No, lo siento, las tarjetas de crédito están suspendidas

-- Sta bon, tudo legal, pero déme el cambio en bananitas Dolca.

¿Sería eso una guerra?

¡Pero Saddam tenía las armas de destrucción masiva! ¡Todo Iraq estaba literalmente cubierto y sembrado de armas de destrucción masiva! Me pregunto tan sólo ¿adónde habrán ido a parar? El que lo expresó de una forma hermosa cuando la guerra terminó fue Putin. El ruso sonrió y dijo en un tono algo sibilino: “Si fuese americano, yo encontraría algunas. . .” Pero claro, Putin venía de ser uno de los capos de la KGB y Bush (h) sólo venía de ser miembro de Alcohólicos Anónimos.

¿Alguien de ustedes sabe qué pasó realmente con las armas de destrucción masiva de Saddam y con todas las razones esgrimidas para declararle la guerra? ¿Recuerdan ustedes esas razones? Primero dijeron: “Hussein está relacionado con lo de las Torres Gemelas. Es un amigo de Al Qaeda y los está financiando o hasta dirigiendo”. Cuando eso no alcanzó para justificar la guerra, de repente dijeron: “Está a punto de desarrollar la bomba atómica. ¡Acaba de comprar uranio en África! El MI5 británico tiene un informe irrebatible que prueba, más allá de toda duda razonable, que está armando la bomba atómica.” ¿Les suena familiar? Ahora dicen prácticamente lo mismo de Ahmadineyad. Cuando eso tampoco fue suficiente, ocurrieron los ataques con ántrax. ¡Ataques con ántrax en los EE.UU.! ¡Indudablemente obra de Saddam Hussein! ¡Seguro! ¿Quién otro habría podido ser?

Pero tampoco alcanzó. Y entonces fue cuando las armas de destrucción masiva hicieron su triunfal entrada en escena bajo los potentes reflectores de la opinión pública periodística mundial. ¡Enormes cantidades de armas de destrucción masiva! Ahí fue cuando (según otra carpeta del MI5 británico) dijeron: “¡En tres cuartos de hora Iraq puede atacar a toda Europa!”. ¿Saben quien le dijo eso al MI5? Fue un señor llamado Iyad Allawi. Sí, el mismo al que los yanquis pusieron de Primer Ministro después de sacarlo a Saddam Hussein. Antes de eso, el tipo había pertenecido al servicio secreto de Saddam.  Sí, había sido un amigote de Saddam. Fue uno de los que lo ayudó a gasear kurdos y a meter en cana a los disidentes durante los buenos viejos tiempos en los que la CIA les daba una mano para matar iraníes. Claro que, después, parece que se agarraron por vaya uno a saber qué motivos. Allawi perdió y tuvo fugarse de Iraq so pena de engrosar el contingente de disidentes que él mismo se había encargado de encarcelar. No paró de correr hasta llegar a Inglaterra. Y, desde allí, levantó heroicamente la bandera de la resistencia contra su viejo amigo Saddam Hussein. Y, para que la opinión pública mundial le dé una manito en eso de la heroica resistencia, le dijo a los ingleses que Saddam tenía armas suficientes para atacar a toda Europa en tres cuartos de hora. En agradecimiento, los angloamericanos lo hicieron Primer Ministro de Iraq después de echar a Saddam. Moraleja: “miente, miente, que los políticos algún puesto de Primer Ministro ya te van a encontrar”.

Demás está decir que ninguna de las razones esgrimidas resultó válida. Y eso no es algo de lo que nos hayamos enterado mucho después. Se sabía ya en aquella época. Saddam nunca tuvo cantidades relevantes de armas de destrucción masiva. Sus contactos con Al Qaeda nunca existieron. Nunca estuvo involucrado en lo de las Torres Gemelas. ¿Alguien de ustedes volvió a escuchar algo sobre ataques de ántrax a los Estados Unidos? Hubo uno que murmuró por allí que el ántrax usado en los ataques provino originalmente de un laboratorio militar norteamericano. Después de eso, nunca más se volvió a hablar de ántrax. Claro, nadie se iba a creer que Saddam había conseguido penetrar en un laboratorio militar yanqui y robarse un montón de ántrax sin que nadie se diese cuenta. Ni Guido Di Tella, en medio de sus más intensas relaciones carnales con los yanquis, se hubiera tragado una tan grossa. 

