LA ODISEA DE VIAJAR EN TREN... EN EL PAÍS QUE TENDRÁ EL TREN BALA

por Ramiro Sagasti

 

LA PLATA.– En la Argentina en la que pronto empezarán las obras para construir un tren de alta velocidad que unirá Buenos Aires, Rosario y Córdoba en tiempo récord, los casi dos millones de personas que a diario usan el ferrocarril en el área metropolitana no dejan de quejarse y se preguntan cuándo viajar dejará de ser una odisea.

* * *

La atmósfera aceitosa de la estación, bajo la bóveda que cubre los andenes, está llena de vapores rancios, de voces, de ruidos metálicos y frenéticos. El ritmo de una cumbia oxidada llega desde un puesto que vende chorizos púrpura. Hace poco que el tren llegó a Constitución y enseguida partirá rumbo a La Plata. Son las 6 de la tarde y, en los vagones, las paredes calientes derriten el aire.

Marcela recorre la formación. Sólo hay lugar en el último, el que tiene ese espacio para poner las bicicletas y los carros de los cartoneros. Se acomoda de espaldas a la ventana, en un asiento de metal pintado de azul. Le pesan los párpados a Marcela, que, como todos los días durante los últimos cinco años, ha trabajado desde las 7.30 cuidando a una mujer mayor. Llegará a su casa, en Berazategui, a las 19.30, si no hay demoras. Allí la esperan su esposo y sus dos hijas. "En Berazategui no hay trabajo", dice.

Enfrente de Marcela hay dos madres jóvenes, con sus bebes, al lado de un policía gordo que está dentro de su chaleco antibalas. Un fárrago de muchachos y bicicletas llena la última mitad del último vagón.

En el otro extremo, dos borrachos toman cerveza y se tambalean peligrosamente cerca de un estribo. Uno, el más alto, sólo viste un pescador azul y zapatillas, y un tatuaje mal hecho de La Renga ocupa un tercio de su espalda. El otro lleva una camisa estampada de colores inverosímiles, desabrochada, para exhibir una panza redonda y brillante; le quedan pocos dientes; uno es de plata.

-¡Acá hay cerveza! -grita el del diente de plata. El otro eructa y se para delante de una señora que quiere ir a otro vagón. El policía gordo los mira.

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La señora consigue pasar. Algunos vagones, como el último, tienen esos asientos azules que dan la espalda a las ventanillas; en otros están los de cuerina marrón, de los que asoman pedazos de una goma espuma podrida. En todos, las paredes están llenas de frases corroídas y los pisos, atestados de vasos de plástico y papeles y latas y colillas de cigarrillo. Una pátina pringosa cubre la superficie de todas las cosas y de las personas.

Las ventanas deben estar todas rotas. LA NACION intentó abrir más de 20, y cerrar otras tantas; es como si estuvieran soldadas. En invierno, el frío congela los pulmones de los pasajeros y, en verano, el calor los rodea como un océano de vino caliente y ácido. Alguien ha vomitado en este vagón, en el que viajan Sonia y sus dos hijas: Florencia, de 9 años, y Milagros, de 5.

"Es una vergüenza. Está todo mugriento, y encima las nenas tienen que pagar. Tienen que pagar hasta los chicos de tres años", dice Sonia. O más bien grita, porque un montón de ruidos metálicos inundan el espacio a medida que el tren avanza por el sur del conurbano.

Hay otros ruidos. Ariel y Alejandro tocan sus guitarras y cantan algo que se parece a "Mañanas campestres". Los pasajeros permanecen con sus caras llenas de tedio. Una mujer de pelo amarillo mira con desaprobación por encima de su libro de autoayuda. Y Ariel y Alejandro siguen cantando y haciendo chistes fáciles que sólo ellos festejan.

Cuando por fin Ariel y Alejandro se callan, entra un tipo enorme al que le falta una pierna y reparte unas tarjetas con frases evangélicas y dibujos infantiles. Una pareja de preadolescentes junta tres monedas de diez centavos y se las da. Son los únicos que le dan algo. Un adolescente esmirriado con una cresta naranja camina hacia el último vagón.

Alicia, de 45 años, que trabaja doce horas por día, viaja tres y duerme cuatro, sujeta su cartera y dice: "Esos carteles no sirven para nada". En esos carteles se lee: "Programa tren alerta. Todos contra el delito" y el número *31416, para marcar desde el celular. Arturo, de 22 años, que también vio al de la cresta naranja, comenta: "Acá no sabés cuándo te van a robar. Ni se te ocurra ir al último vagón".

Marcela, las dos madres con sus bebes, el policía gordo y los borrachos aún están en el último vagón. En el fondo, entre las bicicletas, casi todos fuman marihuana y toman cerveza; hay tres adolescentes que chupan de uno de los extremos de un pequeño caño doblado, mientras acercan la llama de un encendedor al otro: es pasta base de cocaína. O "paco".

El borracho del tatuaje de La Renga grita:

-¡Aguante La Renga!

Del fondo le contestan:

-¡Aguante Intoxicados! ¡Aguante Piti! ¡Aguante Los Piojos!

El del diente de plata rodea al otro con sus brazos y se acerca para darle un beso en la boca. El otro grita:

-¡Salí, la c de tu hermana! -pero no evita el abrazo-.

Una de las madres le da la mamadera a su bebe. El policía mira.

-Dame un beso -dice el del diente-.

Por fin el policía se para.

-Oficial, ponga orden -dice el más alto-. Están fumando marihuana ¡Pasen una seca!

-Mirá qué problema se hace. El bigote también fuma -dice el del diente-.

-Vamos, vayan a fumar al fondo.

El policía vuelve a su asiento. El del diente revolea la botella hacia las vías. Marcela dice a LA NACION: "Siempre es así".

El tren llega a Quilmes. Se bajan las dos madres, los dos borrachos, el policía gordo, una decena de los que estaban en el fondo, con las bicicletas. "Ahora es más tranquilo. El tren se va vaciando ¿No me avisa en Berazategui? Vio que por ahí me quedo dormida", dice Marcela y otra vez se le caen los párpados.