LA TORTURA Y EL TERROR EN LA ESPAÑA REPUBLICANA

LA TORTURA TÉCNICA DEL S.I.M.    

 

Entre todas las prisiones del S. I. M. en Barcelona destacan, como modelos en su clase, las «chekas» establecidas en la calle de Vallmajor y en la de Zaragoza, en las cuales un grupo de agentes del S. I. M., dirigidos y aleccionados por miembros de la G. P. U. rusa, escri­bieron una de las páginas más negras de la Guerra Civil Española.

Empezamos por describir los sistemas de tortura del Preventorio D o cheka de Vallmajor, que estuvo instalada en dos edificios de dicha calle, colocados frente a frente y que se comunicaban por medio de un pasadizo subte­rráneo. Los principales fueron: la verbena, el pozo, la ducha, las mazmorras alucinantes, las neveras y la cam­pana.    

La verbena fue el nombre humorístico que las vícti­mas daban a unas «celdas armario» de especial diseño para causar tormento en las personas que se deseaba in­terrogar. Consistía en tres cajones de unos 50 centímetros de ancho por 40 de profundidad, con el techo constituido por una tabla de madera movible de altura graduable. Adosado al fondo, existía un saliente, inclinado y que medía 13 centímetros; estaba destinado a que la víctima encerrada al!í pudiese apoyarse por el trasero, pero sin permitirle sentarse completamente en el mismo. La al­tura de este saliente, colocado a 65 centímetros del suelo, contribuía a conseguir el mismo fin.

La plancha graduable del techo se colocaba de forma que el recluso tuviese que permanecer encogido y con la cabeza inclinada hacia adelante. En cuanto al suelo de esta reducida celda, presentaba la forma cóncava, lo que impedía que la víctima apoyara normalmente los pies, lo que incrementaba su incomodidad y tortura.

En la cara interna de la puerta de la celda, que era de madera, se fijaba una tabla que, al ser cerrada aquélla, se introducía entre las piernas del recluso, lo que le im­pedía todo cambio de postura. Además, otra tabla de ma­dera fijada interiormente a la puerta, en posición horizon­tal, apretaba el cuerpo de la víctima contra la pared de fondo, obligándole a permanecer en una posición muy forzada e incómoda; los músculos no tardaban en quedar entumecidos y el individuo experimentaba una gran de­sazón y cansancio, poniéndose frenético ante la imposi­bilidad de cambiar de posición.

Para hacer más terrible la tortura, en la parte alta de la puerta de cada «celda armario» se abría un ventanillo enrejado, a la altura de los ojos del recluso, y en él se colocaba una bombilla eléctrica potentísima, que hería ¡a vista del encerrado allí, aun cuando éste cerrase los ojos; al mismo tiempo desprendía un insoportable calor, que contribuía a aumentar el malestar general del tor­turado. A la altura de la cabeza del preso se colocaba un potente timbre eléctrico, que funcionaba constantemente y cuyo estridente ruido producía en la mente de la vícti­ma un efecto realmente aniquilador.

La permanencia en estas celdas armario se prolon­gaba generalmente durante tres o cuatro horas, según que el individuo se resistiese más o menos a confesar lo que sus torturadores deseaban. En algunos casos, este suplicio se prolongó hasta ocho y nueve horas. La mayoría de los encerrados perdían el conocimiento antes de ser sa­cados de este armario torturador.  

El pozo consistía en un pequeño calabozo o celda si­tuado en el jardín, el cual se utilizaba para infligir a los detenidos el llamado «tormento del agua». La abertura era muy estrecha y practicada en el techo; sobre ella estaba montada una polea que servía para hacer des­cender o izar la víctima. Algunas veces se la suspendía por los pies, introduciéndola de cabeza en el pozo y su­mergiéndola durante algunos segundos en el agua; esta acción se repetía tantas veces como los torturadores creían conveniente. En otras ocasiones se colgaba al re­cluso por los brazos o axilas y se le mantenía sumergido hasta un nivel cercano a la boca, por un largo período de tiempo. No es necesario indicar que esta tortura se aplicaba con verdadero deleite sobre todo durante el in­vierno.