A los yanquis no les quedó más remedio que tartamudear algo parecido a que Saddam debió haber destruido sus armas de destrucción masiva antes de la guerra. Pero, realmente, no convencieron a nadie. ¿Destruir armas potentísimas justo antes de una guerra? Ni siquiera a un De La Rúa se le hubiera ocurrido una gansada como ésa. Al final, Bush (h) tuvo que ponerse en terco y declarar que, sin embargo, aun así la guerra estuvo justificada. Literalmente, dijo en conferencia de prensa: “Tuve que hacer algo. No podía permitir que ese loco peligroso siguiese estando a la cabeza de aquél Estado.”

No sé qué piensan al respecto ustedes, mis queridos lectores, pero si ésa es una razón suficiente para que un Estado democrático ataque a otro Estado; si basta que un loco peligroso llegue a presidente para mandarle los marines, pues entonces aquí en la Argentina yo cerraría las puertas y empezaría a juntar aceite hirviendo. Los marines pueden desembarcar en el puerto de Buenos Aires en cualquier momento.  

Pero a Saddam Hussein lo presentaron como el nuevo Hitler. Yo hubiera hecho otro casting. Toda la guerra de Iraq duró exactamente 41 días. Los angloamericanos atacaron el 20 de Marzo de 2003 y el 1° de Mayo Bush declaraba la victoria. El tío Adolfo les hubiera dado un poco más de trabajo; no me digan que no. Cuando se vio derrotado, Hitler se pegó un tiro. Saddam se escondió en un agujero bajo tierra. Y encima se escondió mal porque lo encontraron en un par de días, mugriento, barbudo y gritando: “¡No disparen! ¡Soy el presidente electo de Iraq!”. El tipo no servía ni para esconderse. ¿Saddam Hussein el nuevo Hitler? ¡Vamos!

Mi mejor candidato para una reencarnación del Führer sería quizás – y sólo quizás – Vladminir Putin. Y no me vengan con que no se puede comparar a Vladimir con Saddam. Ya sé. Digan lo que digan del ruso, esa comparación sería realmente un insulto para él. Pero también hay que entender algunas sutilezas. La diferencia entre Putin y Saddam no es la cantidad de gente que mató cada uno. La diferencia está en que Putin realmente tiene las armas de destrucción masiva que a Saddam nunca le encontraron. Si Saddam hubiera tenido de veras las armas que le adjudicaron, nunca lo hubieran atacado.

La cosa es que después del atentado a las Torres Gemelas tuvimos otro: el atentado a nuestra propia inteligencia. Docenas de cabezas huecas se pusieron a repetir frases huecas. “¡Este día ha cambiado el mundo!”, “¡Nada volverá a ser como antes!”. Con tan sólo un poco más de fantasía podrían haber dicho: “A todos estos muertos nunca más los volveremos a ver”. Hasta nos explicaron con lujo de detalles que, dado el mundo interconectado que ha creado la globalización, nada puede suceder en alguna parte sin que todo el resto se vea afectado.

¿En serio?

Cuando en 1994 un millón de tutsis fueron masacrados por los hutu en Ruanda – aquella vez con la ayuda de los franceses – la economía global, ¿colapsó? ¿Un millón de consumidores menos y no colapsa la economía de nadie?  El 11 de Septiembre de 2001 mueren 3.000 personas y las compañías internacionales pierden hasta el 30% del valor de sus acciones en un solo día; sin embargo un millón de africanos muertos no le mueve el índice a ninguna Bolsa. Pero los expertos economistas tienen una explicación para todo. Estas cosas no hay que evaluarlas por cantidad. No se pueden comparar 3.000 norteamericanos con 1.000.000 de africanos. Esto hay que interpretarlo a través de un análisis cualitativo.

En África del Sur muere otro millón de persona de SIDA por año. Es cierto que todavía no sabemos curar el SIDA, pero, con los medicamentos disponibles, a los enfermos podemos mantenerlos con vida durante una buena cantidad de años. Y ¿quién sabe? A lo mejor alguno de esos enfermos de SIDA, si lo mantenemos con vida, hasta puede llegar a descubrir el remedio para esa enfermedad. Tenemos medicamentos, si no para curar, al menos para paliar el SIDA. Pero claro, los sudafricanos no tienen la plata necesaria para comprarlos. Consecuentemente, el gobierno sudafricano hizo una propuesta interesante. Decidieron que fabricarían los medicamentos ellos mismos y que lo venderían al costo para atender a su población. A los laboratorios les hicieron ver que no les costaría nada. De cualquier manera, lo producido por estos laboratorios no se vendía en Sudáfrica porque – ya lo dije – los sudafricanos no tenían con qué comprarlo. De modo que ningún laboratorio perdería un cliente. No se puede perder lo que no se tiene. Todo lo que los sudafricanos pidieron fue la licencia. Es decir: el permiso de los laboratorios para hacerlo. Y, en ese momento, durante una conferencia de la Organización Mundial de Comercio (WTO), el buen George W. Bush – seguramente acordándose de todos los laboratorios que le habían aportado más de 10 millones de dólares para la campaña presidencial – contestó diciendo que lo sentía mucho pero que los medicamentos baratos atentarían contra los principios del libre comercio mundial. Hermoso, ¿no es cierto?

Al menos nos queda claro que la supervivencia de los negros no se encuentra dentro de la esfera de interés de los accionistas farmacéuticos. ¡Y después, esos mismos accionistas acusan a otros de racistas! ¡En nombre de la libertad del comercio mundial! No se sorprendan amigos míos por la cantidad de bombas que tiran, o hacen tirar, estos señores. Sorpréndanse más bien de la relativamente poca cantidad de gente que matan directamente con bombas.

Por el otro lado, sin embargo, en 2001 cuando cinco valiosos norteamericanos sufrieron los ataques con el ántrax, la Bayer casi tuvo que liberar inmediatamente su licencia sobre el antídoto para el ántrax. En todo el mundo existía en ese momento un sólo fármaco contra el ántrax. Uno solo. Y lo tenía la Bayer. ¡Imagínense! ¡El negocio del siglo! Trescientos millones de norteamericanos amenazados por ataques terroristas con ántrax y usted tiene el antídoto. ¿No iría corriendo a abrir una cuenta en un banco suizo? Los norteamericanos ni se mosquearon. Cuando la Bayer tartamudeó algo sobre patentes y licencias, simplemente se mataron de risa. Respondieron que anularían la patente en 24 horas. ¡Era una emergencia nacional! ¿Acaso no lo entienden? ¡Estados Unidos se hallaba en una emergencia nacional! Lo máximo que le concedieron a la Bayer fue la posibilidad de vender el antídoto al precio que ellos – los norteamericanos – dictaran. La Bayer negoció durante 48 horas y terminó vendiendo el producto con un 50% de descuento. En virtud de los principios del libre comercio mundial. Así es como funciona.

El análisis cualitativo de la experiencia indica que, para Washington, 5 norteamericanos son 10 veces más valiosos que 1.000.000 de sudafricanos. Es que el yanqui es algo así como la orquídea entre los seres humanos. Los europeos pueden entrar todavía en la categoría de rosas, los chinos últimamente pasaron a ser algo así como conejitos y nosotros los latinoamericanos somos culos de vieja. Pero todo el resto no es más que forraje para el ganado.