La ducha era una pequeña celda en cuya parte exterior se hallaba instalada una manguera que introducía agua a gran presión. En ella se encerraba al preso completa­mente desnudo y después de una prolongada y violenta ducha, que dejaba el cuerpo del individuo muy dolorido, se inquiría a éste si estaba dispuesto a confesar sus deli­tos. Si el resultado era negativo, el interrogador se reti­raba y la manguera continuaba funcionando durante me­dia hora o más, al cabo de cuyo tiempo se reanudaba el interrogatorio. La operación se repetía hasta quebrar la resistencia de la víctima, la cual, a causa del intenso frío y la fuerza del chorro de agua, no tardaba en prestar las declaraciones que sus verdugos le exigían.    

Las mazmorras alucinantes o psicotécnicas fueron construidas en un pabellón que se levantó en el jardín de este antiguo convento de la calle Vallmajor. En ellas fue­ron estudiados y aplicados en todo detalle los métodos que los agentes del S. I. M. denominaban «psicotécnicos » y que habían sido experimentados por la G. P. U. en la Unión Soviética. Por encima de la tortura física, en estos calabozos dominaba la tortura mental, la acción enlo­quecedora sobre la psiquis del individuo.

Se construyeron cuatro de estas celdas, a modo ex­perimental. La altura del techo (en su parte más baja) era de poco más de 2 metros, mientras que la anchura de la estancia era de 1,60 y la longitud, de 2,50. La forma rectangular se hallaba interrumpida en un rincón por una curva que formaba la pared, cuya finalidad psico-técnica consistía en romper la monotonía acostumbrada de Jas celdas clásicas. Estas mazmorras estaban orien­tadas hacia el Sur, y recibían la luz del Sol continuamen­te, estaban alquitranadas por dentro y por fuera, para captar la mayor cantidad de calor solar y sobrecalentar la atmósfera de las mismas, que, junto con el olor que desprendía el alquitrán, era una continua pesadilla para el preso.

El interior de cada una de las cuatro celdas se ha­llaba repartido así: un apoyo de cemento que debía ser­vir de camastro, construido adosado al tramo de pared más largo; un pilar, también de cemento, en la pared opuesta, y el suelo cubierto por ladrillos puestos da canto.El camastro de cemento tenía 1,50 metros de largo, por 0,50 de ancho y 0,60 de altura máxima, con una in­clinación lateral de un 20 %. La finalidad a conseguir por estas dimensiones — que a primera vista daban al recluso la falsa idea de que allí podría descansar— era: obligar a! preso (cuando se tendía para dormir) a encoger las piernas, visto que con 1,50 metros de largo la cama era demasiado corta; con medio metro de ancho le sobre­salía el cóccix o las rodillas, del lado libre, mientras que en el opuesto, o sea la pared, el sólo tocar en ella hacía iniciar el movimiento de resbalo a causa del 20 % que tenía el duro lecho de pendiente.

Si bien es cierto que una persona podía resistir cierto tiempo tendido en esta cama, mientras conservaba la más absoluta inmovilidad, también lo es que un durmiente, al menor movimiento involuntario, debía resbalar y des­pertarse sobresaltado o en el suelo; el resultado era que, teóricamente, el encarcelado debía permanecer en una semi-somnolencía interrumpida por un continuo desper­tar. Sin embargo, en la práctica, no dio los resultados apetecidos, pues todos los presos prefirieron sentarse únicamente en el camastro, y de esta forma, alargándose bien y apoyando la espalda en la pared, se podía perma­necer hasta con relativa comodidad. Este defecto técnico se debió a que los camastros de cemento fueron cons­truidos un poco demasiado bajos, por suerte para quie­nes fueron encerrados en estas mazmorras. El otro pilar de cemento era más alto, pues medía 0,80 metros en la parte más baja y tenía una inclinación casi igual. Tenía 0,50 metros de largo por 0,40 de ancho, y su finalidad también consistía en dar idea al recluso de un apoyo para descansar, pero sin poder utilizarlo.

 En cuanto a los ladrillos fijados de canto en el suelo, también tenía sus efectos psicológicos sobre la víctima, pues la distracción preferida de un encarcelado es el re­correr de un lado a otro su celda. Este ir y venir, este movimiento tan monótono, llega a adquirir para los pre­sos una especie de aletargamiento del pensamiento, un medio para hacer más llevadera su reclusión, ya que el cuerpo tiene la necesidad biológica de moverse. Este úni­co placer, esta distracción tan necesaria también fue su­primida en las mazmorras alucinantes; bastó con colocar los mencionados ladrillos en el suelo.    

Al no poder pasear, al prisionero, como única distrac­ción, le quedaba estar de pie o sentado en el canto de un ladrillo, o apoyado en el camastro, y contemplar las cua­tro paredes, y entonces intervenían los efectos psicotécnicos.

El techo estaba pintado de negro y las paredes de un gris oscuro con rayas verticales, horizontales e inclina­das de color amarillo. En la pared del fondo, opuesta a la de la puerta de entrada, estaban pintados unos círcu­los de diversos colores y un tablero de ajedrez en blanco y negro. Justamente encima de esta pared, el techo se truncaba y se hacía más alto, a fin de permitir la entrada de luz por un ventanal que tenía cristales verdosos, que filtraban una luz difusa que hacía resaltar y daba un as­pecto extraño a los dibujos de la celda.

 Fue el ya citado Laurencic el que eligió la tonalidad verdosa para este tipo de celdas. Según declaró en el Con­sejo de Guerra a que fue sometido por los nacionales una vez finalizada la guerra, eligió el color verde para los cristales porque era un color «triste, lúgubre, como un día de lluvia, que predisponía a la melancolía y a la tristeza».    

En la parte de la puerta, la pared también tenía círcu­los pintados de diversos tamaños. Y en el colmo del re­finamiento se había colocado en ella un reloj dispuesto en tal forma que durante un día entero no marcaba más que cuatro o cinco horas, lo que producía en el recluso una desorientación completa en cuanto al tiempo y multipli­cando la tortura del lento transcurrir de las horas de encierro.

En cuanto a la puerta, en su cara interna también pre­sentaba dibujos psicotécnicos. En la parte baja tenía pintada una espira] y en la parte alta unos dados que adoptaban aquella Comía tan conocida que hace que varíe su número con arreglo a la dirección con que se les mira.

Durante la noche del recluso, o cuando se creía con­veniente, se encendía una lámpara roja, con la consi­guiente variación de efectos y tonalidades. La espiral, el tablero de ajedrez y los dados eran puntos de influencia y sugestión, mientras que los círculos y las rectas que se cortaban estaban destinados a producir una irritación en el sistema nervioso, perturbando el sentido del equilibrio.

Pero — según confesión del propio Laurencio — de todos estos efectos, el de crueldad más refinada era el citado reloj. «La finalidad que para el simple mortal pu­diera ser grotesca — declaró Alfonso Laurencic ante el Consejo de Guerra —, pues parece que uno se tendría que dar cuenta de que, cuando es de noche y el reloj marca las 10 de la mañana, no pueden ser tas 10 de la mañana, tenía una finalidad más perversa, que quizá sólo podrá comprender quien haya estado recluido más o menos tiempo. El reloj personal de cada individuo es su estó­mago. El menor retraso en el reparto del rancho — con lo escasa que era servida la comida—, los mismos minutos en hacer cola o esperar turno eran para los reclusos un tormento. Y cuál no sería el tormento del preso que ve marcadas las 12 en el reloj, hora del rancho, y que, a lo mejor, sólo son las diez, y le quedan hora y media o dos horas todavía. Su vista y su estómago le tiranizan al ex­tremo de que creo poder afirmar que de todos los efectos psicotécnicos es quizás el más cruel y el de mayor tor­tura.»

Las neveras consistían en varias celdas cuadrangulares, estrechas, cerradas por puertas metálicas y reves­tidas interiormente de cemento poroso. Un depósito de agua situado en la parte superior suministraba el líquido, que filtrándose a través del techo y paredes, convertía di­chos calabozos en auténticas neveras. Las víctimas eran encerradas allí completamente desnudas, con lo que pa­saban un frío tremendo; vivían como en un continuo escalofrío y no existía nada que pudiera darles un poco de calor, ni siquiera una bombilla, por lo que la oscuridad era casi absoluta. Sólo a guisa de respiradero existía una pequeñísima abertura provista de una reja, muy cerca del techo. El individuo no tardaba en quedar helado hasta el tuétano, temblando continuamente y deseando el calor humano de sus compañeros en las celdas colectivas. No sorprende, pues, que fueran pocos los que se negaran a firmar las declaraciones que los agentes del S. I. M. les ponían por delante. Y algunos de los que no firmaron nada fueron los que fallecieron a causa de una pulmonía.    