Derrame usted el café sobre un turista norteamericano y se comerá un juicio de aquellos. Hasta los hijos del sujeto lo seguirán demandando porque alegarán haber sido educados por un padre traumado. Pero cuando un escuadrón de bombarderos norteamericanos en misión de restablecer la paz mundial y los Derechos Humanos sobrevuela territorio afgano y se encuentra con que allá abajo, en una de esas aldeas de montaña, se celebra un casamiento y resulta que, según las buenas viejas tradiciones afganas, es costumbre festejar a los novios con algunos tiros al aire, allí mis estimados lectores tenemos un problema como el que surgió el 4 de Noviembre de 2008. Porque es una vieja tradición norteamericana responder amistosamente a los festejos con tiros al aire. De modo que, al día siguiente, el gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica tuvo un derrame de generosidad y pagó 200 dólares por cada uno de los 46 invitados al casamiento que murieron al ser bombardeados por error. Porque ésa es la tasa oficial por la muerte de un civil afgano: 200 dólares. No sé cuanto cuestan hoy 10 gramos de heroína, que es el producto principal del Afganistán administrado por los norteamericanos como todo el mundo sabe. Pero ya pueden ustedes solitos ir sacando la cuenta de a cuantos afganos podrían matar por el precio de derramar un poco de café caliente sobre un turista norteamericano.

Aquí, entre nosotros, después del 11 de Septiembre se armó una de padre y señor mío. Las imágenes fueron escalofriantes, por cierto. Y, si pienso en la pobre gente que murió ese día, y si me pregunto cómo demonios fue que el NORAD yanqui no interceptó esos aviones a tiempo, los escalofríos se me convierten en bronca. Pero mucho más escalofriantes que las imágenes fueron los comentarios de nuestros periodistas locales. Parecería ser que los periodistas tienen un repertorio de comentarios idiotas establecido para cada acontecimiento en particular. Cualquier epidemia de cualquier cosa es “un flagelo que nos asola”. Cualquier masacre con víctimas políticamente correctas dispara automáticamente la retórica de la identificación. Así, el 18 de Julio de 1994, cuando explotó la bomba en la AMIA los grandes genios periodísticos abrieron su Diccionario de Frases Hechas y escribieron textualmente: “¡Hoy somos todos judíos!”. Del mismo modo, el 11 de Septiembre de 2001, abrieron el mismo diccionario y copiaron con toda diligencia: “¡Hoy somos todos norteamericanos!” ¿No les causa algo de escozor eso de cambiar de nacionalidad con cada atentado? Yo por mi parte confieso que ya tengo bastantes problemas cuando admito que estoy orgulloso de tener la nacionalidad que tengo. Y eso que hago sobrehumanos esfuerzos para seguir pareciendo humano a pesar de eso. Menos mal que los atentados – gracias a Dios – no son tan frecuentes. ¡Terminaríamos teniendo que pedir un pasaporte nuevo cada 24 horas!

La cosa es que, veníamos de ser judíos en 1994 y, cuando cayeron las Torres Gemelas en 2001, todos nos convertimos en norteamericanos. Pero luego, cuando ocurrieron los atentados del 11 de Marzo de 2004 en España, de pronto todos tuvimos que hacernos gallegos. Y después, cuando cuatro atentados paralizaron a Londres el 7 de Julio de 2005 los periodistas nos quisieron convertir a todos en ingleses. Vamos a tener que vivir pendientes del noticiero para saber qué somos en la actualidad. ¿Se dan cuenta de dónde proviene nuestra crisis de identidad? Y - ¡Dios no lo permita! – hasta puede pasar que un día de éstos resulta que tenemos que ser todos argentinos.

Pero no se preocupen. A ningún periodista se le ocurrirá jamás decir: “¡Hoy somos todos africanos!” Menos todavía: “¡Hoy somos todos palestinos!” En esos casos solamente expresamos “nuestra solidaridad con las víctimas inocentes.” No sea cosa que algún despistado exprese su solidaridad con las víctimas culpables.

La estupidez humana, ¿tiene límites? Einstein y Goethe lo dudaban muy seriamente. Cada vez que pienso que no puede haber algo más estúpido de lo que acabo de escuchar, viene un periodista o un político y me sorprenden. La capacidad de superación de estos muchachos es fenomenal. Así es también el país que tenemos. Pero la culpa es nuestra. Sólo nuestra y toda nuestra. Si hubiésemos apoyado la lucha de los años 70 contra los militares, si Hebe de Bonafini hubiese instruido mejor a esa juventud maravillosa para matar a más militares, familiares de militares y policías, quizás nos hubiésemos ahorrado la derrota de Malvinas y, con tan sólo un poquitín de suerte, hasta hubiésemos podido librarnos de los Kirchner y su banda metiéndolos a todos dentro del rubro de los daños colaterales.