La campana era otra terrible celda de la cheka de Vallmajor. Situada en el mismo cuerpo de edificio en que se hallaban las neveras, y sobre lo que fue antiguo mau­soleo del convento, se llegaba a ella por un estrecho pasa­dizo que terminaba en una escalerilla de gato, la cual daba acceso a la «campana» por medio de una abertura circular que se abría en el suelo de aquélla y que después se cerraba herméticamente.

Esta celda era de forma cilíndrica, pero con los ángulos redondeados por lo que impropiamente era conocida también por «celda esférica». Su diámetro era de 4,50 metros y su altura de 2,20. Las paredes y el suelo estaban alquitranados. En el techo y en el centro se ha­llaba instalado un foco muy potente, recubierto de una reja metálica, para impedir que el recluso pudiese rom­per la lámpara. Este calabozo, construido a base de una pared doble que contribuía a aumentar su resonancia, carecía en absoluto de ventilación.    

La forma especial y el color y brillo del muro produ­cía en el prisionero una desorientación completa, pues no encontraba ningún punto de referencia para orientarse. Además, la falta de ventilación y e] calor que desprendía el foco, caldeaban de tal manera el interior de la celda que la víctima sudaba copiosamente y al respirar aspi­raba un aire caliente muy desagradable, mientras el olor del alquitrán que revestía la pared se hacía cada vez más penetrante.  

Esta mazmorra, cuya principal tortura era el calor, es decir, era la opuesta a la nevera, disponía de un tor­mento adicional, relacionado con su resonancia especial. Cuando el preso llevaba algún tiempo encerrado en la celda y, por tanto, notaba los efectos deprimentes del caldeado ambiente, ansiando un poco de aire fresco de manera parecida a como un drogado necesita la dosis de estupefaciente, los carceleros hacían rodar por el techo de la estancia un pesado rodillo y ponían en movimiento unos discos metálicos, cuyo estruendo resonaba en el in­terior en proporciones desmedidas. Con todo ello se pre­tendía quebrar la moral del recluido y elevar hasta el frenesí su estado de excitación, a fin de que se aviniese a confesar lo que sus torturadores deseaban.     

Con el nombre de Preventorio G fue designada por el S. I. M. la cheka existente en la calle de Zaragoza, en el edificio del convento de las religiosas. Se utilizaron celdas de tortura muy parecidas a las descritas en la cheka de Vallmajor. Sin embargo, hay que destacar al­gunas innovaciones, algunas torturas más refinadas, como la llamada silla eléctrica, la sala de castigo, la car­bonera y las celdas de castigo.

Una sala característica del Preventorio G fue la lla­mada del tribunal, emplazada en lo que había sido ca­pilla; se le aplicó dicho nombre más por su apariencia que por el objeto a que estaba destinada, pues casi siem­pre se reducía al interrogatorio de los acusados.

En el centro de la estancia se hallaba un pesado sillón de madera y encima de él la silla, eléctrica, que no era más que el armazón metálico del asiento de un automóvil de turismo. Dicha silla estaba conectada a unos hilos que conducían por vía subterránea o empotrada el fluido eléc­trico. La corriente se establecía por medio de un interrup­tor montado en una especie de estrado.

Al pie de las mesas de los interrogad ores se encontra­ban instalados unos focos potentísimos, que iluminaban continuamente a la víctima, deslumbrándola e impidien­do que pudiera ver a sus torturadores. Durante el interro­gatorio, que muchas veces tomaba la forma de un juicio, el preso era invariablemente sometido al martirio de la silla eléctrica, de la que muchas veces se levantaba con graves quemaduras.    

En la sala de castigo, el recluso era suspendido de una cuerda, por los brazos, la cual colgaba de un gancho fi­jado en el techo. A los pies de la víctima se ataba un saquito de arena, a fin de producir una mayor tracción sobre sus articulaciones. Suspendido de esta forma y des­nudo, el sospechoso era bárbaramente azotado para que confesara sus delitos contra el Estado.

En cuanto a la carbonera, era el hueco que quedaba al pió de la escalera que conducía a los pisos superiores. En el sucio de esta pequeña estancia se extendía una gruesa capa de polvo de carbón. La víctima, totalmente desnuda y después de habérsele dado una ducha, era in­troducida allí sin miramientos. El polvo de carbón, al ad­herirse a la piel mojada, producía en el individuo una terrible picazón. En tal estado de nerviosismo era llevado a otras celdas de castigo.