Es que, con el terrorismo musulmán, algunas cosas cambiaron también aquí en la Argentina. Aquí siempre tuvimos 37 millones de expertos en fútbol y potenciales directores técnicos de la selección nacional. Pero, después de los atentados, de pronto también tuvimos expertos en cuestiones musulmanas y terroristas. Por supuesto que, como no podíamos echar mano a los reales expertos en antiterrorismo, ya que éstos estaban desfilando ante los tribunales acusados de torturar a jóvenes idealistas, tuvimos que darle el trabajo a los periodistas. La macana es que muchos de estos periodistas eran expertos en terrorismo pero no tenían ninguna experiencia en antiterrorismo. Consecuentemente no tenían respuesta a la pregunta existencial de: “¿Cómo  hago para distinguir al musulmán terrorista del musulmán pacífico?” Un turbante y una larga barba no resultaron características distintivas lo suficientemente estables. El terrorista siempre podía afeitarse la barba y ponerse una gorrita con visera con lo que se hacía políticamente invisible.

De hecho: ¿cómo hago para reconocer a un terrorista? En el caso de los neo-nazis es fácil. En el llavero tienen la réplica de una Cruz de Hierro fabricada en Taiwan, del cuello llevan colgado el símbolo de un partido político que no existe desde hace 64 años y se afeitan la cabeza. Y para aventar todo tipo de dudas, se visten de negro y calzan botines. A algunos incluso es posible reconocerlos por el cheque que cobran todos los meses del servicio de inteligencia de turno. Pero ¿y los demás? Mohamed Atta, uno de los que ejecutaron el atentado del 11 de Septiembre, podría haber paseado por Callao y Santa Fe y nadie lo hubiera señalado con el dedo. Lo único que hubiera llamado un poco la atención hubiera sido su fuerte acento. . . alemán. Porque el hombre había estudiado en la Universidad de Hamburgo y, según dicen, hablaba el alemán mejor que el 66% de los propios alemanes. ¡Un momento! ¿No habrá alguna extraña conexión en esto? ¿No estará engendrándose otro nuevo Hitler por ahí?

Pero no teman, Obama mantendrá a raya a Osama y todos unidos triunfaremos.

Porque a Obama le dieron el Premio Nobel de la Paz.

Por no hacer nada.

Y el tipo no sólo no rechazó el premio sino que ni siquiera se ofendió. Al menos una pequeña protesta no hubiera estado fuera de lugar. ¿No me lo creen? Repasen un poco la lista de los Nóbel de la Paz. Aparte del recién agregado Obama se van a encontrar allí con sujetos como Al Gore (2007), Jimmy Carter (2002), Kofi Annan (2001), Kim Dae Jung (2000), Josef Rotblat 1995), Yasser Arafat, Shimon Peres, Isaac Rabin (1994), Mijail Gorbachov (1990), Elie Wiesel (1986), Adolfo Pérez Esquivel (1980), Menachem Begin (1978), Henry Kissinger (1973), Willy Brandt (1971). . . El día que a alguien se le ocurra darle el Nóbel de la Paz a uno que realmente se lo merece el pobre diablo va a salir corriendo despavorido ante la sola idea de ver su foto publicada junto a la de todos estos sujetos. 

De todos modos, yo por mi parte voy a intentar una cosa. Voy a seguir el ejemplo de Obama. Voy a dejar de aburrirlos a todos ustedes con estas tonterías que escribo. A partir de ahora no voy a escribir más. Nada. Nada de nada. Silencio de teclado absoluto.

Así, en una de ésas, el año que viene capaz que me dan el Nóbel de Literatura.

 

(Traducido, expandido, adaptado y levemente tergiversado por Denes Martos sobre una idea original de Volker Pispers - 2007)

Octubre 2009