Las celdas de castigo eran de dos tipos diferentes y estaban construidas a uno y otro lado de un estrecho co­rredor, en los sótanos del edificio. Unas eran aproxima­damente cuadradas. Numerosos ladrillos fijados de canto en el suelo y en direcciones cruzadas, impedían al preso el mínimo consuelo de distraerse paseando. Un apoyo de cemento adosado a la pared simulaba un asiento, ya que por su inclinación y altura la acción de sentarse era to­talmente imposible.Las otras celdas, en número de dos, eran bastante más terribles. Se hallaban situadas al fondo del pasillo y a uno y otro lado del mismo. El suelo estaba erizado de ladrillos de canto para impedir el caminar y en un hueco de la pared, a bastante elevación, se encontraba una cama de cemento. La particularidad de la misma consis­tía en que su superficie estaba inclinada y cubierta de unas afiladas rugosidades o estrías del mismo material, que se clavaban y desgarraban la piel y carne del recluso cuando la fatiga le inclinaba a intentar buscar reposo en aquel duro lecho.

En todas estas celdas reinaba la oscuridad más abso­luta. Además, los recluidos en ellas experimentaban los terribles efectos psicológicos del metrómetro o metró­nomo, aparato de cuerda semejante a un péndulo que producía un penetrante y continuo tic-tac, que terminaba por alterar los nervios más templados.

La existencia de todas estas cárceles tan terribles fue denunciada por el letrado don Manuel Goday Prats, se­cretario entonces del Colegio de Abogados de Barcelona, quien sufrió prisión y tortura en las chekas del S. I. M, y presenció el trato cruel dado a otros presos.    

En el Consejo de Guerra que se celebró contra Laurencic, Goday Prats actuó de testigo de cargo. Reproducimos parte de sus declaraciones:

Fiscal. — ¿Usted se enteró de que el Colegio de Abo­gados denunció la existencia de las chekas al Fiscal del Tribunal Supremo?

Testigo. — Sí, señor. Al venir el Gobierno rojo a Bar­celona, con ocasión de que desaparecieron varios aboga­dos en las chekas y en el S. I. M., propuse al Decano el formular una denuncia al entonces Ministro de Justicia, Irujo. Fuimos a ver a Irujo, y nos dijo: «O yo acabo con las chekas, o las chekas acaban conmigo». Realmente, las chekas han acabado con él... Yo formulé una denuncia en forma y la pasaron al Fiscal del Supremo. Al cabo de dos o tres meses, me enviaron copia de un escrito, en el que se decía que quedaba demostrado que no había che­kas, y que todos los detenidos estaban en régimen normal de cárcel.   

Fiscal.—¿Hubo una reunión del Consejo de Minis­tros para tratar de las chekas?

Testigo. — Lo que sé, es por referencias. Con motivo de la condena a muerte de un abogado, y de las gestiones que hicimos con el señor Irujo, tanto éste como el sub­secretario de Estado, Quero, catedrático de la Universi­dad de Sevilla, que tenía gran influencia, provocaron una reunión del Gobierno. Irujo, los representantes de la Esquerra Republicana y Quero se mostraban contrarios al régimen de chekas; pero prevaleció el criterio comunista. Poco antes de detenerme a mí, a principios de mayo de 1938, se decía que iban a ser suprimidas o modificadas, y que el S. I. M. actuaría en forma distinta. Pero el pro­pósito no prevaleció.

De todo esto se desprende que el terror técnico de las chekas de Barcelona es imputable únicamente al Gobier­no del doctor Negrín y, en consecuencia, a los soviéticos, pues fueron sus consejeros y agentes de la G. P. U. quie­nes planearon y dirigieron la implantación de tan terrible sistema de represión. Stalín, por boca de los Ministros comunistas Hernández y Uribe, y con el visto bueno del doctor Negrín, siguió imponiendo el terror del S. I. M. en Barcelona hasta pocos días antes de la entrada de las tropas nacionales en la Ciudad Condal.

Pero no fueron las chekas la única calamidad que el Gobierno de Negrín impuso a los barceloneses, sino que su desorganización fue tal que, a las privaciones ya exis­tentes en materia de alimentación imputables a la guerra, se sumó una escasez de todos aquellos productos básicos y vitales que el pueblo había tenido con Largo Caballero. Barcelona, pues, conoció una verdadera «epidemia» de hambre, epidemia que el impropiamente llamado Gobier­no de la Victoria y el pueblo amigo de la U. R. S. S. fueron incapaces de impedir.